Opinión

En los jardines del Parque de María Luisa

Un buen maestro, un verdadero maestro, es decir alguien para quien es motivo de orgullo la trasmisión del conocimiento que ha sido basamento de la Civilización Occidental (la única que existe), puede salvarnos o perdernos

Paseaba por los jardines del Parque de María Luisa, en la jocunda ciudad de Sevilla, y conversaba con el amigo Carlos Rodríguez Estacio, filósofo y maestro. No escribo la palabra Maestro con mayúscula porque aquí me refiero al maestro que importa realmente, al educador, a la persona dedicada a la enseñanza, a esos que consagran su vida a la trasmisión del conocimiento heredado. Tal vez la más honrosa de las profesiones. Maestro con mayúscula, apenas quiere decir ya nada, especialmente entre cubanos, que llaman Maestro a cualquiera.

Íbamos entre magnolios, castaños de Indias, acacias australianas, avellanos, fresnos, palmeras, jacarandas en flor, y hablábamos del adoctrinamiento y la corrupción que invaden la enseñanza pública española. Los maestros son, paulatinamente, sustituidos por ideólogos cuyo propósito es imponer la victimista agenda populista, socialista, ecosuicida, chochocrática e irreal (en el sentido de que niega la biología, la metodología científica y el mundo factual). Cuyo propósito es convertir la educación en una máquina adoctrinadora y sexualizada, en una fábrica de ciudadanos dóciles y mansos que marchen, en apretadas filas homogéneas, siempre aplaudiendo, hacia el prometido futuro luminoso.

La desaparición de los maestros como Rodríguez Estacio (recientemente retirado) culminará el proceso de conversión del sistema español de educación pública en uno de adoctrinamiento, castración y destierro de la milenaria misión del maestro: la trasmisión recta, amorosa, laica (no olvidemos que el izquierdismo en España es una forma de religión) despolitizada y antisectaria, del conocimiento.

Todo proyecto autoritario, toda ausencia de libertad, toda anulación de lo individual, toda cesión a la masa, toda guerra a lo privado (piedra fundacional de la libertad y la democracia), comienza con el control de la educación

Vengo del futuro y les digo, que, a partir de que los maestros profesionales de la Cuba republicana fueron despedidos, retirados, o se marcharon del país, comenzó la decadencia absoluta del ciudadano y se entronizó la barbarie castrista. Todo proyecto autoritario, toda ausencia de libertad, toda anulación de lo individual, toda cesión a la masa, toda guerra a lo privado (piedra fundacional de la libertad y la democracia), comienza con el control de la educación.

Un buen maestro, un verdadero maestro, es decir alguien para quien es motivo de orgullo la trasmisión del conocimiento que ha sido basamento de la Civilización Occidental (la única que existe), puede salvarnos o perdernos. Yo mismo. Mis maestros de enseñanza primaria hicieron posible que no me extraviara en los callejones del conformismo, el ser grupal, la mediocridad del entorno y la sempiterna pulsión tribal. Los recuerdo como a dioses que, en medio de la considerable pobreza en la que vivía, en un barrio marginal habanero, me abrieron las puertas de la curiosidad intelectual, del saber. Yo, que tantas cosas he olvidado, conservo un recuerdo vívido, sonoro y hasta olfativo de aquellos, mis queridos maestros. La señorita Raquel (Historia, Geografia), hermosa, oronda, de suntuosa voz. Raquel, que se ponía talco en el pecho, y a eso olía, a bebé gigante. Ella me mostró la existencia de otros mundos. A uno de ellos escaparía, décadas después, dejando atrás aquella isla que se hundía a toda velocidad en la sordidez y la bajeza. Josefina, algo pizpireta, que nos educaba, en el sentido más ciudadano del término, pues impartía Moral y Cívica. Castellón, el director de la escuela. Un negro gigantesco, elegante, que fungía como figura tutelar del mundo escolar (otro día hablamos del racismo en Cuba). Que te mandaran a rendir cuentas por alguna travesura a su oficina, era lo peor que podía sucederte, ¡qué vergüenza! Para no hablar del tortazo que me esperaba en casa, donde los maestros, y sobre todo el director Castellón, eran sagrados. Ah, y mi querida Marcela, que nos tocaba a Chopin al piano con sus dulces manos y su maternal sonrisa.  

Pocos años después de que la Gran Revolución nos liberara, la escuela estaba en ruinas, mis muy capacitados y queridos maestros habían sido sustituidos por una piara de jóvenes cuyo único mérito era ser fidelistas

Fuentes suntuosas y follajes umbríos, álamos blancos, tilos, naranjos de Luisiana, algarrobos y casuarinas, nísperos del Japón, guayabas, limoneros, laureles y olivos. Patos, mirlos, grajillas, ánades, tórtolas turcas, pavos reales, gorriones, cisnes. Y en aquel paraíso sevillano, bajo un cielo apolíneo, a la sombra de la conversación con el maestro Estacio, yo recordaba. Escuchen atentamente, izquierdistas tarados. Nuestra escuela, en un barrio marginal y pobre, que había construido el gobierno del malísimo presidente y luego dictador Batista, era un colegio moderno (hablo de la década de los años cincuenta del siglo pasado), que disponía de un comedor escolar ¡que empleaba a una dietista! Nunca olvidaré los batidos de zumo de naranja con zanahoria o remolacha que allí bebíamos. Y la excelente comida. Que para muchos era la única del día. Todo por 25 centavos a la semana. Y al alumno que la extrema pobreza de la familia no le permitía pagarlos, también comía. De más está decir que, pocos años después de que la Gran Revolución nos liberara, la escuela estaba en ruinas, mis muy capacitados y queridos maestros habían sido sustituidos por una piara de jóvenes cuyo único mérito era ser fidelistas. Y el propósito del nuevo magisterio pasó a ser adoctrinar, no educar.

Curiosamente, lo mismo que el sanchismo, el castro-chavismo y su comparsa de chochócratas y de xenófobos parásitos tribales, está implementando en España.

Quedan advertidos.

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