Siempre he creído que tan importante es llegar bien a los sitios como marcharse bien de ellos. Sin perder jamás la elegancia, la compostura, como si el último día en un cargo determinado -de mayor o menor rango- llevaras puestos unos tacones imaginarios de hasta veinte centímetros que te obligaran a mantener el porte, la espalda recta, la sonrisa intacta, la cabeza alta y con ella, la dignidad. Sobre todo, por una cuestión de clase, de educación, aunque también porque la vida y el destino son caprichosos y una nunca sabe si en un futuro no muy lejano tendrá que regresar a ese mismo lugar que ahora deja o pedir ayuda a esas mismas personas que hoy le apartan de su lado o de las que ella toma distancia.
Basta un ejemplo reciente para comprender lo que quiero decir por si queda algún resquicio de duda. Hay que comportarse exactamente como no lo ha hecho Irene Montero esta semana al traspasar la cartera de Igualdad. Ya lo escribió Sylvia Plath en La campana de cristal: “Si no esperas nada de alguien, no te decepciona” y no es que yo esperara mucho más de ella, pero qué mal perder el suyo, qué poco saber estar, qué falta de distinción al morir tratando de matar directamente a la mano que, durante estos cuatro años, le ha dado de comer. “Pedro Sánchez nos echa de este Gobierno. Es precisamente por haber hecho lo que dijimos que haríamos: poner las instituciones al servicio de avances feministas”. Como si al llegar al Gobierno hubiera firmado un contrato indestructible por el que nadie, ni siquiera su jefe, podía largarla; como si ya no hubiera lucha posible tras perder -curiosamente- ese poder del que tanto ha renegado la formación a la que pertenece.
Estoy harta de escuchar cómo a ella y a otras tantas mujeres se les llena la boca al entonar este término y después, muchas, son unas hipócritas con las de su género
Destilaba rabia en sus palabras Montero. Furia, en sus gestos, en sus labios apretados y estirados como si una mano invisible tirara de las comisuras de su boca hacia los mofletes para aparentar calma y sosiego ante las cámaras que grababan un adiós nada improvisado. Con chaleco en tonos morados y enfundada en una camiseta blanca con grito de guerra bordado al tono: “Confía, coño”, como quien lleva escrito a boli un mensaje en el puño para tirar de él en caso de apuro durante una conferencia. No le hizo falta a la ya ex ministra de Igualdad. Todo bien atado en su discurso, desde el principio: “Buenos días a todas, todos, todes”, hasta el final. Con unos cuantos “gracias” esparcidos al comienzo y un consejo para su sucesora con recado envenenado incluido para Sánchez y sus acólitos: “Te deseo que nunca te dejen sola y que tengas valentía para incomodar a los hombres amigos de 40 y 50 años del presidente del Gobierno, porque el feminismo es un movimiento muy poderoso que conquista derechos haciendo preguntas que antes nadie se hacía y proponiendo nuevas respuestas”.
La palabra “feminismo” para arriba y para abajo, de un lado a otro, girando como en una noria durante toda su despedida. Estoy harta de escuchar cómo a ella y a otras tantas mujeres se les llena la boca al entonar este término y después, muchas, son unas hipócritas con las de su género. Tan harta estoy que, para este mismo jueves, el movimiento feminista del País Vasco ha convocado una huelga que no pienso secundar. No digo con esto que no hayan sido necesarias para cambiar el rumbo de la historia. Pero, en este caso, yo reclamo la paridad trabajando, como he hecho siempre, como me enseñó mi madre, ella sí que sí una mujer admirable y luchadora. Se puede gritar en las calles sin tener que renunciar al salario porque sólo habrá igualdad el día en el que no tengamos que parar para reivindicarla. Una sola persona puede liderar, desde dentro, toda una revolución con el arma más poderosa: la educación. Yo también, señora Montero, se lo debo a todas aquellas que renunciaron a su propia vida y hasta se la jugaron para que esté hoy aquí, en este punto… batallando por ser independiente económicamente y no tener jamás que pedirle a un hombre ni para comprarme unas bragas. No se adjudiquen ustedes la bandera de un feminismo que nos pertenece a todas y a todos. No hubo un “todes” en las primeras palabras de la nueva ministra Ana Redondo que, con un tono más tranquilo y marcando distancias, arrancó hablando del Ministerio como de una “casa abierta” para todas y todos.
No hay nada como llegar bien a un sitio y saber marchar bien de él. Es una cuestión de clase. Porque malo es no tener elegancia, pero mucho peor es todavía perderla.
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