La campaña electoral en Castilla y León ha impuesto como tema recurrente la “España Vaciada”, una de las ideas posmodernas más inocuas de los últimos años. Como si se tratara de alfalfa campestre se han aprestado todos los partidos a hincar la mandíbula y disimular el sabor acre con sonrisas de candidato. Durará poco pero sus efectos se mantendrán en la credulidad ciudadana, favorecidos por una mala conciencia que remite a nuestros ancestros. Casi todos tenemos en nuestro ADN un aldeano que llevamos con disimulo, sólo algunos consiguen darle la vuelta y convertirlo en postureo.
La invención del concepto “España Vaciada” lo facilita la renuncia al pasado real. Una España huérfana de historia donde sólo habita el presente y sus apelaciones fraternales. Soy alérgico a la prosa de Sergio del Molino por su vulgaridad y su filisteísmo, pero al parecer es quien vive del concepto y con éxito de oportunidades oficiales; como debe ser cuando se trata de aprovechar las ayudas de quienes otorgan subvenciones, viajes, “residencias creativas” -la última invención administrativa para ganapanes de la pluma.
Ningún partido político en liza se abstiene de alimentar el concepto; todos aspiran a sacar algo de ese vacío. Voluntariosos vendedores de crecepelo rural se animan a invertir su tiempo en una empresa política para aficionados que sólo puede traerles beneficios y ningún riesgo. Todo lo más habrán dilapidado los esfuerzos, pero crecerán sus menguadas posibilidades como intermediarios.
Dejémonos de disimular. Lo que ahora se da en llamar “España vaciada” es un proceso que nació con la migración y que se refiere a nombres y familias que no tuvieron otra oportunidad para sobrevivir a la miseria que abandonar los lugares donde nacieron. Otros lo hicieron porque jamás tendrían horizonte alguno que alcanzar si no venían a las ciudades donde existían instituciones tan insólitas en el medio rural como escuelas donde aprender, oficios en los que hacerse un hueco y hospitales donde no morirse. Nadie volvía de buena gana que no fuera de la mano del fracaso o de la Guardia Civil.
Lo que ahora se da en llamar “España vaciada” es un proceso que nació con la migración y que se refiere a nombres y familias que no tuvieron otra oportunidad para sobrevivir a la miseria que abandonar los lugares donde nacieron
Pero la vida provinciana no se vaciaba como las tormentas o las sequías si no porque las instituciones carecían de alicientes para que la gente se mantuviera en las aldeas. Había que alimentar el desarrollo, la industria, y así se curtieron generaciones enteras de hombres, primero solos, luego trayendo a los parientes, que surtieron de mano de obra a ese gran negocio selectivo que fue el franquismo. Hoy se han perdido hasta en la memoria de los historiadores, inmunes blanqueadores de presentes, los nombres que como una casta desposeída convivió con nuestra infancia urbanita.
Se les llamó “coreanos” en Asturias -la guerra de Corea terminó en el 53-, “maquetos” en el País Vasco, “charnegos” en Cataluña. Hoy resulta políticamente incorrecto mencionarlos, tanto para los hijos de los que se aprovecharon de aquellas olas humanas como por los nietos empoderados de la emigración que ahora se jactan de nacionalistas locales.
Pero la puntilla final a la despoblación rural es democrática y posfranquista. No es que les forzaran a irse, es que les abandonaron a su mala suerte. ¿Ya nadie se acuerda del ministro Solchaga cuando clausuró trenes y eliminó estaciones que ahora han quedado como las casetas de “peón caminero” de antaño? El que quiera moverse de un pueblo a otro que se compre un coche -así favorecerá la industria automovilística- y si no le alcanza, que migre; siempre le quedará algún autobús de línea que hará de diligencia antigua.
Yo hice el Camino de Santiago en los años 80 -un ateo en el Camino- y pasé por muchos pueblos abandonados del mundo, no de sus habitantes que sobrevivían gracias a una furgoneta y una farmacéutica que aparecían una vez por semana. Tenían Burgos, Palencia o León, a tiro de piedra pero no lo suficiente como para llegar caminando un día sí y otro también.
El mundo rural no murió, lo mataron. No se vació; vieron cómo se vaciaba y lo único que se les ocurría era publicitar a voluntariosos y efímeros neorrurales a que se instalaran en lo que la retórica decía “Ancha es Castilla”. Andalucía o Extremadura no eran menos anchas, pero tampoco estaban para vivir ni para volver más allá de los veranos de las evocaciones familiares.
Retirados los servicios sólo les quedó convertirse en robinsones forzados. Y ahora resulta que existen y dicen electoralmente ¡adelante! Enhorabuena, aunque sea una impostura de corto recorrido. Los cadáveres no se resucitan todo lo más hay quien experimenta con galvanizarlos. Nuestra cultura aldeana está muerta; hasta la palabra tiene un significado peyorativo. Destripaterrones es un calificativo tan en desuso que ya nadie se daría por enterado; habría que empezar describiendo qué es un terrón y no de azúcar.
El mundo rural no murió, lo mataron. No se vació; vieron cómo se vaciaba y lo único que se les ocurría era publicitar a voluntariosos y efímeros neorrurales a que se instalaran en lo que la retórica decía “Ancha es Castilla”
Al final siempre hay un recurso socorrido que ha puesto a nuestro alcance la civilización occidental. La declaración de Parque Temático a todo nuestro mundo rural. Franco lo hizo con una localidad salmantina obligando a sus habitantes a vestir como si fueran extras en una chabacana película medieval; desconozco si se mantiene, quiero creer que no porque ahora votan en las elecciones y eso impide algunos desmanes, o al menos los atenúa.
Un parque temático del abandono al que sometió el Estado durante un siglo, por quedarnos cortos. La sociedad lo aceptó como un mal necesario; lo de romper huevos si se quiere hacer una tortilla, pero lo llamativo, ahora que las comparaciones se han convertido en armas de argumentación, es que la Europa que nos sirve de referente no sufre una situación como la nuestra. Viajar fuera sin necesidad de ir a ganarse el condumio permite contemplar pueblos hermosos y ciudadanos sin resignación.
Como todo hay que decirlo en estos días de elogios engolados no se puede dejar de reseñar la funesta consecuencia de esa miseria recién superada y ese mal gusto robado a unas clases supuestamente superiores. El abandono y el desdén hacia las aldeas españolas se agravó con la fealdad de sus viviendas. Desterraron las esclavitudes de la pobreza y el atraso y consideraron la modernidad como una copia zarzuelera de las mansiones de los ricos. Resultó algo jamás denunciado por incorrecto, pero letal. La mayoría de nuestros pueblos, incluso los núcleos urbanos, se exhiben como escaparates contra el gusto y la modestia. Colgajos, como los partidos políticos que participan en este festival electoral del domingo y 13. Acabar en abandonados y feos resultan un mal binomio para la recuperación, por más que los salve en ocasiones la naturaleza que los rodea. Comer y salir corriendo a pasear. Pobre destino.