Varias sombras negras caminan con parsimonia, vuelven a casa después de la compra matutina en el bazar. El viento agita su chador negro que las cubre de cabeza a tobillos, dejando la cara al descubierto. Son un grupo de mujeres cualquiera, cargadas en años, en alguna zona rural de la antigua Persia.
En la capital, un grupo de jóvenes ha quedado para tomar café. Todas llevan tacones de cuña, vaqueros pitillos apretados y camisetas ceñidas. Los labios pintados, los ojos maquillados y el pelo recogido en un moño alto. Desde lo alto del moño, cuidadosamente combinado con algún otro accesorio, cae un velo translúcido que apenas cubre la parte trasera del cabello. Están al límite de la legalidad y del pudor público: podrían tener problemas con la Guardia Revolucionaria. Es su forma peculiar de rebelarse, de transgredir: en la guerra cultural la revolución se puede hacer con pintalabios en lugar de con cócteles molotov.
En cualquier otro lugar, un taxista me da conversación. Desde la ventanilla se observan los retratos enormes de Jamenei y Jomeini que parecen decir: “el Gran Hermano te vigila”. Pero la novela de George Orwell sería, más bien, aplicable a los riesgos del totalitarismo o de gobiernos como el de China. Así como la distopía de las sociedades post-industriales es tratada por Aldous Huxley en Un Mundo Feliz, un intento de mostrar los riesgos del radicalismo religioso es la popular serie de HBO (por lo demás mediocre) El Cuento de la Criada.
El fundamentalismo del régimen contrasta con una población heterogénea y en movimiento que no deja de opinar y debatir sobre su devenir político. Tienen el orgullo nacional de quien se sabe (o se cree) cuna de la humanidad, potencia regional histórica y epicentro del chiismo. Es en este país, muy diferente a todos sus vecinos, en el que la tensión no deja de escalar. Y es en este país, que no para de debatirse entre distintas opciones moderadas o radicales, donde Trump ha decidido reventar un consenso que había unido a toda la comunidad internacional, y cuyas consecuencias serán, previsiblemente, su radicalización hacia posturas indeseables para todos.
El fundamentalismo del régimen contrasta con una población heterogénea y en movimiento que no deja de opinar y debatir sobre su devenir político
Las sanciones han debilitado la economía y el ambiente está caldeado, el pulso de la calle es buena muestra de ello. Las protestas se han multiplicado los últimos dos años. La recesión económica contrasta, sin embargo, con el éxito exterior del régimen, que ha extendido sus tentáculos en Iraq, Siria, Líbano y Yemen.
No es de extrañar que Israel y Arabia Saudí, históricamente enfrentados, hayan formado un extraño matrimonio de conveniencia ante el avance de su archienemigo común. Sin duda respiraron aliviados el día que Trump ganó las elecciones. Los objetivos de la Casa Blanca son claros: contentar a Riad y Tel Aviv, debilitar económicamente al país y reducir su influencia regional. Los dos primeros objetivos los ha cumplido con creces; el tercero, difícilmente.
Ni el analista más ingenuo sostiene que las sanciones supondrán la caída del régimen iraní. Más bien al contrario. Las opciones moderadas y aperturistas han sido deslegitimadas y puestas en evidencia. A las facciones más antioccidentales se les llena la boca: “No son de fiar, os lo advertimos”. La Guardia Revolucionaria es la gran ganadora; el presidente Rouhani, la opción más moderada y dialogante que cabe esperar, el gran perdedor. Todo indica que su liderazgo terminará de erosionarse y le sustituirá cualquier otro más radical e intransigente.
Lo más probable es que Irán se salga del Pacto, vuelva al desarrollo nuclear e intente buscar amparo en Pekín. Arabia Saudí se une a la fiesta y declara que ellos también desarrollarán armas nucleares. Buenas noticias para una región en llamas.
La guerra de Iraq demostró qué fácil es dar alas al yihadismo internacional, desestabilizar Oriente Medio, destrozar un país y enfrentarse a la opinión pública mundial. No parece que Trump, con las elecciones a la vuelta de la esquina, vaya a cometer ese error. Eso sí, un Irán radicalizado y armado justificaría su actitud belicosa.
Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí no quieren un Irán influyente, pero parecen encantados con que acabe armado nuclearmente, con un gobierno radicalizado y bajo la influencia de China. Uno se pregunta a quién sirven estos objetivos, a quién beneficia esta retórica belicista. Podríamos pensar que Trump ignora estas consecuencias y es simplemente estúpido. Pero no es el caso.Sabe perfectamente lo que hace: está alimentando un conflicto como guiño a sus aliados y a los sectores más radicales, todo por un puñado de votos. No es estúpido, sino temerario y profundamente irresponsable.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación