Los argentinos tienen un magnífico país gestionado por unos pésimos dirigentes. Quizás sea esa la razón por la que han desarrollado tanta creatividad a la hora de criticar. Ese especial talento se manifiesta, entre otras artes, en su cine, uno de los más reconocidos internacionalmente de todo el mundo hispanohablante. Sin grandes y costosas puestas en escena y recurriendo a lo que más valoramos los amantes de la literatura, elaboran unos excelentes guiones llenos de originalidad y sutileza. La jugada les sale redonda desde el momento en que una sólida escuela de actores le da vida, de una forma absolutamente creíble y magistral, a sus sorprendentes y
variopintos personajes.
No te sumerges en la película, ni tan siquiera en el personaje o, si me apuran, en su psique. Te sumerges en su trastorno, te empapas de su irracionalidad
Pues bien, la semana pasada me sentí absolutamente identificada con uno de ellos. Y pasé hasta miedo de mi misma. Les cuento… Hace ya nueve años que Damián Szifron dirigió Relatos Salvajes. No digo que es un peliculón porque en realidad no se trata de una, sino de seis, las magníficas historias que articula. Si bien se trata de narraciones independientes, todas están conectadas por un denominador común que hace de aglutinante. Este nexo consiste, básicamente, en lo que personas absolutamente normales, juiciosas, educadas, respetuosas y honestas podemos llegar a hacer en un momento de desesperación. Y lo que se llega a hacer justifica plenamente el título porque es la manifestación más salvaje de la personalidad de cada
uno de sus protagonistas.
Desde mi punto de vista, la maestría de la película no está en los relatos en sí (aunque son realmente buenos) sino en cómo la interacción de guionista, actores y director te hacen identificarte con esos neosalvajes. Tú, ciudadana perfecta y equilibrada, terminas sintiendo como el bárbaro, motivándote como el cruel y aplaudiendo al absoluto energúmeno en que se ha ido convirtiendo el protagonista de cada historia. Porque la empatía es total. No te sumerges en la película, ni tan siquiera en el personaje o, si me apuran, en su psique. Te sumerges en su trastorno, te empapas de su irracionalidad. Te sorprendes a ti mismo jaleando y aplaudiendo mentalmente la insensatez más bestial y lo haces hasta tal punto que temes haber perdido, tú también, la
cordura.
Mi relato favorito es, sin duda, el del “ingeniero bombita”. Por si no han visto la peli (ya están tardando) les hago un resumen/spoiler exprés: a un ingeniero experto en explosivos se le concatena tal cúmulo de situaciones negativas que termina perdiendo el trabajo, el matrimonio, la custodia de su hija y su propia libertad. Y todo porque las normativas, la burocracia, la hipocresía y la ineficiencia de la administración pública lo llevan a un paroxismo, tan surrealista y absurdo, que hace que termine haciendo estallar voluntariamente los explosivos que llevaba en su coche (por trabajo) en el depósito de la grúa. Les aseguro que la identificación emocional con el ingeniero Bombita (que así empiezan a llamarlo) termina siendo total y absoluta. La cosa es que hacía años que no veía la película pero mi inaudita vivencia de la semana pasada hizo que Ricardo Darín aflorara a mi memoria con una nitidez meridiana. Les cuento.
Anulo el trabajo de esa mañana, busco el imposible aparcamiento, mepresento en la oficina de marras y me dicen que no es posible atenderme sin cita previa
Tenía que solucionar lo que yo creía un pequeño trámite burocrático para validar una prescripción médica para mi madre (que, además de 88 años y movilidad más que reducida, no tiene la posibilidad de hacer la gestión por internet, como la inmensa mayoría de personas de su edad). Pensé que era cuestión de un minuto puesto que solo era sellar un volante. Anulo el trabajo de esa mañana, busco el imposible aparcamiento, me presento en la oficina de marras y me dicen que no es posible atenderme sin cita previa. Como no había nadie más y ya que estaba allí, propongo solicitar la cita para ese momento. Por supuesto me la niegan y me dicen que la tengo que hacer por internet.
Cojo el teléfono y me dicen que no es factible porque hay que hacerlo con un mínimo de 24 horas de antelación. Con la sensación de que el único objetivo era hacerme inviable una solución pero disimulando absolutamente las ganas de estrangular a la señora que me estaba atendiendo, saco mis mejores formas (que les aseguro que son de una exquisitez excelsa) y le informo de que me va a ser imposible volver al día siguiente y que mi madre necesitaba resolver la gestión. Le propongo hacer una excepción a esa norma (evitando anteponer al sustantivo el calificativo de “estúpida”, “absurda” o “irracional”, que cualquiera de los tres hubiera sido igualmente procedente), a lo que la señora se niega y poco menos que me acusa de incitarla a la prevaricación.
Sin dar crédito a lo que oía y mirando la bandeja de su escritorio donde estaba depositado el correo acumulado, la templanza de mis ejercicios de yoga mantenidos durante años me abandona definitivamente
Haciendo un ejercicio de contención digno de hagiografía y anteponiendo a todo la necesidad de conseguir mi objetivo, le solicito, amablemente y ejecutando una representación escénica digna de, al menos, un Goya a la actriz revelación, una solución. He aquí la solución: que lo envíe por correo postal. Sin dar crédito a lo que oía y mirando la bandeja de su escritorio donde estaba depositado el correo acumulado, la templanza de mis ejercicios de yoga mantenidos durante años me abandona definitivamente y le digo si no es lo mismo que poner la receta, directamente, sobre su bandejita de las cartas del día.
La señora se ofende, me despide agarrándose a la normativa post SARS-CoV-2 y me muestra la fachada de la oficina de correos que está precisamente, en la acera de enfrente en la misma calle. El ingeniero Bombita, que estaba desde hace rato intentando abducir mi espíritu, entra definitivamente en mi cuerpo y salgo hecha una exhalación. Deseando que un rayo desintegre la oficina, volatilice los ordenadores y carbonice a sus ocupantes, cruzo la calle cegada por la indignación sin reparar en el semáforo y llevándome una más que merecida pitada atronadora de la conductora que, haciendo una demostración de pericia al volante que ni en el París-Dakar, evita que pase al estado bidimensional en un suspiro.
El funcionario, cuando escribo la dirección, me dice (muy considerado él) que si no sé que voy a mandar la carta a esta misma calle, por si no me renta más que la entregue en mano
Llego a Correos, aguanto una cola de cerca de una hora y soporto que la persona que atiende sin levantar la cabeza me llame señor (creo que, en realidad, mi cara ya había sufrido la mutación completa a la de Ricardo Darín). El funcionario, cuando escribo la dirección, me dice (muy considerado él) que si no sé que voy a mandar la carta a esta misma calle, por si no me renta más que la entregue en mano (puesto que solo tengo que cruzar el semáforo). No doy más explicaciones que un “No, gracias”, a sabiendas de que el que me estaba atendiendo pensaba, con un 100% de posibilidades, que la señora a la que estaba atendiendo era de red neuronal limitada.
Vuelvo a mi coche, ofuscada, derrotada, asombrada ante tamaña incongruencia, y sintiéndome carne de cámara oculta, cuando compruebo que el tiempo del parquímetro abonado ha sido sobrepasado en más de una hora. Cojo la multa del limpiaparabrisas, miro el importe, la vuelvo a colocar en el mismo sitio (no fuera a ser que me pusiesen otra) y decido ponerme el mundo por montera. Busco el bar más cercano me siento a tomarme una cerveza. Sonrío al camarero, que se queda estupefacto cuando alzo la copa y brindo a la salud del ingeniero Bombita. No saben cómo agradezco ser profesora universitaria y no un especialista en demoliciones explosivas…
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