Opinión

Joan Laporta y las malandanzas del mosquito

Joan

Joan Laporta Estruch nació en Barcelona el 29 de junio de 1962. Es uno de los tres hijos que tuvieron Joan Laporta i Bonastre, médico, y su esposa, Maria Teresa Estruch. El niño Joan heredó de su padre la vocación por la medicina (vocación que no prosperó porque al chico le interesaban demasiadas cosas aparte de estudiar), el independentismo catalanista y, esto sobre todo, la pasión por el Fútbol Club Barcelona, el Barça. Estos dos últimos sentimientos se fundieron en uno solo, algo no infrecuente en Cataluña: para los Laporta, padre e hijo, ser culé era ser indepe, y viceversa. El doctor Laporta inscribió a su hijo como socio del Barcelona cuando la criatura tenía apenas doce años.

Ya desde el colegio mostró el chico un carácter que no ha cambiado, en lo esencial, en toda su vida. Era alegre, desparpajado, echao p’alante, inteligente, inconstante, bromista, chuleta, juerguista, extraordinariamente ambicioso, ligón impenitente, cargado de astucia y no le gustaba que le mandasen. Era casi la definición de lo que suele llamarse un “viva la virgen” que tenía, por lo general, la suerte de cara. Jamás le importó mentir para conseguir lo que quería. Y quería muchas cosas.

Tampoco es que le gustase mucho estudiar, al menos de chaval. Quería ser médico, como su padre y su abuelo, pero su nota en la selectividad no le alcanzó para Medicina y se decidió por el Derecho, concretamente el mercantil, campo en el que ha tenido un innegable éxito gracias al bufete que fundó, Laporta & Arbós… y a sus contactos, porque él mismo ha reconocido alguna vez que su cartera de clientes no sería la que es de no ser por su protagonismo en el F. C. Barcelona. Ese exitoso bufete es, por tanto, a la vez causa y efecto de su éxito profesional. Y desde luego también del económico.

Laporta decidió, ya desde muy joven, que quería ser presidente del Barça. Le llevó varios intentos pero lo consiguió gracias al dinero de su suegro, Juan Echevarría, presidente que fue de FECSA, de Nissan Motor Ibérica y de Mutua Universal; a su falta de escrúpulos a la hora de vituperar a sus rivales, y a su absoluta desvergüenza a la hora de mentir.

El presidente del Barcelona era el constructor José Luis Núñez Clemente, que ocupó el cargo entre 1978 y 2000. Laporta fue el creador de lo que se llamó Elefante Azul, una plataforma de descontentos que utilizó métodos que hoy llamaríamos populistas o directamente trumpistas para denigrar al líder. Fracasó, pero cuando el sucesor de Núñez (Joan Gaspart) se vio forzado a dimitir por la calamitosa situación del club, Laporta abandonó a su hasta entonces amigo Lluís Bassat, de cuya candidatura había formado parte hasta entonces, y se presentó él. Había seis candidatos y el favorito era Bassat; quien menos posibilidades tenía era precisamente Laporta.

Pero entonces el astuto abogado mercantil hizo correr, con todo éxito, el rumor de que, si ganaba, iba a fichar a David Beckham, nada menos. Era mentira, por supuesto; en aquel momento (junio de 2003) Beckham, estrella futbolística tanto como mediática, ya estaba fichado (sotto voce) por el Real Madrid

Pero entonces el astuto abogado mercantil hizo correr, con todo éxito, el rumor de que, si ganaba, iba a fichar a David Beckham, nada menos. Era mentira, por supuesto; en aquel momento (junio de 2003) Beckham, estrella futbolística tanto como mediática, ya estaba fichado (sotto voce) por el Real Madrid. Sin embargo, Laporta consiguió que el Manchester United, club de origen del futbolista británico, pusiese en su web, por unas horas, que sí, que Beckham se iba al Barça. Aquello era una trampa secreta: a cambio de aquella falsedad, si Laporta ganaba las elecciones, se comprometía a llevar al club catalán a un jugador tutelado por el hijo de sir Alex Ferguson, director técnico del Manchester. Do ut des, que decían los latinos y los abogados. Eso fue lo que ocurrió. Tiempo después de las elecciones llegó al Barça Rüstü Reçber, portero turco. Jugó siete partidos. Luego se lo llevó el viento.

Sin embargo, los socios del Barcelona se creyeron aquella mentira y Laporta pasó de un 9% de estimación de voto a ganar las elecciones por más de la mitad de los votos, más de 27.000. David Beckham, que no se había enterado de nada, se enfadó muchísimo. Pero qué más daba. El objetivo estaba conseguido. Laporta juró que jamás tendrían el menor puesto en el club azulgrana ni Núñez, ni Gaspart, ni ninguno de sus escuderos o partidarios. Y lo de Beckham, pues oye, pues al final se estropeó por culpa de nuestros enemigos, que no descansan.

Laporta fue un gran presidente, al menos en cuanto a resultados. Se apoyó en Johann Cruyff, en su ¡amigo del alma! Sandro Rosell, en Txiqui Begiristain. Contrató a Fran Rijkaard, fichó a Ronaldinho y a muchos más, descubrió a uno de los mejores entrenadores del mundo (Pep Guardiola) y acabaría ganando, en aquellos años dorados, todos los grandes títulos imaginables, nacionales y extranjeros. Entre ellos, la segunda y la tercera Copas de Europa (la Champions League) para el Barcelona, cuatro Ligas españolas, una Supercopa de Europa y un Mundial de clubes. El de Laporta fue el mejor Barça que se recuerda.

Las penosas imágenes de Joan Laporta celebrando su elección, o los títulos, o lo que fuera, medio desharrapado, tirándose champán francés por la cabeza, rodeado de señoritas de dudosa (o nada dudosa) reputación, fumando espectaculares habanos o montando tremendas fiestas muy poco piadosas en yates de lujo, no hicieron mella en su imagen: los barcelonistas daban todo aquello por bueno, porque los títulos y los éxitos deportivos no dejaban de llegar. El pelotazo de diez millones que se embolsó Laporta al enviar a varios jugadores del Barça a dar un “cursillo” en Uzbekistán, tampoco. Y su actitud despótica y arbitraria, que puso en su contra a la mayor parte de la junta directiva que le había acompañado en la elección presidencial (entre ellos Sandro Rosell y Josep María Bartomeu), tampoco le salió demasiado cara. Hubo evidencias de que alguien había mandado espiar a los directivos díscolos. Hubo una moción de censura que casi acaba con él. Pero en realidad no pasó nada. Laporta, siempre con la suerte de cara, siempre saltando de un sitio a otro, picando aquí y picando allá, se libró de todo aquello.

Las penosas imágenes de Joan Laporta celebrando su elección, o los títulos, o lo que fuera, medio desharrapado, tirándose champán francés por la cabeza, rodeado de señoritas de dudosa reputación, fumando espectaculares habanos o montando tremendas fiestas muy poco piadosas en yates de lujo, no hicieron mella en su imagen

Concluido en 2010 su mandato como presidente del Barça, algo tenía que hacer Joan Laporta, que le había cogido gusto a la popularidad, a la fama… y al poder. Dio otro salto: se dedicó a la política por un tiempo. Fue uno de los más conspicuos difundidores de aquella célebre patraña indepe del “Espanya ens roba” ejercicio de cinismo victimista cuya completa falsedad fue mil veces demostrada, pero a él qué más le daba. Fundó un partido político propio, Democracia Catalana, con el que logró un escaño en el Parlamento autonómico y un par de concejalías – entre ellas la suya– en el Ayuntamiento de Barcelona. Eso fue en 2011. En alguna de las campañas llegó a montar una “merienda” con su madre y las madres de otros dos candidatos afines, con toda la prensa delante, para demostrar lo maternales que eran él y el independentismo. Donald Trump nunca llegó tan lejos.

Pero aquello de la política no tenía, ni por lo más remoto, ni el relumbrón, ni la popularidad, ni el poder (o la sensación de poder) que le proporcionaba la presidencia del Barcelona. Y decidió volver a presentarse. Quería ser el primer presidente del Barça en dos periodos distintos… desde 1942, cuando al presidente lo nombraban las autoridades franquistas.

Tras los mandatos de sus examigos Rosell y Bartomeu, Laporta fue elegido de nuevo (marzo de 2021) con mayor porcentaje de votos que el que obtuvo 17 años atrás: el 54%. Si en 2003 el señuelo fue el falso fichaje de Beckham, en 2021 Laporta dijo, o dejó decir, que él era el único candidato capaz de retener a Leo Messi, leyenda del club y uno de los mejores jugadores de la historia. También era mentira. Joan Laporta llegó a hacerse un vídeo desternillante en el que abrazaba tiernamente a un maniquí (sin cabeza) que llevaba la camiseta de Messi. Pero al final fue Laporta el presidente que echó a Messi, o que no lo pudo retener después de veinte años de gloria que el argentino dio al club blaugrana.

La razón es sencilla de entender: el F. C. Barcelona estaba en quiebra técnica. Virtualmente arruinado. Los jugadores debían bajarse el sueldo porque no se les podía pagar. Parejos con la situación económica, los éxitos deportivos fueron desiguales, muy inferiores a los de los años anteriores. Laporta, como era de esperar, echó la culpa de todo a sus dos predecesores, Rosell y Bartomeu, y juró que nunca, bajo ninguna circunstancia, ni ellos ni ninguno de sus escuderos o partidarios tendría el menor puesto en el club.

Nadie pareció fijarse en que, en medio de la calamidad, Laporta “fichó” a su hermana Maite como responsable del “Departamento de Inclusión y Diversidad” del club, algo que parece mentira que nadie hubiese caído en la cuenta de lo necesario que era: hasta los hermanos Laporta, no existía. Había hecho lo mismo en su primer mandato, enchufando a amigos, hijos de amigos y hasta a alguna llamativa señorita de la interminable lista de sus “amigas especiales”, entre las cuales se hallaba la actriz porno María Lapiedra.

Había hecho lo mismo en su primer mandato, enchufando a amigos, hijos de amigos y hasta a alguna llamativa señorita de la interminable lista de sus “amigas especiales”, entre las cuales se hallaba la actriz porno María Lapiedra

Y en esto llegó Negreira. El caso se ha conocido hace poco. José María Enríquez Negreira, primero árbitro de fútbol y luego vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros (de 1994 a 2018), llevaba cobrando del F. C. Barcelona, a la chita callando, al menos desde 2001. Él o su hijo. El año que menos, 135.000 euros; el año que más, casi 600.000. ¿Y eso por qué? Oficialmente, por “asesoramiento técnico de vídeos y grabaciones”. Oficiosamente, para garantizar que los árbitros se portaran bien con el Barça.

Las reacciones de Joan Laporta han sido cuatro. La primera, negar los hechos. La segunda (y más esperable, dada su trayectoria), decir, o más bien gritar, que todo eso formaba parte de una campaña orquestada para destruir el club y denigrarle a él, reacción victimista clásica de cualquier populista que se precie, sobre todo si le pillan con las manos en la masa. La tercera, asegurar que lo mismo hacen muchos equipos más, cosa que, como es natural, tendrá que demostrar. Y la cuarta, echar la culpa de todo a cualquiera menos a él, asegurar que fueron sus enemigos (Gaspart, Bartoméu, Rosell) los corruptos. No él.

Ahora a ver cómo explica el carismático, seductor, vivalavirgen, saltarín y desenvuelto presidente del Barcelona que, como se va sabiendo, es cierto que él suspendió los pagos a los Negreira durante las dos primeras temporadas de su primer mandato, pero que a partir de entonces los reanudó obedientemente: el árbitro se llevó alrededor de 750.000 euros gracias a Laporta, entre 2004 y 2010.

A ver, a ver cómo lo explica.

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Mosquito, o zancudo, es el nombre que reciben varias familias de insectos dípteros, sobre todo si son del suborden de los nematóceros, y muy especialmente los de la familia de los culícidos. A pesar de todas estas barbaridades idiomáticas, es uno de los animales más comunes en el planeta y se le encuentra en todos los continentes salvo en los polos. Lo único que necesitan es que haya agua cerca para completar su ciclo vital, porque las larvas son acuáticas. Les encanta el agua. Y también los yates, por qué no.

Seamos claros. El mosquito es un parásito. Un parásito hematófago, lo cual quiere decir que se alimenta de la sangre de otros. Hay mosquitos que chupan la sangre de las vacas, de las ovejas, de la gente, de los pájaros, del Barça, de los anfibios, del Parlamento de Cataluña, de lo que sea menester. Comete el mosquito un error en el que no caen, por ejemplo, los murciélagos vampiros, los pájaros picabueyes u otros bichos que se alientan de sangre ajena. Estos son discretos y hacen cuanto pueden para pasar inadvertidos; el mosquito, sin embargo, no. El mosquito, al picar a alguien, inocula una sustancia anticoagulante que suele provocar un picor tremendo. La víctima no hace más que rascarse, lo cual a veces provoca más sangre. Y esa es la felicidad del mosquito.

¿Cuál es la solución? Pues no te rasques, so idiota; sé sensato y no lo reelijas. Pero es muy difícil resistirse a la comezón que produce la picadura del mosquito, que va de un sitio a otro, saltarín y sagaz; que tiene una endiablada habilidad (como las moscas) para evitar que lo atrapen, o que lo despachurren de un manotazo, o que le pillen con su afilada probóscide dentro de la piel de su víctima. No es nada fácil atrapar a un mosquito, que se pega la gran vida gracias a su astucia y a la sangre de los demás. Que parecemos tontos, caramba.

Un detalle muy curioso: los mosquitos son parásitos, pero también, en algunas especies, son parasitados. A pesar del pequeño tamaño del insecto, hay diminutos ácaros (a veces arbitrales) que se agarran al cuerpecillo del mosquito y le chupan la sangre a él. Ahora háganse ustedes la pregunta definitiva: ¿quién pone la sangre, tanto para los mosquitos como para los ácaros que los parasitan?

Pues quién la va a poner, hombre, quién la va a poner. Nosotros.

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