Que todo se tuerce con el tiempo es inevitable. Sucede tarde o temprano, pues el humano, que no es más que un simio tecnologizado, recurre al conflicto llevado su instinto de supervivencia, que es irrefrenable y le engaña una y otra vez, pues genera ansiedad sobre factores que no entrañan peligro alguno. Nada de esto puede evadirse porque la memoria no se hereda, al contrario que ese instinto, de ahí que las nuevas generaciones caigan una y otra vez en los errores que condujeron y conducirán a los humanos al desastre. Celebraba este domingo Madrid una manifestación por el asesinato de George Floyd y rápidamente se venía una pregunta a la cabeza: ¿por qué se movilizan los ciudadanos por esta causa y no por otra cercana, como puede ser el abandono de miles de ancianos en los geriátricos durante la pandemia? La respuesta es evidente: por la propaganda, que es la responsable de que nos acerquemos peligrosamente al conflicto.
Leía este sábado El Mundo de ayer: memorias de un europeo, de Stefan Zweig, y apreciaba la inconsciencia que demuestra el hombre cuando el bienestar le hace sentirse invencible.
“El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacía 'el mejor de los mundos'. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el «progreso» ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho 'progreso' que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica.
En efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso”.
A los pocos años, todo se torció, como recuerda el osario de Douaumont, donde descansan los restos de 130.000 soldados franceses y alemanes que perecieron entre el barro y el frío en la batalla de Verdún. La fosa común es una especie de rompecabezas de restos humanos que nunca se pudieron identificar.
No aprendió el hombre de esos horrores, pues a los pocos años Hitler acaudillaba Alemania, los japoneses martirizaban a los chinos y Stalin aniquilaba a los suyos en su incesante búsqueda del enemigo interno. Cuanto más poderosa es la tecnología, más peligroso es el simio, pues tiene más poder de exterminarse a partir de los errores que repite una y otra vez.
La manifestación anti-racista
Podría decirse que es imprudente celebrar una manifestación cuando todavía humean las brasas que ha dejado el coronavirus. Sin embargo, es comprensible que tras 85 días de confinamiento e incertidumbre, el malestar aflore por algún sitio.
Tenían derecho a protestar los vecinos de Núñez de Balboa y lo tienen los ciudadanos que lo han hecho este domingo contra el racismo en Estados Unidos, pese a que los segundos denostaran a los primeros hace un par de semanas. Cosa que no conviene olvidar, pues la calle no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología.
Pero el problema en este caso no es la concentración, sino la propaganda que la antecede, que busca la confrontación. Es evidente que Floyd falleció como consecuencia de la crueldad de un policía que cometió un crimen. También que el estallido social se explica en el malestar, pese a que los disturbios y los robos nunca están justificados. Ahora bien, no es menos cierto que la causa está dirigida por quienes quieren sacar rédito político de un asesinato, para lo que hace falta tener muy pocos escrúpulos. Pero, claro, es año de elecciones y la popularidad de Donald Trump ha de caer cueste lo que cueste. Aquí, antes de la moción de censura, la izquierda recurrió a los pensionistas.
Manifestaciones S.A.
Merecería la pena reflexionar acerca de lo que persiguen quienes tratan de universalizar la causa de Floyd, al igual que hacían hasta hace unas semanas con la climática, a la que gobiernos de todo occidente no dudaron en calificar de 'emergencia', como si el fin de los tiempos fuera cosa de un día para otro.
Da la sensación de que la izquierda ha perdido la capacidad de movilizar a los trabajadores y ha recurrido a la estrategia de configurar una nueva ideología a partir de todo tipo de movimientos sociales, lo que también ha contribuido a radicalizar las posturas de una parte de la derecha. Ante la decadencia, coletazos; y, ante los golpes, malestar. El conflicto está servido. Todo iba relativamente bien hasta hace bien poco, pero no parece que vaya a ser así a partir de ahora.
Da la sensación de que la izquierda ha perdido la capacidad de movilizar a los trabajadores y ha recurrido a la estrategia de configurar una nueva ideología a partir de todo tipo de movimientos sociales.
Que el caldo de cultivo es abundante y está en ebullición es evidente, pues sólo de esa forma se consigue que una población priorice una manifestación por la muerte de un ciudadano estadounidense a otras que pudieran denunciar las crueles muertes en los asilos, la precariedad que se abrirá paso tras los ERTEs o la intención del Ejecutivo -anunciada este domingo por Pedro Sánchez- de alargar las medidas coercitivas del coronavirus hasta que la población esté vacunada contra esa infección. Si es que eso sucede alguna vez.
Que el racismo es un mal endémico ante el que nunca conviene bajar la guardia es evidente. Cualquiera que no se deje llevar por la propaganda de los indeseables, podrá comprobar cómo los Estados -incluido España- emplean una total arbitrariedad en su política de extranjería. Incluso en aquellas economías que se dicen 'liberales', pero que aplican siempre la doctrina del 'proteccionismo para los míos'. Todo país tiene el derecho y la obligación de proteger sus fronteras y de garantizar el orden; pero ninguno de perseguir y maltratar ciudadanos. Ciego está quien no aprecie lo que ocurre.
Dicho esto, la manifestación de este domingo tiene otra lectura muy diferente, y es que, en tiempos de coronavirus, de crisis económica, de muerte cercana y de desempleo doméstico, hay cientos de ciudadanos que se han manifestado por un asesinato lejano. Al que le han dado altavoz quienes han emprendido una vía directa hacia el enfrentamiento.
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