Hacía tan solo unas horas, la mezquita había estado a rebosar, repleta de gente que acudía a rezar por ser viernes, día sagrado para los musulmanes. Ahora estaba vacía y desangelada. Las dos columnas centrales, blancas y con capiteles dorados finamente ornamentados, habían quedado oscurecidas por el residuo de la explosión y los salpicones de sangre. Unos cuantos afganos se paseaban en medio del desastre, observando con el ceño inquieto de los inspectores de antaño aquella maraña de alfombras quemadas, escombros y restos humanos que cubría el suelo del templo.
Habían muerto entre cincuenta y cien personas; resulta difícil determinarlo hasta contar con precisión los pedazos de las mismas. La fecha, 8 de octubre de 2021. El lugar, Kunduz, una ciudad del norte de Afganistán. El culpable, el grupo conocido como ISIS-Khorasan, una filial del célebre Estado Islámico de Irak y Levante, el ISIS. Khorasan es un viejo término persa utilizado para definir una región que incluye, entre otros territorios, lo que hoy es Afganistán. El terrorista-suicida, en concreto, era uigur, una etnia musulmana que en su mayoría vive sojuzgada (y muy sojuzgada) por las fuerzas de la República Popular China. La buena relación entre China y los talibán, que controlan Kunduz como controlan el resto del país, probablemente ayudó a excitar su ira; o ayudó a sus superiores a excitarla.
Los talibán, a través de su portavoz Zabihullah Mujahid, prometieron una pronta respuesta.
Hermanos mal avenidos
Al enterarse de de la noticia, muchos occidentales -especialmente aquellos que creen que el yihadismo consiste en una lucha de musulmanes contra cristianos- se rascaron la cabeza desconcertados. ¿Por qué uno de los grupos más yihadistas que se conocen atacaba, entre todos los objetivos posibles, precisamente una mezquita? ¿Y por qué atacaba en territorio de los talibán, que al fin y al cabo eran tan yihadistas como ellos?
Para contestar a la primera pregunta, es necesario entender es que el ISIS (ya sea en Afganistán, Irak, Siria o donde toque) es una fuerza de tipo fundamentalista. Esto significa, resumiéndolo mucho, que rechaza los principios del Islam clásico. El Islam medieval constituyó un imperio digno de mención gracias a un principio estratégico clave: dado que no tenía muchas tropas a su disposición, trataba de llevarse bien con los ciudadanos conquistados a fin de ahorrarse revueltas inoportunas, y eso quería decir, entre otras muchas cosas, que permitía la práctica de otras religiones... siempre y cuando se abonara un jugoso impuesto a cambio.
Atacar mezquitas no era algo extraño para ellos, como tampoco lo era para Boko Haram, con su recurrente manía de enviar chicas adolescentes con mochilas cargadas de explosivos para hacer estallar mezquitas nigerianas
Por el contrario, los fundamentalistas -los de entonces y los de ahora- consideraban todo esto un sacrilegio imperdonable. Para ellos, las demás religiones tenían tres opciones: convertirse, huir o perecer en sus manos. No contentos con esto, los fundamentalistas consideraban que las ramas minoritarias del Islam como los chiíes, los sufíes, etc, (que son tan diferentes a los suníes mayoritarios como puedan serlo los protestantes de los católicos) no eran otra cosa que herejes, y por tanto, candidatos preferentes al exterminio. La mezquita que el ISIS-K atacó en Kunduz era un templo chií; a sus ojos, un objetivo más que válido. Atacar mezquitas no era algo extraño para ellos, como tampoco lo era para otros grupos yihadistas como Boko Haram, con su recurrente manía de enviar chicas adolescentes con mochilas cargadas de explosivos para hacer estallar mezquitas nigerianas.
En cuanto a la relación entre el ISIS-K y los talibán, lo cierto es que era notablemente mala: ambas facciones eran enemigos mortales desde que el Isis-K desembarcara en el país en 2015. ¿Las razones? En primer lugar, los líderes del ISIS-K no eran extranjeros (como en Irak o Siria), sino desertores talibán -talibán paquistaníes, no demasiado bien avenidos con sus correligionarios afganos-, que se disputaban con estos últimos el territorio y las rutas para traficar con narcóticos. Acosados por el ejército paquistaní, se habían visto obligados a huir del país y asentarse en la provincia de Nangarhar, al noreste Afganistán.
El ISIS-K, al contrario que Al Qaeda en su día, se negaba a someterse a la autoridad talibán: llamaba a derrocarla y denunciaba las más que obvias conexiones entre los talibán y sus patronos de la Inteligencia paquistaní, el Inter-Services Intelligence. Por otro lado, el grupo presentaba una importante diferencia estratégica: buscaba establecer un movimiento yihadista global, mientras que los talibán no querían problemas con nadie una vez controlaran Afganistán. Además, los talibán estaban dispuestos a pactar con el enemigo para lograrlo, cosa que el ISIS-K veía como una traición.
Las diferencias no sólo eran de fondo; también de forma. Mientras los talibán parecían haber abandonado aquel espíritu genocida por el que fueran conocidos en los años noventa, el ISIS-K seguía practicando atrocidades como las que pueden verse en el vídeo propagandístico Monoteístas se vengan de apóstatas parte II. En él, sus guerrilleros hacen sentarse a un grupo de diez prisioneros (incluyendo ancianos) sobre hoyos repletos de explosivos. El resultado es fácil de imaginar.
La Unidad Roja pasa a la acción
Ante este nuevo enemigo, los talibán decidieron plantar batalla. Lanzaron contra el ISIS-K a lo más granado de sus ejércitos: las fuerzas especiales. Al contrario de lo que ocurría en los años noventa, cuando las ofensivas talibán consistían fundamentalmente en lanzar oleada tras oleada de camionetas armadas Datsun -proporcionadas por Paquistán o Arabia Saudí- en ataques frontales dignos del Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial, ahora sus fuerzas especiales, como por ejemplo la "Badri 313" o la "Unidad Roja", tenían un entrenamiento digno de comandos occidentales, manejando hábilmente cohetes o gafas de visión nocturna. La "Unidad Roja", en concreto, era reconocible por las cintas carmesí que adornaban la frente sus soldados (y en ocasiones unas vistosas zapatillas deportivas de estética decididamente adolescente). Sus enemigos pronto aprenderían a temerlos.
El ISIS-K, por su parte, respondió decapitando a militantes talibán y haciendo saltar por los aires a alguno de sus caudillos regionales con un coche-bomba. En un principio, el grupo, atrincherado en Nangarhar, parecía fuerte en comparación con los talibán, cuyas guerrillas estaban siendo hostigadas tanto por Kabul como por la OTAN. Los salarios abultados que pagaba la dirección del ISIS desde Mosul atrajeron indudablemente a más de un recluta. Pero según fue perdiendo terreno en su capital siria-iraquí (y según lo ganaban los talibán), aquellas perspectivas de futuro comenzaron a parecer algo menos halagüeñas. Los 3.000 guerrilleros del ISIS-K, desde luego, no podían competir con los 58.000-100.000 talibán, ni mucho menos con los 300.000 soldados afganos, los 10.000 soldados de la OTAN o, número aparte, las 15.000 tropas -mucho más eficaces- que los Estados Unidos tenían allí en esos momentos, una minucia en comparación con las cien mil que desplegaran en su día pero que no dejaban de ser un adversario formidable.
Los medios no tardaron en llenarse de sonoras opiniones en contra o a favor del monstruoso artefacto. Pocos repararon en que la verdadera noticia era la súbita aparición del ISIS en territorio afgano
Y es que el ISIS-K no sólo se dedicaba al fratricidio yihadista. Atacaba al mismo tiempo a las tropas occidentales, y recibía los duros embates de los americanos en respuesta. En abril de 2017, los militares estadounidenses dejaron caer sobre un complejo montañoso que servía de guarida al grupo la bomba no-nuclear más potente que jamás poseyera América: un explosivo de 10.000 kilos de tipo MOAB: Massive Ordnance Air Blast, acrónimo que se sustituye coloquialmente por Mother of All Bombs, "madre de todas las bombas." Este Leviatán pirotécnico abrió la montaña en un gigantesco hongo de humo, fuego y polvo, y obliteró en un instante a casi un centenar de miembros de la banda. Los medios y las redes sociales no tardaron en llenarse de sonoras opiniones en contra o a favor del monstruoso artefacto. Pocos repararon en que la verdadera noticia era la súbita aparición del ISIS en territorio afgano, algo de lo que casi nadie parecía haberse enterado.
Finalmente, y como era de esperar, el ISIS-K arremetía también contra el gobierno afgano, un ente a sus ojos sacrílego y vendido al extranjero infiel. Lo hacía aplicando aquella fórmula, ya tradicional, que ensayara con éxito en Irak o Siria. Sangre y propaganda. O mejor dicho, propaganda a través de la sangre. Un buen ejemplo se dio el 12 de mayo de 2020, cuando pistoleros del ISIS-K penetraron en la Maternidad del Hospital Dasht-e-Barchi, en Kabul, y abrieron fuego indiscriminadamente, dejando en sus pasillos ensangrentados los cadáveres de sanitarios, embarazadas y bebés recién nacidos.
Los acuerdos de Trump
Afganistán era ya un campo de batalla con tres facciones enfrentadas entre sí. Cuando Donald Trump pactó con los talibán los Acuerdos de Doha en 2020, concretando definitivamente la retirada de las tropas americanas de Afganistán (sin que el gobierno afgano fuera invitado a la conferencia), justificó en parte su decisión aludiendo a aquella guerra entre yihadistas. "Me reuniré personalmente con los talibán en un futuro no muy lejano", anunció, "y esperamos que harán lo que les digamos. Matarán a terroristas. Matarán a gente muy mala. Mantendrán esa lucha."
Lo cierto es que con la retirada de los americanos, que culminó en agosto de 2021, se retiró también la OTAN y, viéndolo, se retiraron a su vez los afganos progubernamentales, arrollados por las ofensivas, los pactos y las amenazas de los talibán, revitalizados gracias a este súbito cambio en el guión de la obra. Cuando los talibán finalmente entraron en Kabul, liberaron a todos los presos de las célebres cárceles de Pul-e-Charki y Bagram, incluyendo a los militantes del ISIS-K. El líder de estos, sin embargo, fue fusilado junto a ocho de sus camaradas sin contemplaciones.
El enigma Haqqani
Existe, no obstante, una conexión entre los talibán y el ISIS-K que pocos conocen: la red Haqqani. Este clan era una de las principales facciones talibán, una que hacía de nexo con Al Qaeda. Copiando a esta, había introducido el atentado suicida en el repertorio militar de los talibán en torno al 2006, cuando estos no lo habían practicado hasta entonces. Los Haqqani también cooperaban con otros grupos terroristas al otro lado de la frontera -apadrinados siempre por la Inteligencia paquistaní- para atentar contra objetivos de la India, enemiga natural de Paquistán.
Esta especie de club terrorista había colaborado en alguna ocasión con el ISIS-K: los Haqqani le proporcionaban apoyo logístico a la hora de realizar atentados sectarios. De hecho, cuando el ISIS-K voló en Kabul a no menos de 184 personas en medio de la caótica evacuación de tropas occidentales y sus colaboradores afganos (a los que los talibán habían permitido discretamente acceder al aeropuerto tras reunirse en secreto con el director de la CIA, William Burns), no pocas miradas se dirigieron al clan Haqqani, que se encargaba de la seguridad del recinto.
En el momento de escribir estas líneas, los Haqqani controlan el Ministerio del Interior, y cabe preguntarse si alguno de sus miembros miró hacia otro lado cuando el ISIS-K perpetró el atentado de Kunduz. Sin embargo, no existen pruebas de que los talibán, Haqqani incluidos, sean más tolerantes con el ISIS-K que con el resto de sus enemigos: al fin y al cabo, están sufriendo continuas emboscadas y atentados por su parte. Además, y a pesar de los vistosos vídeos de propaganda del ISIS-K, en los que sus milicianos ataviados con pasamontañas negros o amarillos sujetan lanzacohetes y practican artes marciales, lo cierto es que la banda tiene todas las de perder; y ni el clan Haqqani, ni por lo general nadie dentro de Afganistán, tiende a aliarse con un perdedor. De mantenerse las cosas como ahora, el pomposo "Estado Islámico de Khorasan" no tardará en ser erradicado por completo.
Aunque no todo son malas noticias para el grupo: si la política afgana sigue su curso habitual, no cabe descartar que sus miembros puedan negociar una deserción a tiempo, y reincorporarse a las filas de donde desertaron originalmente. Porque Afganistán puede ser una tierra de guerras continuas, pero por esa misma razón ha aprendido también a ser una tierra de pactos.