Hará quince años, di un curso en una oenegé desconocida cuya sede estaba en un palacete que sus fundadores tenían en Madrid. En él se diseñaban las obras de caridad que después, y con ayuda del voluntariado, los empleados desarrollaban en los peores barrios de la capital. Durante mucho tiempo habían podido trabajar gracias a las cuotas y donaciones de los afiliados y, sobre todo, a las subvenciones; pero a raíz de que estallara la crisis inmobiliaria, el número de pobres se había multiplicado y muchos grifos se habían cerrado; de modo que los jefes dieron la orden de salir a pedir dinero también a las empresas. A esa tarea ahora se la llama captación de fondos o fundraising.
Enviaban sus dosieres a muchos sitios, pero rara vez llegaban a ser recibidos y nunca conseguían su propósito. Y preocupados por aquel fracaso, nos contrataron para que les enseñáramos a comunicarse con las grandes corporaciones —la presidenta Begoña no ha inventado nada que no estuviera ya inventado—. Para preparar aquel curso, estudiamos la documentación con la que intentaban abrirse paso en el sector privado, ese en el que no hay políticos amigos del jefe, formularios con instrucciones ni funcionarios infinitos. Descubrí entonces que muchos de los proyectos que presentaban eran meras ocurrencias mal explicadas y peor planificadas; y que quienes las habían ideado y llevado al papel —gente cuyo trabajo consistía en sacarse cosas de la manga para que los pobres dejasen de ser tan pobres— no sabían estructurar la información ni resumir los objetivos de cada propuesta en tres o cuatro puntos. Pretendían sablear a las empresas con dosieres caóticos que podían llegar a tener hasta 50 o 60 páginas —escritas en ese lenguaje vacío y farragoso propio de coachs de medio pelo— que nadie iba a leerse. Pensar en las subvenciones que habían administrado hasta entonces daba vértigo. Y coraje, mucho coraje.
Aquel sindiós comunicativo evidenciaba que ni siquiera tenían claro qué querían hacer con el dinero que estaban pidiendo; tendríamos que enseñarles a utilizar la escritura como herramienta para organizar el pensamiento. Pero para arreglar algo en cualquier organización, ya sea una empresa de software o una protectora de ballenas, primero hay que entender qué está fallando. Así que, para que fueran conscientes del problema, el segundo día de clase troceé uno de los proyectos, repartí una parte a cada grupo y les pedí que subrayaran todo lo que pareciera un objetivo. Aunque en teoría sólo debería haber objetivos en el apartado homónimo, comprobaron que, para su sorpresa, había 23, repartidos a lo largo de 30 interminables páginas.
¿Ha habido algún otro máster que haya recibido tanta publicidad gratuita en medios, webs y redes sociales? ¿Sabríamos todos de la existencia de dicho máster si lo dirigiera una mujer que estuviera casada con un hombre anónimo?
Me acordé de ellos el otro día, cuando el tropiezo de Bego Fundraiser en la presentación de su máster de captación de fondos se hacía viral, mírala que tonta cómo se trabuca. Pero después de ver la intervención completa se me quitaron las ganas de reírme: no sé si es peor la falta de profesionalidad de antaño o la profesionalización que pretende representar doña Pichona. Aunque se nota que la han estado preparando para su evento publicitario, sigue siendo una pésima oradora: “…desde el Pacto para el Futuro, se va a desarrollar una Oficina de la Juventud. ¿Para qué? Para desarrollar el Pacto del Futuro”. Pero, a pesar de sus limitaciones, un espectador atento puede inferir de sus palabras que el Tercer Sector —el tinglado de las oenegés— está aquí para quedarse. Incluso tienen su propia asociación de fundraising, en la que, por supuesto, está anunciado el máster de la Complutense. ¿Ha habido algún otro máster que haya recibido tanta publicidad gratuita en medios, webs y redes sociales? ¿Sabríamos todos de la existencia de dicho máster si lo dirigiera una mujer que estuviera casada con un hombre anónimo?
Si el objetivo de estas asociaciones fuera acabar con la pobreza, Begoña nos habría hablado de los éxitos conseguidos, de la cantidad de pueblos africanos en los que la gente ya no tiene que emigrar y de las medidas que van a implementar para que ningún mena tenga que echarse al mar para llegar a Europa. Pero el objetivo de la industria del Tercer Sector —y especialmente la relacionada con la inmigración— no es ayudar a los pobres, sino llevarse toda nuestra riqueza. Eso a Begoña, que parece aspirar a un carguito en la ONU tan relajado y bien pagado como el de Bibiana Aído, le importa un pimiento. No ha estado ensayando todo el verano para contarnos la verdad, sino para convencer a sus potenciales alumnos —trabajadores de oenegés— de que ella puede enseñarles a comunicarse con un nuevo nicho de clientes que está sin explotar: los jóvenes.
'Influencers' de la justicia social
Al parecer, sólo hay que salir a Tik Tok para prometer a los chavales que pueden convertirse en influencers de la justicia social. Entonces no sólo se afiliarán a las oenegés, sino que, además, trabajarán gratis como voluntarios mientras quienes mueven los hilos se llevan la pasta. Y quién sabe, con el tiempo algunos jóvenes lleguen a tener algún carguito y forrarse ellos también. Lo mismo que han hecho siempre los trepas de las nuevas generaciones de los partidos políticos, pero al margen del control del Parlamento.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación