Contaba la integrante de las listas del PP por Gerona, Eva Trías, en la presentación del Manifiesto Constitucionalista en Madrid, que tras haber acogido en su establecimiento hotelero a Policías y Guardias Civiles en el 1 de octubre -lo que le costó a su familia el repudio público y ser condenada a la muerte civil en el pueblo de Puigdemont, como contó en un estremecedor testimonio-, había gente de esa localidad tan entrañable que se acercaba a preguntarle: “Y tú que los has visto de cerca, ¿son normales?”.
Aunque nos resulte descabellada y miserable, esa pregunta responde a la ignorancia del sectario, del palurdo intelectual y moral. No salir de la burbuja, de esa especie de Show de Truman de odio que construye el nacionalismo en el que desconoces al “enemigo” que han elegido y del que han formado una caricatura siniestra hasta su animalización.
Es difícil alcanzar el nivel de brutalidad de los estereotipos a los que recurren los nacionalismos vasco y catalán para excluir al otro, pero la izquierda también alardea de sus limitaciones a la hora de describir al otro para justificar su sectarismo. Quizá sea esto lo que les lleve a aplaudir la presión nacionalista sobre aquellos que pretenden excluir de la vida pública: su atávico sectarismo hacia quien está fuera de la izquierda.
Manuela Carmena fue preguntada, en una entrevista, por los resultados de Isabel Díaz Ayuso en Madrid que ganó a Pablo Iglesias “hasta en barrios como Vallecas”: “Nosotros tuvimos más voto de la zona intelectual, como Malasaña. Mucha gente que no tiene un conocimiento acerca de los programas ni de las políticas concretas de los candidatos se deja llevar por la simpatía. Ayuso resultó una mujer simpática, que si me tomo una caña, que si voy a la peluquería. Cosas naturales. El discurso de Pablo era muy distante, muy de profesor de política hablando del miedo al fascismo y todo eso”.
Ayuso no consiguió votos por ir a la peluquería, (comentarios típicos de una entrevista del feminismo oficial) sino por la gestión que hizo de la pandemia
No importa que Malasaña no sea un barrio intelectual y sí uno al que los madrileños acuden a hacer botellón desde la edad universitaria, sino su desprecio y sus insultos a quien vota a la derecha, a la que caricaturiza como gente poco intelectual sin conocimiento de lo que vota. La verdad queda siempre relegada a la hora de describir al otro y justificar su exclusión de la vida pública por parte del que entiende la ideología como una identidad excluyente. Ayuso no consiguió votos por ir a la peluquería, (comentarios típicos de una entrevista del feminismo oficial) sino por la gestión que hizo de la pandemia. Iglesias tuvo que abandonar la política por su estruendosa derrota, no porque hiciese una campaña de académico, sino porque trajo odio y agresividad guerracivilista a un Madrid empeñado en prosperar al que la pandemia ha despojado de toda atadura a los discursos artificiales.
¿Acaso creen que quienes venimos de barrios como los del sur de Madrid tenemos una incapacidad física para leer, estudiar y pensar por nosotros mismos? Curioso que nadie sospechase, mientras hablaban de odio de clase, que éste se fuese a generar precisamente contra quien lo fomentaba, la izquierda caviar, privilegiados que menosprecian a quienes son objeto de su discurso por no responder a los estereotipos que han fabricado sobre ellos.
Un bachillerato duro y exigente permite enseñar a los estudiantes que el nivel de renta medio del barrio no determina su nivel de inquietud intelectual
La devastadora Ley de Educación socialista, que elimina el suspenso y los exámenes de recuperación, es una herramienta para que esos prejuicios que dedican a las clases no privilegiadas se conviertan en reales. Estudiar mucho y muy duro a lo largo de mi educación pública me dio mucha ventaja en la Universidad (pública) y posteriormente ante compañeros que provenían de la privada sin saber nada de Historia, Filosofía y con faltas de ortografía. Un bachillerato duro y exigente permite enseñar a los estudiantes que el nivel de renta medio del barrio no determina su nivel de inquietud intelectual y, aunque con limitaciones del ascensor social estropeado de nuestro país, tampoco del todo las del nivel de renta futuro.
Sobre la construcción de prejuicios que sustituyan al conocimiento de la realidad para poder despreciar al otro abiertamente, Víctor Lapuente en El País ahonda en la fijación de estos estereotipos y, por tanto, en la ceguera colectiva respecto del que piensa distinto. Recoge los estudios que señalan la causa genética, al menos parcialmente, para identificarlos con una ideología y afirma “que los hogares de derechas tienen más productos de limpieza y calendarios; y, los de izquierdas, más maletas y libros”. No es tan excesivo como la pregunta que le hicieron a Eva Trías sobre la normalidad de los Guardias Civiles, pero me ha hecho pensar si alguna vez han visto el hogar de alguien que no les vota. Se sorprenderían al ver casas llenas de libros (y limpias) de las personas que no viven en barrios “intelectuales”. Aunque luego Lapuente concluye con la insoportable condescendencia inherente al clasismo de los miopes de la realidad “que pactar con el otro es dialogar con la naturaleza humana”.
Muy de acuerdo en dialogar con el que piensa distinto, siempre. Son los verdaderos diálogos, pero ¿cómo se construye una conversación pública valiosa para la sociedad si se insulta y menosprecia al otro creando imágenes falsas para ridiculizarlos? Si la izquierda mirase de cerca a quien no le vota, quizá encontrase a personas extraordinarias, más que esa imagen de superioridad que tienen de ellos mismos.
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