Usted va caminando tranquilamente por la calle, de camino a casa después de cenar con un buen amigo, y lo siguiente que recuerda es que está tumbado en la acera, boca arriba. Lo rodean rostros desconocidos con gesto de preocupación. Oye ruidos y voces pero no sabe bien. Va recuperando la conexión perdida y muy pronto siente un intenso dolor en la parte derecha de la cabeza. Unos minutos después aparece una ambulancia con su habitual estrépito de luces. Alguien le sonríe con dulzura y le pone en la mano las viejas gafas, que han sobrevivido a tantas batallas pero que esta vez se han roto para siempre. Le suben a la ambulancia. Usted ha sufrido un desmayo, un fallo cardiaco que le ha sacado del mundo durante unos minutos, no tiene idea de cuántos. Se encuentra bien (salvo el trastazo en la cabeza) pero, como es natural, le llevan al hospital.
Esto que sigue es un (forzosamente) breve manual de instrucciones para no perder la entereza en un lugar así, cosa nada fácil. Lo primero que usted necesita saber es que un hospital público español, sobre todo si es grande, es un lugar en el que trabajan personas, muchísimas personas, yo creo que nadie sabe en realidad cuántas; personas que tienen maneras de ser diferentes, grados de paciencia muy diversos y caracteres desiguales entre sí; personas que son eso, personas: seres humanos, no sirvientes ni camareros ni dioses con bata blanca ni autómatas ni burócratas. No los tome por nada de eso porque el asunto no irá bien.
Pero tenga en cuenta una cosa fundamental: la práctica totalidad de esas personas a las que, desde que empezó la pandemia, hemos dado en llamar “sanitarios”, muchos de ellas mal pagados y que trabajan demasiadas horas, están allí porque quieren. Podrían haber buscado otro trabajo más sencillo o más cómodo, pero no lo han hecho. ¿Por qué no? Pues porque hay una importantísima dosis de vocación en todos ellos, desde las señoras que pasan la fregona hasta la innumerable cantidad de cardiólogos que le atenderán en estos días (recuerde, le ha fallado el corazón), desde los mocetones que empujan su cama o su silla de ruedas hasta las enfermeras que le tomarán la tensión unas ochenta veces diarias.
Todos están de su parte, entienda bien esto. Todos pretenden ayudarle. Todos quieren (lo mismo que usted) verle salir por la puerta, recuperado, lo antes posible. No hay enemigos allí. Así que haga el favor: tenga paciencia, toda la paciencia del mundo, porque son muchos, muchísimos, y todos distintos, y no siempre saben todos lo mismo sobre usted, y por eso muchos de ellos le preguntarán lo mismo cien veces. Sea comprensivo y ayúdeles a que le ayuden. Porque esto es lo fundamental: todos, sin excepción, saben que usted está nervioso, se siente desvalido y tiene miedo. Eh: lo tiene, lo admita o no.
El tiempo, en un hospital y más en Urgencias, funciona con muchísima más lentitud que en cualquier otro lugar de nuestro planeta, cosa lógica cuando hay pocas personas encargadas de atender a una multitud
Se me ocurre que un gran hospital es parecido a la Tierra Media de Tolkien. Hay allí muchas regiones diferentes, unas más ásperas que otras, pobladas por seres de comportamientos desiguales. Eso sí: no hay orcos ni trolls, menos mal. Ninguno. Urgencias, que es el lugar al que le llevarán nada más llegar, podría ser algo así como las Montañas Nubladas: una tierra áspera gobernada por seres en permanente tensión que hacen lo que pueden, porque hay muchísima gente allí y, en ese trance, lo mejor que pueden hacer es atenerse a las Normas. Y las Normas están hechas para todos, no para cada uno de los que por allí pasan. Así que no grite, por favor; ya grita demasiada gente que, como usted, tiene miedo además de dolor. Si padece de la próstata o le asalta una urgencia intestinal, avise con todo el tiempo que pueda porque es probable que se produzcan situaciones francamente desagradables. Limítese a esperar y sepa que el tiempo, en un hospital y más en Urgencias, funciona con muchísima más lentitud que en cualquier otro lugar de nuestro planeta, cosa lógica cuando hay pocas personas encargadas de atender a una multitud. No tenga ni aparente prisa. No ponga las cosas peor de lo que ya están.
Luego le subirán a la planta correspondiente y ahí cambia todo. Es como La Comarca o como Rivendel, la tierra de los elfos. De inmediato la vida se llena de luz, de sonrisas, de enfermeras y de esperanza. Ya hay cuarto de baño, ya hay un botoncito para pedir ayuda, ya puede encender o apagar la luz: son cosas cotidianas que, de pronto, se vuelven valiosísimas. Advertirá muy pronto que las enfermeras y enfermeros le sonríen todo el tiempo, le tratan con optimismo y sobre todo ellas, le hablan con una sobredosis de diminutivos: buscarán una venita para darle un pinchacito pequeño que le dolerá solo un poquito, todo así; es su manera de desdramatizar y de comportarse amablemente. No trate de entender por qué entre ellas hablan en un tono de voz normal y corriente pero, cuando se dirigen a usted, elevan muchísimo ese tono y le hablan como si fuese sordo, o sordito. Eso es un misterio y además es una tontería, así que no le dé importancia porque no la tiene.
Tenga mucho, muchísimo cuidado con el móvil. Y sobre todo con el jodío guasap. La gente que está fuera, en el mundo que habitaba usted antes del fallo cardiaco (y al que espera volver pronto, prontito) no es capaz de entender que usted está derribado en la cama de un hospital y le llamarán constantemente, lo machetearán a mensajes y esperarán, como es normal, que usted conteste a todo de inmediato y que mantenga largos diálogos a base de mensajitos. No haga eso, ¡no lo haga! Avise a dos o tres personas, encárgueles que comuniquen a los demás su situación y olvídese del mundo, porque usted, lo note o no, lo admita o no, está pasando un trance lleno de tensión, de preocupación y –repitamos esto– de miedo. No puede ocuparse de los demás. Déjese de historias: no puede.
Olvídese de Putin y de su repajolera madre, del precio de la luz, del jodío banco que le ha bloqueado la tarjeta (las desgracias nunca vienen solas, es bien sabido) y hasta de la Champions, aunque sé que es mucho pedir. Pero aproveche las larguísimas horas para leer. Dos ejemplos: Las leyes de la frontera, de Javier Cercas, una novela sencillamente magistral que usted no podrá comprender cómo no había leído antes y que seguramente volverá a empezar en cuanto la termine (casi 400 páginas: día y medio), y Viajes secretos con mis hijas y otros que no lo son, una maravilla que ha escrito mi hermano Guillermo de Miguel Amieva y que ha publicado Plaza Abierta: escápese por ahí hacia los espacios exteriores o interiores, imagine, sueñe y disfrute. No tenga prisa.
Sonría como le sonríen a usted. Eso hace que todo vaya mejor. Y procure llamar a todos (enfermeras, celadores, médicos) por su nombre. Hable con ellos, pregúnteles por su vida, muestre interés
No tenga prisa porque le va a dar igual. Le pegarán cables y electrodos y vesanias por todo el pecho. Bueno, es así. Le harán pruebas, ecografías, escáneres de ciencia ficción. Le traerán y le llevarán, impúdicamente ataviado con un blusón que apenas se abrocha por detrás, por interminables pasillos en los que hay personas correctamente vestidas que le mirarán con cierto pánico. Haga de la necesidad virtud: pregúntele al celador que le acarrea si es capaz de derrapar en las curvas; eso le hará reír y tanto él como usted se sentirán mejor. Le atenderá un ilustre cardiólogo cada día (hay como veinte cardiólogos: hágase cargo) y le pedirá que le vuelva a contar, desde el principio, qué le pasó: es el momento de usar su imaginación y adornar la historia, pero no se pase porque hay pocas cosas peores para un paciente del corazón que un cardiólogo alarmado. Sonría. Sonría como le sonríen a usted. Eso hace que todo vaya mejor. Y procure llamar a todos (enfermeras, celadores, médicos) por su nombre. Hable con ellos, pregúnteles por su vida, muestre interés, que es lo que ellos hacen con usted. Eso también ayuda.
Cuando por fin le den el alta, contenga su irrefrenable impulso de ponerse a saltar, a bailar, a cantar el Aleluya de Haendel o de arrancarse usted mismo la vía intravenosa que le han puesto a la muñeca, y que le está dando pena de cruz. Sencillamente, dé las gracias. Y dos besos, si puede ser. Lo han hecho bien. Siempre lo hacen bien. Son unas personas maravillosas.
Y por favor, por favor: cuando ya haya recuperado la libertad y sus amigos y familiares le repitan uno tras otro, por septingentésima vez, esa frase irritante como arañar un encerado: “Y ahora, Luisito, haz el favor de empezar a cuidarte”, ni se le ocurra decirles lo que está pensando. Ni agredirles tampoco. Primero, porque eso no está bien. Y segundo, porque tienen razón, coño. Y se lo dicen no solo porque se sienten superiores a usted (que también, ¿eh? Que también) sino porque le quieren. Y eso es lo más importante que hay en esta vida. Me atrevería a decir que más importante que la vida misma.
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