Cuando el 17 de diciembre de 2010 un humilde vendedor ambulante se quemó a lo bonzo en Túnez en protesta por las míseras condiciones de vida que reinaban en el país, su suicidio, rápidamente difundido en las redes sociales, generó una ola gigantesca de levantamientos populares que se extendió por Libia, Argelia, Egipto, Siria y otros estados del norte de África y del Oriente Próximo en una tremenda sacudida social y política que fue bautizada como la Primavera Árabe. Este violento fenómeno acabó súbitamente con las dictaduras de Gadafi, Mubarak y Ben Alí, regímenes que habían gobernado bien asentados durante décadas. El brutal asesinato de la joven de veintidós años Mahsa Amini en Teherán por la policía religiosa, que la había arrestado el pasado 13 de septiembre por llevar mal colocado el velo, guarda un claro paralelismo con el trágico incidente que hace ya doce años desencadenó un cambio radical en el panorama político de una extensa región del globo. También ahora en Irán la gente se ha lanzado a la calle masivamente en una revuelta que dura ya dos semanas sin que, pese a la desproporcionada represión del régimen teocrático allí imperante, muestre trazas de remitir. Son trescientas a día de hoy las víctimas mortales por fuego real de las fuerzas de seguridad y quince mil los arrestados que, una vez en la cárcel, son sometidos a tortura o a ejecuciones extrajudiciales.
Cabe preguntarse las razones por las que un suceso concreto que es uno más en una larga cadena de violaciones sangrientas de derechos humanos y de atropellos de todo orden, de repente, sin explicación aparente, provoca una reacción multitudinaria y una sociedad resignada a aguantar todo tipo de abusos y vejaciones bajo el dominio intimidante del terror, se desprende del miedo e invade los espacios públicos, se enfrenta a sus verdugos, desafía al orden totalitario que la sojuzga y puede acabar derribando de su pedestal tiránico a sátrapas que se creían invulnerables. Se trata, obviamente, de la conocida teoría de la gota que rebasa el vaso.
Parece que por fin la llamada comunidad internacional, que siempre se había mostrado muy complaciente con la dictadura de los clérigos iranís, está reaccionando con mayor rotundidad
En el caso de Irán, hace bastante tiempo que el país es un barril de pólvora continua y crecientemente cebado desde la llegada de Jomeini al poder en 1979 tras el derrocamiento del Sha y el vil ensañamiento con Mahsa Amini ha sido la chispa que ha prendido un enorme haz de leña seca. Son varios y poderosos los factores que han llevado a los iranís a su presente indignación irrefrenable: una economía en quiebra con la inflación disparada y las tres cuartas partes de la población en extrema pobreza; la persistente corrupción de los jerarcas del régimen que han llenado sus bolsillos de forma descarada; las decenas de miles de millones de dólares despilfarrados en guerras, en milicias chiitas, en financiación de organizaciones terroristas y en un programa nuclear inequívocamente militar; la carencia absoluta de libertades civiles y políticas; un fanatismo religioso que condena a las mujeres a la condición de ciudadanas de segunda clase y una política medioambiental desastrosa que ha esquilmado los recursos naturales del vasto territorio de la República Islámica.
En este contexto, parece que por fin la llamada comunidad internacional, que siempre se había mostrado muy complaciente con la dictadura de los clérigos iranís, está reaccionando en esta ocasión con mayor rotundidad. Las declaraciones condenatorias de los principales mandatarios occidentales han tenido un tono de especial severidad y el secretario general de Naciones Unidas se ha pronunciado con contundencia. Lo que debería suceder a continuación es que el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos abriera una investigación sobre las matanzas que están ocurriendo desde el triste fin de Mahsa Amini y los encarcelamientos en masa subsiguientes, identificara a los responsables y exigiera el correspondiente castigo. Al fin y al cabo, se supone que Naciones Unidas ha de garantizar el respeto a la Declaración Universal sobre Derechos Humanos, en cuyo preámbulo se reconoce el derecho de los pueblos oprimidos a luchar por su libertad con todos los medios a su alcance. Esto es lo que están haciendo los iraníes y merecen el máximo aliento de los gobiernos democráticos del mundo.
Otro aspecto del caso iraní que se ha esgrimido por los pusilánimes y pacificadores profesionales mientras cada año centenares de ejecuciones hacían del régimen clerical el mayor aplicador per cápita de la pena de muerte del planeta, es el socorrido argumento de que es mejor una dictadura inicua con la que puedes negociar que el caos. Los ejemplos de Libia tras la caía de Gadafi y de Iraq tras la desaparición de Sadam Hussein suelen ser exhibidos para justificar tan acomodaticia postura. Sin embargo, este enfoque no es válido para Irán, donde desde el inicio de la teocracia jomeinita existe una oposición democrática perfectamente organizada, el Consejo Nacional de la Resistencia de Irán, liderado por una mujer de extraordinarios coraje, inteligencia y carisma, Maryam Rajavi, con un amplísimo apoyo entre la diáspora iraní y con una extensa y eficaz estructura interna en la clandestinidad, totalmente preparada para organizar y orientar una transición ordenada a la democracia.
Ojalá el terrible sacrificio de Mahsa Amini sirva para liberar por fin a Irán de las garras de la que es sin duda la peor y más cruel tiranía que existe hoy en el orbe y también una de las más graves amenazas a la paz, la estabilidad y la seguridad mundiales.
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