Todo apunta a que hoy sábado, Mariano Rajoy obtendrá la investidura como presidente del gobierno, con la abstención del PSOE. Ahora que, en mayor o menor medida, hay tres grandes partidos implicados, sería el momento oportuno para acometer las reformas que España necesita, unos cambios que distan de ser sencillos pues encontrarían enormes resistencias de grupos poderosos e influyentes. Las reformas requerirían, por ello, mucha valentía, arrojo, principios, generosidad y visión de futuro. Desgraciadamente, ni la forma ni el fondo del debate de investidura incitan al optimismo. Rajoy y Pablo Iglesias se erigieron como los dos grandes protagonistas. Y con ellos, el espectáculo de la confrontación, de la política venal, eclipsó el necesario acuerdo en pos del bien común, liquidando la razón.
Es cierto, o lo ha parecido, que Rajoy ganó a Iglesias, incluso, en argot pugilístico, lanzó algún que otro croché a la mandíbula del rival provocando su tambaleo. Sin embargo, los mejores momentos del candidato no provenían de ideas profundas, claras, ilusionantes sino de su proverbial socarronería. Humor y sorna bien administrados para entretenimiento del gran público, para satisfacción de los amantes de la polémica, de informadores en busca del titular sensacional. Así, de Iglesias sólo se recordará su calificación de “delincuentes potenciales” a todos los miembros de la cámara, de Rajoy su disposición a prestar su tractor o de Rafael Hernando los “cuatro millones de dólares” que arrojó a la cabeza de Iglesias. De Albert Rivera sólo ese “¡qué capullo, vaya gilipollas!” proferido en un arrebato. Y de un tal Joan Tardá su creencia de estar todavía en el siglo XX, como si acabaran de descongelarlo tras una larga criogenia.
De Albert Rivera sólo recordaremos ese “¡qué capullo, vaya gilipollas!” proferido en un arrebato. Y de un tal Joan Tardá su creencia de estar todavía en el siglo XX, como si acabaran de descongelarlo tras una larga criogenias
Sea como fuere, Mariano ganó, pero Pablo obtuvo lo que buscaba: relevancia. Logró que el candidato a presidente se empleara a fondo contra él, que echara mano de todos sus recursos. Como un luchador de judo, usó hábilmente ese empeño en su propio beneficio. Así, cuanto más se esforzaba Rajoy, más relevancia ganaba Iglesias. Desde este punto de vista, el líder de Podemos ha logrado su objetivo: convertirse de facto en el jefe de la oposición, pasando por encima del cuerpo de un PSOE descabezado. Pero también ganó Rajoy, porque polariza el debate contra un adversario al que cree haber tomado la medida. Es el triunfo de la confrontación donde prima el espectáculo, la gresca, el teatral antagonismo… y desaparecen las ideas.
Una teatral disputa barriobajera
Por más que se insista en que todo está cambiando, que asistimos a un momento histórico lleno de peligros pero también de oportunidades, en realidad continuamos como siempre. Y no nos referimos a la impostada dicotomía izquierda-derecha, donde unos convierten la palabra “progreso” en un fetiche con cualidades intangibles mientras otros adoptan el papel de protectores de la nación, para que, al final, todos se lancen en plancha para atrapar un gran pedazo de la tarta del presupuesto. Nadie parece caer en la cuenta de que un discurso de investidura no puede basarse en generalidades, en buenos propósitos. Tampoco en la enumeración de logros pasados o en la burda contraposición de una supuesta seguridad frente al amenazante peligro, sino en la exposición clara de la política que se va a aplicar en el futuro. El candidato debe pedir el voto con propuestas concretas y detalladas. No basta pregonar que nos jugamos mucho, que es urgente asegurar el futuro: hay que explicar con profundidad cómo se pretende lograr. Es ridículo afirmar que hay que cuadrar las cuentas y, a continuación, no detallar el método, escudándose en que todo depende de cómo evolucione la recaudación a lo largo del año. Si el candidato tiene un plan, debe exponerlo minuciosamente; aunque lo más probable es que no lo tenga.
Desgraciadamente, mucho prometer y prometo, buenos propósitos y aparente sensatez por parte de una de las bandas; y mucho referéndum, revolución, mucha democracia asamblearia y viaje a Ítaca en patera, por el otro. Pero todo humo. Espeso, de colores, espectacular, pero humo al fin y al cabo. Disputas barriobajeras, puñetazos y patadas dignas de una película de Bruce Lee, pero discursos sin concreción alguna. Escasez absoluta de ideas en unos personajes que probablemente carecen de capacidad para regentar una modesta panadería sin llevarla a la quiebra.
Los españoles vivimos bajo la bota de los intereses grupales, donde lo importante no es lo que eres sino al grupo al que perteneces
Los problemas de España son muchos y muy graves, y sus soluciones ni son sencillas ni tienen efecto inmediato. Pero esto no significa que debamos claudicar y solazarnos con espectáculos tan vacuos y lamentables como el descrito. Investir a un presidente y tener gobierno no es en sí lo fundamental. Lo importante es el plan, la política, las medidas. No es tiempo de generalidades, tampoco de hipérboles jactanciosas, menos aún de distraer al personal con reyertas de salón. Hay que dar un giro copernicano a la política porque España se nos va por el sumidero. Hemos evolucionado, de manera increíblemente veloz, hacia un sistema cerrado, marcado por los privilegios, el intercambio de favores, la discriminación. Nos hemos alejado de la igualdad ante la ley, de la selección óptima basada en el mérito y el esfuerzo, de la sana competencia y la eficaz cooperación. Los españoles vivimos bajo la bota de los intereses grupales, donde lo importante no es lo que eres sino al grupo al que perteneces, el partido al que estás afiliado o la facción en que militas. En definitiva, lo que marca nuestro destino no es lo que cada cual conoce... sino a quien conoce.
La preponderancia de los grupos de presión
Con independencia de su signo, los gobiernos en España han tendido a favorecer los intereses de determinados grupos de presión más que los de la sociedad en su conjunto. Mancur Olson mostró que la política tendía a ser capturada por colectivos minoritarios porque es relativamente menos costoso, y más rentable, organizar pequeños grupos de intereses para capturar privilegios que organizar grandes asociaciones en pos del bien común. Pero el caso español es sin duda excepcional por la intensidad, por la facilidad y rapidez con que grupos y facciones se han adueñado del poder político, sin apenas resistencia. Quizá, el hecho diferencial es que muchos de estos grupos sean internos a la política, no externos como planteaba Olson. Sea como fuere, este fenómeno se ha reflejado en una legislación complejísima, prolija, repleta de excepciones, dirigida a satisfacer a colectivos concretos. Unas leyes tan abundantes y enrevesadas que pueden interpretarse de manera torticera, del derecho o del revés, para conceder favores sin que se note.
Se explican así la sobreabundancia de subvenciones, las leyes fiscales con infinidad de recovecos y, lo peor, las regulaciones abusivas que generan mercados cautivos, enormes ineficiencias y la progresiva reducción de la riqueza. El verdadero problema de España no son las pensiones, el déficit desbocado o la posibilidad de una fractura territorial. Porque todos ellos son consecuencia de un sistema político sin adecuados controles y contrapesos, que conduce a una preponderancia desmesurada de unos partidos fuera de control, con fuerte sesgo hacia los intereses de sus cúpulas. Enfermedad que ha evolucionado con especial virulencia en un sistema autonómico diseñado pésimamente, siempre en favor de caciques y oligarquías locales, con una distribución de competencias que jamás atendió a razones de eficiencia, o a las necesidades de los ciudadanos, sino a la descarnada conveniencia partidaria.
Tras descubrir que es más fácil mantenerse en el poder dividiendo a la sociedad en rebaños, otorgando distintos "derechos" a cada una de las “tribus”, los gobernantes se han dedicado a fomentar esta inherente dinámica grupal
Pero es que, además, tras descubrir que es más fácil mantenerse en el poder dividiendo a la sociedad en rebaños, en facciones, otorgando ventajas, prebendas, distintos "derechos" a cada una de las “tribus”, los gobernantes se han dedicado a fomentar esta inherente dinámica grupal. Es sencillo de entender; la política de creación de clientelas favorece el voto cautivo. Y de ahí todo lo demás: el creciente paternalismo estatal, la infantilización de la sociedad, la paulatina desaparición de la responsabilidad individual y la convicción de que, hoy día, un hombre solo no vale nada.
No necesitamos más leyes
En el actual estado de degradación, las genuinas reformas implicarían enormes beneficios para la sociedad. Pero resulta muy difícil acometerlas, mucho más si se intenta abordar cada cambio por separado. El statu quo ha devenido en un complejo equilibrio de alianzas, con fuerte inercia y enorme resistencia al cambio, donde cada grupo se resiste con uñas y dientes, ejerciendo enorme presión para conservar sus privilegios. Por contra, el apoyo ciudadano tiende a ser débil, no sólo porque los beneficios de cada medida se reparten entre muchísimas personas; también porque las ganancias sociales tardan cierto tiempo en materializarse. Y un gobernante cortoplacista jamás se enfrentará a los grupos de presión para impulsar reformas cuyos resultados no se verán hasta que pase cierto tiempo.
No hacen falta nuevas leyes sino, al contrario, abolir decenas de miles de excepciones que sostienen privilegios
Por ello, el próximo gobierno debería exponer un programa de reformas, proporcionando toda la información necesaria sobre los cambios y las consecuencias previstas. Y presentar todas las transformaciones en un mismo lote, algo que no implicaría elaborar nuevas leyes sino, al contrario, abolir decenas de miles de excepciones que sostienen los privilegios. Pocas leyes, claras, sencillas, conocidas e iguales para todos. La opinión pública debe percibir que hay mucho que ganar con estas reformas, aunque haya que esperar para recoger los frutos. Y que el gobierno está dispuesto a seguir adelante por mucho que trinen los grupos privilegiados, sean éstos empresarios, asociaciones, cazadores de subvenciones u oligarquías regionales: al fin y al cabo, si tienen paciencia, también se beneficiarán de la mejora general.
España necesita un verdadero cambio de rumbo, desde el acuerdo, no desde la confrontación, con generosidad, valentía y visión de futuro. Desgraciadamente, la investidura de Rajoy no parece conducir precisamente por ese camino a juzgar por esa discusión propia de barra de bar, de corrala de vecinos, de trifulca futbolera... o de cerebros a medio descongelar.
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