Tengo ciento treinta mil seguidores en mi cuenta de X (antes Twitter), número que se puede considerar grande comparado con otras que sólo tienen unas pocas decenas, pero una nimiedad al lado del millón doscientos mil de personajes de la prensa del corazón como Belén Esteban o de los dos millones y medio de escritores de éxito como Arturo Pérez Reverte y, saliendo de nuestras fronteras, qué decir de los noventa y cinco millones de cantantes idolatradas como Taylor Swift o de los once millones trescientos mil de deportistas olímpicas como Rebeca Andrade. Las llamadas redes sociales son un vasto mundo inmaterial donde una ingente multitud de habitantes del globo expresan sus opiniones, debaten entre sí, intercambian información, se increpan, se elogian, se exhiben o se cancelan. Y este trasiego constante y frenético de textos e imágenes, tan impactante en ocasiones como efímero casi siempre, se produce al margen de los canales formales de comunicación, prensa, radio o televisión.
A diferencia de lo que sucede en los medios convencionales, en los que el lenguaje es habitualmente correcto y se intenta, por lo menos en apariencia, que los hechos sean verificables y los argumentos se presenten con visos de racionalidad, en las redes rige la ley de la selva, es decir, la ausencia de normas, y en su continuo burbujeo de noticias, chismes, puntos de vista, coincidencias y discrepancias, abundan alarmantemente las descalificaciones más groseras, los insultos más soeces y la absoluta falta de contención en la elección del léxico, siendo frecuentes también el bulo descarado, la mentira sin paliativos o la intoxicación malévola. Nada parece operar en la tupida malla electrónica de las plataformas que garantice la objetividad, el respeto al que piensa diferente o la adhesión a la verdad. Por el contrario, en su ebullición desbordante, sus usuarios se entregan sin freno a la satisfacción de sus más bajos instintos, a comentarios de una crueldad lacerante o a procacidades increíbles, protegidos en muchas ocasiones por un anonimato que les asegura la impunidad de tales desmanes. No reproduzco las cosas que he leído en no pocos comentarios a mis posts, invariablemente mesurados en su vocabulario y con recurso a veces a la ironía, método de interacción intelectual entre seres humanos propio de civilizaciones avanzadas y homenaje tácito a las entendederas del interlocutor, porque el pudor me lo impide. Las referencias a mi edad, a mi ubicación ideológica, a mi capacidad cerebral o al atentado que sufrí hace diez meses en el que salvé milagrosamente la vida, pueden alcanzar cotas de inhumanidad, zafiedad u odio desatado, que no pongo aquí negro sobre blanco para no herir la sensibilidad del lector y provocarle quizá náuseas morales con efectos físicos sobre su sistema digestivo.
Una posible respuesta a este vericueto sería el registro del DNI del usuario por parte de la plataforma correspondiente, dato que no conocería el público, pero que en caso de ilícito penal sí podría ser reclamado por un juez
No cabe duda de que semejantes barbaridades no tendrían lugar si no se escudasen tras el muro impenetrable de un seudónimo y la ocultación de la identidad del energúmeno o el psicópata de turno. La polémica recurrentemente avivada sobre la necesidad de una regulación de los delitos en las redes que complementen las previsiones ya existentes en el Código Penal vigente sobre la protección al honor, la intimidad, la privacidad y la dignidad de los ciudadanos, no acaba de desembocar en una posición mayoritaria y los partidos políticos, los creadores de opinión y los juristas plantean diferentes e incluso contrapuestas perspectivas que dificultan la toma de medidas efectivas contra esta plaga insufrible.
Un enfoque similar al de los datos fiscales
El argumento de que la exposición de la identidad del usuario de las redes le pondría en riesgo de represalias de todo tipo por parte de individuos o grupos extremistas o de las autoridades -caso bastante probable con los gobiernos central o autonómicos de corte nacionalista como los que padecemos- no puede ser ignorado porque es de peso. Sin embargo, la solución no debe ser la jungla sin límites. En este contexto de búsqueda de un equilibrio sensato, una posible respuesta a este vericueto sería el registro del DNI del usuario por parte de la plataforma correspondiente, dato que no conocería el público, pero que en caso de ilícito penal sí podría ser reclamado por un juez. Se trataría de dar a este tema un enfoque similar al aplicado al manejo de los datos fiscales, que la Agencia Tributaria custodia y que la justicia puede exigir, pero cuya publicación es ilegal.
La libertad de expresión es un principio sacrosanto de las sociedades democráticas y una de las primeras en ser vulneradas por los tiranos, pero eso no obsta a que haya de ejercerse bajo condiciones de contorno que no dejen a los individuos a la intemperie sin blindaje legal alguno contra la injuria desquiciada o la calumnia venenosa.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación