Inés Arrimadas es una portavoz eficaz, una comunicadora con arrestos y tiene en su haber la única victoria al nacionalismo catalán (igual que tiene también, por mucho que se niegue a reconocerlo, su salida de la política catalana). Sus elementos previos son indiscutibles. Ahora le toca demostrar que puede ser una buena estratega, una buena líder política (con su inevitable faceta de killer) y una buena gestora de egos, personalismos e ideas. Valía para la política no le falta. Valía para gobernar un partido, está por ver. Además, el 22% de los votos obtenidos por Francisco Igea, aunque no le han servido para hacerse con el liderazgo, sí son suficientes como para armar una oposición interna con capacidad para distorsionar y tensionar la vida del partido.
Pero sobre todo, le toca demostrar que no miente cuando dice que por encima de los intereses de partido están los intereses de España. Porque, aunque no haya motivos reales para dudar de su sinceridad, el poder tiene una capacidad de transformación en las personas que hace que sea inevitable cierta sombra de duda, sobre todo cuando nos dirigimos sin remedio a un punto en el que los intereses de partido van camino de ser contrarios a los intereses del país.
Le toca hacerse cargo de un partido político, que son más difíciles de gobernar que muchos ministerios. Tiene que hacer de un partido agreste, un partido fértil (para el país, se entiende). Tan abrumadora es la tarea, que se corre el riesgo de perderse en lo etéreo, de optar por la indefinición para sortear el trance hasta las siguientes elecciones. Para evitarlo, se puede empezar con responder a tres preguntas:
¿Qué es Ciudadanos?
Ciudadanos quiso ser el nuevo PP, pero sus votantes no, al menos el millón y medio que se fueron a la abstención, y los que sí quisieron, algo más de 740.000, optaron por votar al PP. Porque querer ser el PP es competir de lleno contra un partido de décadas, trayectoria e implantación, con un nuevo liderazgo brioso que se está esmerando por acoger en sus siglas a votantes que van desde el centro hasta el conservadurismo. El PP organizado y en movimiento es una maquinaria difícilmente superable en una competición a la que Ciudadanos, además, se presentaría con una estructura debilitada. Querer ser otra cosa exige pararse, pensar y definir un proyecto concreto. Y tal y como está hoy la política, no es claro cuál de las dos opciones es más arriesgada.
Optar por una u otra opción tiene mucho que ver con las expectativas. Si Arrimadas aspira a un partido mayoritario en el centro derecha, Ciudadanos será una cosa; si, por el contrario, aspira a recuperar el espíritu con el que se lanzó a la política nacional, Ciudadanos será un partido de centro capaz de eliminar la ecuación nacionalista en las aritméticas parlamentarias y, sobre todo, de investidura. Sea lo que sea, tendrá que ser algo concreto, algo que se puede categorizar. Optar por lo abstracto es contribuir al caótico paisanaje político nacional.
¿Por qué es útil Ciudadanos?
Ser útil en política es cada vez más difícil, porque cada vez se estrecha más y más el espacio de lo racional, que es lo único que puede alumbrar utilidad, y se ensancha más y más el de la víscera, que sólo genera indigestión. Observar el entorno, que suele ser un buen inicio, basta para detectar dos peligros que son dos oportunidades de utilidad: los nacionalismos y la degradación de la vida pública. Los hunos porque marcan el paso al Gobierno de la nación a golpe de extorsión y claudicación. La hotra, porque hace de la política un terreno embarrado del que los ciudadanos huyen cada vez más, negándole el préstamo de su atención para entregárselo al representante del particularismo (nacionalismos, regionalismos, localismos y demás ismos que se nos vayan ocurriendo). Si Ciudadanos puede encontrar en los hunos o en la hotra, alguna veta, dependerá de Arrimadas y de su capacidad.
¿Estaría dispuesto a coaligarse?
O lo que es lo mismo: ¿Estaría dispuesta Arrimadas a no ser candidata en las próximas elecciones generales? Si el interés general, si la utilidad para el país, estuviera en la negación de la pulsión de ambición (sana o insana, depende de cada uno) que tiene todo político, ¿estaría dispuesta? Sólo Dios sabe cómo estaremos o que quedará de nosotros para cuando toquen unas elecciones generales, pero planteárselo es un signo de desprecio por el interés particular y, sobre todo, de entrega al interés general. Y eso ya es mucho.
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