La ministra Belarra cerraba el final de la semana pasada con el anuncio de un sainete de posibles intervenciones a llevar a cabo por el Gobierno, o al menos una parte de él. Entre estas destacaban algunas viejas conocidas y otras interpretaciones de las mismas: fijar rentas máximas al alquiler, topar los tipos variables, imponer a ciertos productos precios máximos, … En definitiva, fijar todo lo posible para dar la impresión de que todo está controlado.
Es habitual que, en tiempos convulsos de precios desbocados, los que tienen la responsabilidad de actuar concentren buena parte de sus esfuerzos en medidas que necesitan poca planificación y preparación para existir. Los incentivos para ello son enormes. Por un lado tenemos una profunda crisis de precios que está afectando a millones de hogares de forma despiadada y cuya principal expresión viene dibujada por un aumento desaforado de no pocos precios de productos básicos. A continuación, miramos a quienes deben tomar las decisiones mientras les exigimos que hagan algo. En un mundo en el que la información llega a todos los dispositivos móviles, donde las redes sociales se usan de amplificadores para el pulso de la calle y donde las medidas de aprobación o desaprobación de los gobiernos son constantes, los incentivos para proponer, a veces, imposibles, otras veces, ocurrencias y en ocasiones ideas interesantes, son enormes. Estos incentivos generan, en un contexto de enorme incertidumbre, inflación intervencionista.
Dicho esto, hay que dejar claro desde un inicio que no toda intervención es negativa, ni mucho menos, y que buena parte de ella está justificada. Por ejemplo, sin entrar en los detalles sobre fallos del mercado, la pandemia nos ofrece un buen caladero de actuaciones que han tenido un saldo positivo en cuanto a sus resultados. Esta intervención, que obviamente no ha resultado gratis, tiene ejemplos de éxito en, por ejemplo, el sostenimiento de las rentas de los trabajadores y, aunque menos, en empresas. A la prueba que me remito fue la fulgurante recuperación en 2021.
Si un producto se encarece, hay que reducir su consumo, no subvencionarlo para que parezca que nada sucede. No limpiamos el patio, lo único que hacemos es esconder la suciedad
No cabe duda de que este relativo éxito económico ha generado una desproporcionada confianza entre los gestores de lo público que no han podido tener mejor campo de pruebas que una nueva crisis originada a rebufo de la anterior y ampliada por una guerra cruel. Sin embargo, este exceso de confianza no es aconsejable. La, a veces necesaria, premura en la toma de decisiones de muchas medidas, nos hacen ir por un camino fácil que no siempre ni es el mejor ni es el nos lleva al destino deseado.
No obstante, es justo separar las medidas por oportunidad y resultado. No todo han sido aciertos, desde luego, pero tampoco todo son errores. En primer lugar, las medidas más recurrentes, tanto en actuaciones como en propuestas, son las subvenciones a los precios en un entorno de fuerte subida de estos. Sabemos muy bien que no es esta la mejor receta para acabar con una inflación, más bien al contrario. Por cierto, bajar impuestos tienen un efecto similar en cuanto a dichas consecuencias.
Es los setenta, estos instrumentos de intervención se utilizaron con efectos perniciosos a largo plazo en las economías, y como ejemplo tenemos precisamente a España. Si un producto se encarece, hay que reducir su consumo, no subvencionarlo para que parezca que nada sucede. No limpiamos el patio, lo único que hacemos es esconder la suciedad mientras incentivamos su acumulación. Además, se corre el riesgo de que parte de la subvención o la bajada de impuestos acabe donde no debe, debilitando el efecto deseado. Sin embargo, y poniéndonos como ejemplo la famosa medida de los veinte céntimos, en la crítica deberíamos también ponernos en los zapatos de quienes tuvieron que tomar una decisión en aquellos días con una huelga de transporte, una subida exponencial de los precios de los carburantes y una economía que amenazaba por pararse.
La mera propuesta solo refleja la desesperación por hacer algo inmediato y no saber muy bien el qué. Al final se tira de fondo de armario y cogemos lo que vemos más fácil de poner, independientemente de si pega o no
Como segundo ejemplo podemos señalar a aquél con una reciente reverberación mediática resultado de una invasión competencial de una ministra con ganas de demostrar que se mueve. Poner límites máximos a precios de productos (ahora se dice “topar”) ha sido siempre el comodín del estado interventor ante una inflación galopante sin capacidad para controlarla. La mera propuesta solo refleja la desesperación por hacer algo inmediato y no saber muy bien el qué. Al final se tira de fondo de armario y cogemos lo que vemos más fácil de poner, independientemente de si pega o no. Si entre los economistas y el corpus de conocimiento que controlamos no hay demasiados consensos, sobre esto sí que lo hay. Los límites máximos a precios tienen una enorme capacidad de generar distorsiones intensas en los mercados que podrían tragarse cualquier efecto positivo que la mera intervención pudiera generar.
Obviamente no hablo de situaciones donde pudieran estar justificadas algunas intervenciones de esta naturaleza como son mercados en monopolio o de muy escasa competencia (se habla, con razón, de las mascarillas en el inicio de la pandemia), sino en aquellos que en principio responden a dicha competencia. Poner limites al alquiler, a las hipotecas, a precios de productos no es buena idea, ya que al final, o bien los ingresos que no se obtienen vía precios lo harán por otro lado o bien generan rupturas en la cadena de valor afectando a la oferta. Por eso, habitualmente, este tipo de medidas acaba generando otras medidas para paliar los efectos mismos de la intervención, como son las cartillas de racionamiento o, más actual, las listas públicas de acceso a un bien como puede ser un alquiler en grandes ciudades europeas. Podemos hablar también de posibles incentivos perversos en el mercado hipotecario, o en la competencia, ya que no toda empresa de un mercado puede soportar un límite, con lo que la medida estaría amplificando, por ejemplo, las razones que empujan a los precios a subir. Eso sin contar con posibles efectos redistributivos negativos.
Usar los ingresos “extraordinarios” que las administraciones obtienen a la subida de precios como rentas que se pueden transferir a aquellos más vulnerables no tiene tanto calado político porque tardaría meses en ser implementadas
Hay una tercera experiencia que es la de fijar topes al precio pagado por un producto, pero discriminando por oferentes, no al conjunto del mercado. Es el caso del tope al gas, donde se han “separado” los resultados del mercado en función de quién ofrece el producto. El objetivo es “vaciar”, parcialmente, el excedente del productor de un mercado minimizando las consecuencias negativas que genera un límite final al precio del producto y logrando una caída del precio medio. Las distorsiones pueden existir, obviamente, pero diferentes a los de un control directo de precios máximos.
Otras medidas de intervención más “eficientes” pero más complejas y que requieren un tiempo son o bien descartadas o desplazadas en momento y oportunidad. Es obvio, por ejemplo, que usar los ingresos “extraordinarios” que las administraciones obtienen a la subida de precios como rentas que se pueden transferir a aquellos más vulnerables no tiene tanto calado político porque tardaría meses en ser implementadas, y la política se ha convertido en el rédito a corto plazo. El ajuste del IMV va en este sentido, pero tiene muy baja potencia de fuego. Otras medidas, como son la defensa de la competencia para evitar aumentos desproporcionados de márgenes que puedan erosionar las rentas de los consumidores tampoco tienen publicidad y resonancia, pues por razones ideológicas o de oportunidad no responden a la llamada desesperada de quienes no pueden dedicar mas recursos a pagar una cesta de la compra. Y esta ya se hace, pero no genera titulares.
En definitiva, razones de necesidad y oportunidad generan incentivos a aplicar en momentos complejos políticas que pueden tener buenos, medios o malos resultados. Sin embargo, a veces se opta por la miopía, en ensalzar los resultados a corto plazo y no mirar qué sucede en el medio y largo. El problema es que, en no pocas ocasiones, podemos estar ya no solo trasladando el problema en la dimensión del espacio-tiempo sino además podemos estar engordándolo. Pero es lo que hay, una dialéctica entre oportunidad/necesidad contra racionalidad académica. Y las “amenazas” de las elecciones inclinan la victoria al primer grupo.
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