La ministra de Igualdad Irene Montero perpetró el pasado viernes en Madrid un surrealista discurso de precampaña electoral. A su habitual pose de señora enfadada con el mundo que reprende a sus conciudadanos, decidió incorporar el lenguaje inclusivo. Dijo “hijo, hija, hije” y “niño, niña, niñe”. También habló de "uno, una, une" o "escuchados, escuchadas, escuchades". Todo ante la atenta mirada de su pareja, macho alfa de Podemos y candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid Pablo Iglesias, del que todo indica que obtuvo el visto bueno.
Es imposible no caer en la tentación de mofarse de las palabras de la ministra porque el lenguaje inclusivo es intrínsecamente ridículo. Pero la chanza y el humor no debe despistarnos de lo que se pretende con él: bajo el pretexto de visibilizar a colectivos oprimidos, se asigna a las palabras una dimensión multigénero como paso previo a la transformación de la realidad social. Un relativismo sociológico y científico que prima la autopercepción frente al empirismo, tras el que subyacen las teorías marxistas del hegemonismo cultural de Gramsci. Éste consideraba que las estructuras gramaticales y las lenguas nacionales estaban vinculadas al ejercicio del poder de un grupo minoritario, representado por las élites burguesas. La gramática normativa perpetúa las desigualdades sociales, pues para ascender en el escalafón social deben aceptarse las reglas de la clase gobernante. El cambio de sistema pasa por arrebatarle a esas élites la hegemonía cultural, lo que exige un cambio de paradigma no sólo en lo referente a las tradiciones, sino también en las cuestiones idiomáticas, que deberán adecuarse progresivamente a las necesidades ideológicas del partido comunista. No basta con alcanzar el poder, hay que perpetuarse en él. Por eso se politiza todo, no sólo el dolor: también el idioma o la biología.
Ideología totalitaria
La conformación de un nuevo idioma nacional debe integrar a los distintos dialectos y sus variantes, así como a nuevas estructuras que cuestionen a través del lenguaje los distintos ámbitos de dominación. Por eso, cuando critican al heteropatriarcado en realidad están señalando al capitalismo y cuando abanderan el feminismo en realidad están ensalzando el comunismo. Pero claro, hablar en nombre de los derechos de las mujeres genera más consenso en torno a sus reivindicaciones que hacer apología de una ideología totalitaria y genocida.
Amén de crear un tipo penal específico en el que el autor es siempre el varón, pareja o expareja, ahora pretenden meter mano a los delitos contra la libertad sexual
Ahora que se encuentran en el Consejo de Ministros gracias a la magnanimidad de un Pedro Sánchez que los utiliza para que le hagan el trabajo sucio en su carrera de colonización institucional y apuntalamiento en el Gobierno, asistimos a la fase de trasladar las propuestas desde el ámbito discursivo al legislativo. En nombre de la inclusión de colectivos minoritarios a los que instrumentalizan como una marioneta en el circo de las identidades oprimidas, pretenden desvincular el sexo del género, pues consideran que la biología también forma parte de ese acervo cultural de la burguesía hegemónica. Para disputarle esta parcela de poder a la élite, han parido multitud de géneros a los que jerarquizan en función de un grado de opresión que no siempre es real, sino autopercibido por quienes conforman el colectivo con fundamento en actos del pasado u ofensas del presente que muchas veces no son tales, sino meras manifestaciones del derecho a la libertad de expresión y la diversidad ideológica. Es así como la politización del sexo y su traslación al lenguaje a través del género se usa para silenciar o reprimir a la disidencia o para reclamar un derecho penal de autor, que castigue no en atención a los hechos cometidos sino a cualidades de la personalidad del acusado.
Con la llamada “violencia de género” –yo prefiero hablar de violencia contra la mujer– han avanzado mucho. Amén de crear un tipo penal específico en el que el autor es siempre el varón, pareja o expareja, ahora pretenden meter mano a los delitos contra la libertad sexual.
Prisiones y deporte
Otro ejemplo es la llamada ley trans, que no sólo no resuelve ninguno de los problemas reales de los transexuales, a los que en cierto modo caricaturiza como personas caprichosas, sino que además no consigue el objetivo último de la ley, que es desligar el sexo del género. Porque si bien permite que, en base a una mera declaración de voluntad registral, una persona pueda adoptar institucionalmente un género distinto al de su sexo biológico, las “prestaciones” a las que accedería tras el cambio en el registro dependen de estructuras vinculadas estrechamente al sexo. Así sucederá en materia de prisiones de mujeres o en el ámbito deportivo, ambos dominados numéricamente por féminas que acceden a esa prestación en virtud de su sexo biológico. Las mujeres presas verán peligrar su integridad sexual. Las deportistas comprobarán que no pueden competir con el varón que se autopercibe como hembra. De la misma forma, la persona que haya cambiado su género institucional no pasará a desarrollarse en entornos desligados del sexo, sino todo lo contrario.
Esto del lenguaje inclusivo es sólo un paso más. Ya lo han trasladado al uso político y a los libros de texto para crear en torno él una sensación de cotidianidad, de falsa costumbre. Luego llegará el intento de convertirlo en ley -Carmen Calvo ya propuso modificar la Constitución, nada menos-, algo que les permitirá no sólo colonizar la RAE con una nueva generación de “intelectuales” afines al nuevo movimiento, sino también la mente de nuestros hijos. Todo ello mientras nos reímos de lo que consideramos una payasada inofensiva de la ministra Irene Montero.
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