Aquel encontronazo se arrastraba ya desde abril, y solamente algo tan diminuto pero tan temido como es el coronavirus podía haberlo retrasado. Cuando la presidenta del Congreso estadounidense, Nancy Pelosi, dio positivo en covid-19 ese mismo mes, el viaje que tenía planeado por el sudeste asiático quedó varado en un tenso standby; tenso porque la prensa japonesa y taiwanesa habían filtrado que Pelosi visitaría también la isla de Taiwán, que China reclama como parte de su territorio. Y esto había suscitado las iras de Pekín.
Ahora, el drama se repitió; amplificado. Hace cosa de medio mes, volvió a filtrarse la noticia de que Pelosi, cuyo tour asiático había sido reprogramado para comienzos de agosto- pisaría Taiwán en algún momento. El presidente chino, Xi Jinping, lanzó una amenaza sombría: "Aquellos que juegan con fuego perecen en él". Mientras tanto, su Ministro de Exteriores, en un raro despliegue de agresividad, recomendó "no convertirse en el enemigo de 1400 millones de chinos."
Pero ni sus advertencias ni el coronavirus pudieron impedirlo en esta ocasión. El 2 de agosto, el gigantesco avión blanco y azul de la USAAF que transportaba a Pelosi, tras visitar Singapur y Malasia, introdujo un nuevo destino apenas 30 minutos antes de aterrizar: el aeropuerto Songshan de Taipei, capital de Taiwán. Los cazas taiwaneses se apresuraron a escoltarlo hasta su destino. A su llegada, el edificio más alto de la capital, una gigantesca espiga puntiaguda de metal conocida como el "Taipei 101", se iluminó con mensajes de bienvenida. Los chinos reaccionaron de manera menos cálida aunque mucho más acalorada.
Si ya habían iniciado maniobras militares como respuesta a los rumores previos, ahora estas se multiplicaron en una escalada alarmante hasta escenificar lo que parecía un ensayo de bloqueo a la isla; una clara advertencia al gobierno de la misma. Los navíos grisáceos de la marina china se acercaron demasiado a las costas de Taiwán, jugando al gato y al ratón con los buques taiwaneses. Por primera vez en la Historia, las estelas humeantes de misiles balísticos chinos cruzaron, en un siniestro arco, los cielos de la isla.
Pelosi no ha sido la primera en visitar Taiwán
Pelosi, curiosamente, no ha sido la primera presidenta del Congreso en visitar Taiwán. En marzo de 1997 lo hizo Newt Gringich, un republicano de pelo característicamente plateado que había capitaneado la ofensiva política que logró arrebatar a los demócratas la Cámara Baja por primera vez en cuatro décadas; aunque estos mantenían aún la Casa Blanca. Gringich, en declaraciones anteriores, había anunciado que EEUU defendería militarmente a Taiwán si China la atacaba, cosa que hizo atragantarse a no pocos políticos en Washington. Ahora, se presentó en Taiwán por su cuenta y riesgo, en medio de una gira asiática. China, sin embargo, no era aún una superpotencia y, tras una reunión previa (en la que Gringich amenazó con no incluir a Pekín en su itinerario de visita), Pekín decidió no agitar las aguas de la amistad internacional. La Casa Blanca, por su parte, se desentendió rápidamente y recordó que Gringich actuaba a título personal.
Un cuarto de siglo después, China había cambiado. Era una superpotencia pujante y prepotente, cuya fuerza económica estaba superando poco a poco a la de EEUU, y cuyo músculo militar estaba cada vez más ejercitado, financiado y modernizado. Sus relaciones con EEUU, además, se habían deteriorado hasta el infinito. China edificaba fortificaciones en islas disputadas, sus cazas de combate hacían pasadas provocadoras cerca de las fuerzas americanas en la región, y EEUU la reconocía abiertamente como un "rival estratégico", todo ello en medio de un cruce de boicots y guerras comerciales por ambas partes.
En cuanto a Taiwán, la presión diplomática por parte de los chinos se había vuelto asfixiante -y notablemente exitosa-, y los aviones militares de Pekín bordeaban ruidosamente la isla: el récord fue de 150 cazas en cuatro tensos días de octubre de 2021. Irónicamente, la percepción del gobierno chino, según el propio Jefe del Estado Mayor norteamericano, era la de ver los crecientes gestos americanos de apoyo a Taiwán como parte de un plan para alterar en su contra el status legal de la isla.
Y es que este status era singularmente confuso. La rivalidad entre isla y continente había nacido durante los felices años veinte, cuando China no era más que un puzzle caótico de señores de la guerra rivales. Dos fuerzas organizadas emergieron en medio de aquel desorden: los nacionalistas y los comunistas. Tras colaborar brevemente, los nacionalistas se decidieron a ahogar a los comunistas en un sorpresivo baño de sangre en 1927, y estalló una cruel guerra civil entre ambos. Veinte años después (con alguna breve tregua entre medias para combatir la salvaje invasión japonesa), las guerrillas rurales de los comunistas lograron imponerse al gobierno nacionalista -cuya gestión del país no había sido particularmente brillante y cuyas sensibilidades sociales dejaban mucho que desear- y fundaron en 1949 la República Popular China. Acorralados, los nacionalistas se refugiaron en la modesta isla de Taiwán. Cada bando, entonces, procedió a instaurar su propia dictadura y ambos regímenes juraron "recuperar" el territorio caído en manos del otro.
Como baluarte anticomunista en plena Guerra Fría, Taiwán pudo protegerse bajo los faldones de la flota americana. Es más: por primera y última vez en su historia, fue visitada por un presidente de EEUU; Dwight Eisenhower, que lució su ancha sonrisa y su pelo blanco en Taipei, dándose un verdadero baño de masas en coche descubierto. El régimen comunista chino, por su parte, mostró su desacuerdo descargando 85.965 proyectiles de artillería contra la población de un archipiélago taiwanés cercano.
Como baluarte anticomunista en plena Guerra Fría, Taiwán pudo protegerse bajo los faldones de la flota americana
EEUU no reconocía a la China comunista como país legítimo (y su veto impedía que esta pudiera sentarse en el asiento que le correspondía en la ONU, ocupado por la diminuta Taiwán) pero, en 1979, todo esto iba a cambiar. Washington reconoció a Pekín, y Taiwán quedó en un extraño limbo: legalmente, EEUU la consideraba como parte de China pero, en la práctica, seguía funcionando sin someterse a Pekín. Una ley americana expedida para la ocasión determinó que su futuro dentro de China sólo podría ser resuelto por medios pacíficos reservándose, además, el derecho a seguir suministrándole armamento defensivo.
Diez años más tarde, se produjo otro cambio; esta vez, en un ámbito diferente. Taiwán vivió una transición hacia la democracia, que culminó en 1996 en las primeras elecciones presidenciales. En China, sin embargo, los manifestantes a favor de la democracia se encontraron con una gran muralla de tanques en la inmensa Plaza de Tiannamen. Miles de personas fueron masacradas sin contemplaciones.
Así quedó Taiwán: una democracia flotando a orillas de una dictadura que la reclamaba. La amplia mayoría de los taiwaneses, en la actualidad, favorece mantener ese delicado y ambiguo status quo, sin fusionarse con la República Popular pero tampoco declarar oficialmente la independencia de la isla. De hacerlo, las consecuencias serían fáciles de imaginar y, pese a que algunos políticos americanos -el presidente Joe Biden incluido- hablan ocasionalmente de proteger militarmente a Taiwán en caso de ataque, lo cierto es que Washington mantiene la llamada "ambigüedad estratégica" al respecto: suficiente para intimidar a los chinos... sin provocarlos. A la hora de una invasión o un bloqueo, si EEUU interviniera, los analistas dudan seriamente de quién ganaría esa batalla; por no hablar del caos económico mundial resultante.
Volviendo al 2022, con las tensiones entre China y EEUU alcanzando máximos, lo cierto es que la decisión de Pelosi no podía llegar en peor momento para la Casa Blanca. Precisamente, Washington estaba buscando templar gaitas con China, tratando de convencerla para que dejara de ayudar a Rusia a sortear las sanciones internacionales, y llegando a plantearse -en medio de un fiero debate interno- si acabar con la guerra comercial que mantiene desde hace un lustro contra el país asiático; una que, al fin y al cabo, daña su propia economía.
El problema para la Casa Blanca era que -al contrario, por ejemplo, que en España- el poder legislativo (el Congreso) y el ejecutivo (la Presidencia) están totalmente separados. Y a pesar de que el presidente Joe Biden había colaborado codo con codo con Nancy Pelosi en innumerables asuntos de Estado, esta tenía su propia agenda al respecto: era la representante del distrito electoral número 12, en California, y siendo de origen asiático-americano más de un tercio de sus electores, Pelosi se había convertido para entonces en un referente a la hora de criticar y legislar en contra de los abusos del régimen chino.
Una fuente interna de la Administración filtró al Washington Post que varios funcionarios de Defensa e Inteligencia -incluyendo al Jefe del Estado Mayor- se habían reunido con Pelosi para advertirle de los riesgos de la visita. Aun así, añadió, "todo el mundo entendía que era su decisión." Pekín, sin embargo, se negaba a comprender el fenómeno de la separación de poderes; era una dictadura al fin y al cabo. "Tienen la capacidad de impedir que estos payasos actúen en Taiwán", protestó un alto funcionario chino que exigió anonimato para hablar con la prensa, como es habitual en el país, "pero una y otra vez, deciden no hacerlo."
La clave de la agresividad china, no obstante, probablemente se halle en algo que el público occidental está ignorando pero que supone el mayor cambio sufrido por el régimen chino en 40 años. China mantiene un régimen de partido comunista (único) aunque se haya pasado a un modelo de economía capitalista. Ahora bien, desde los ochenta, cada presidente tenía un límite de dos mandatos (diez años, en total). China buscaba alejarse así de dictaduras crueles y unipersonales como la de Mao Zedong. Cada presidente, entonces, promocionaba y designaba a un sucesor de forma ordenada.
En 2012, sin embargo, Xi Jinping llegó al poder. Su estilo iba a desviarse completamente del de su predecesor. Xi se volvió inmensamente popular persiguiendo la corrupción -que amenazaba la economía del país tanto como la reputación del partido único- y, desde entonces, más de 4 millones de militantes serían castigados. El organismo anticorrupción llegaría a tener su propio programa televisivo, Tolerancia Cero. Pero Xi tenía una agenda oculta. Aprovechó para incluir en aquellas redadas a todo oponente político que le surgiera al paso, de forma que nadie se atreviera ya a contradecirle públicamente. Xi unificó también la caótica seguridad nacional en un solo ente -totalmente opaco y tripulado por gente afín- y llenó el mapa de comités de vigilancia. Reprimió las protestas pro-democracia en Hong Kong y envió a las revoltosas minorías musulmanas de Xinjiang a unas vacaciones forzosas en lúgubres campos de internamiento. Finalmente, en 2018, Xi soltó su bomba política: logró cambiar la ley y eliminó de un plumazo el límite de mandatos. No se mencionaba a sucesor alguno. Xi preparaba su advenimiento.
Ahí reside el quid de la cuestión: el Congreso del Partido que le entronizará oficialmente, otorgándole ese tercer mandato, se celebrará este mismo otoño. Xi se presenta como el hombre fuerte que maneja el timón en tiempos de crisis, el que superó una pandemia y evitó la revuelta social de las minorías; maniobró hace un año, de hecho, para que el Partido le presentara como un líder histórico de la talla de Mao. En esta tarjeta de presentación, figura también el mostrarse como un mandatario decidido que responde con mano firme a las supuestas "provocaciones" en torno a Taiwán. Esa es la razón del despliegue bélico en torno a la isla. No es el preludio de una invasión, ni muchísimo menos. Esto, como ya hemos visto, sería totalmente impredecible para todos los implicados, y Xi necesita apartarse de lo impredecible. Por el contrario, es un teatro, un show espectacular destinado a convencer a los poderosos dignatarios del Partido (y a su propio pueblo) de que aclamen por unanimidad a un hombre que busca frenar en seco los mecanismos de la noria que eleva a los políticos chinos a las alturas de la presidencia. Y a este efecto, como bien dice el refrán, el show debe continuar.
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