Opinión

‘Joder, qué tropa’

Diríase que la mayoría ve a Pedro Sánchez, con cierta lástima, caminar por un alambre del que todos tiran, sin barra entre las manos y sin red. Esto no puede durar mucho

Carretero, mi padre, se reúne cada primer martes de mes con una peña de amigos a los que yo llamo, un poco a lo argentino y con todo el cariño del mundo, Los muchachos, porque papá, a sus 86 castañuelas, está más o menos en la zona media de la tabla en lo que se refiere a la edad. Alguna vez me han invitado. Se sientan a comer alrededor de una mesa cuadrada, en el reservado de un restaurante de confianza, y más de una vez les ha dado la hora de la cena, porque todos son gente de considerable tonelaje intelectual y la conversación, siempre muy sabrosa, suele alargarse. El asunto suele producirse más o menos así: después de que cada cual ha elegido lo que va a comer entre la seductora oferta de pimientitos, boqueroncitos, cecinita y croquetitas (Rafa, el dueño, suele recitar la carta con una extraordinaria abundancia de diminutivos), cualquiera de ellos golpea la copa con un tenedor y dice, no sin retintín:

–¡Bueno! ¡Y qué os parece el Gobierno!

Ahí se produce un murmullo de sonrisas más o menos sarcásticas: he he he, que empiece el Zori, no, yo escucho, que hable Juan, no, no, que entonces no terminamos hoy, a ver, Paco, dale tú, o mejor David, por ahí seguido. Cada uno es, naturalmente, de su padre y de su madre en cuanto a forma de pensar, pero no suelen comportarse como defensores de las esencias de sus partidos: todos se dan cuenta de que, si cada uno se encastilla en su almena, aquello se convierte en un soberano latazo y nadie aprende nada de la conversación. Que es a lo que van. Yo he visto algo parecido en algún lugar que frecuento.

Sánchez ha llegado hasta el alambre después de conseguir que mucha gente muy diversa sujetase los dos extremos. El problema es a cambio de qué

Parece que hay un acuerdo general (o eso me dice Carretero) en que este muchacho, Sánchez, tiene buenas intenciones y ha llegado a la Moncloa abriendo ventanas y descorriendo cortinajes, para que entre la luz y se ventile aquello un poco, porque el lugar llevaba ya tiempo oliendo a piso de renta antigua. El acuerdo se termina cuando se ponen a discutir hacia dónde va este hombre y por qué está haciendo las cosas que hace. Hay quien piensa que ha comenzado una nueva Edad de Oro. Otros creen que Sánchez está intentando caerle bien a todo el mundo mediante el clásico sistema de aumentar muchísimo la partida presupuestaria de chocolate para loros. Y otros, seguramente la mayoría, lo miran todo con cierta lástima porque ven al presidente caminar por un alambre, sin barra entre las manos y sin red. Esto no puede durar mucho. Ahí suele terciar Carretero:

–Un gobierno tiene el deber de gobernar para el bien de todos los ciudadanos y no para favorecer solo a quienes le votan.

Sí, pero cada cual interpretará que el bien de los ciudadanos se parece mucho a lo que él piensa y pretende, y que los zascandiles son los otros. ¿Cómo distinguir, entonces?

–Por la calidad de las personas.

Sánchez ha llegado hasta el alambre después de conseguir que mucha gente muy diversa sujetase los dos extremos. El problema es a cambio de qué. Y es evidente que algunos de los sujetadores están tirando con la nada secreta esperanza de que este hombre se caiga pronto, valga la paradoja; tiran y aflojan para que, si no hace lo que ellos exigen (y que ningún gobierno podría hacer) el alambre se mueva y el equilibrista acabe estrellándose contra el suelo.

–¿Y eso beneficia a los ciudadanos?

Lo que sucede es que en algunos de los sujetantes, singularmente en el caso de los secesionistas catalanes, coinciden dos circunstancias peligrosas. Una, que piensan que todo el mundo actúa como ellos; es decir, que el objetivo de todos es la prevalencia de sus ideas o el mantenimiento de su poder al precio que sea, por encima de cualquier cosa. Y otra, que están enamorados. Maniobran para conseguir un sueño que ellos tienen y que les mantiene con el corazón contento, el corazón contento y lleno de alegría; y, como todos los enamorados, no les cabe en la cabeza que alguien no comparta ni admire ni se le llenen los ojos de lágrimas por ese amor, por ese sueño hecho de himnos y banderas y mitos y egoísmo. Es gente que busca la felicidad. Es muy difícil convencer a un enamorado de que la felicidad no existe, al menos en política; que lo que existe es la convivencia. De ahí la perversidad a la hora de sujetar el alambre.

–¿Y eso beneficia a los ciudadanos?

Una ministra ya ha dicho –es sorprendente esto– que no van a aguantar a cualquier precio, que no todo vale, que el gobierno no puede ceder a según qué chantajes. Eso ha puesto a los aprendices de brujo a sacar cuentas sobre cómo y cuándo provocar que haya nuevas elecciones. Unos las temen porque están convencidos, y no sin razón, de que su revival ideológico con música de los años 90 no va a bastar para convencer a la gente de que les perdone, sobre todo después de años de latrocinio continuado.

En Cs se levantan mirándose en las encuestas como la pesada de la madrastra de Blancanieves interrogaba al espejo mágico dieciocho veces al día

Otros, los que aspiran a reemplazarlos, están dispuestos a todo para conseguir que las elecciones sean cuanto antes, porque se acuestan y se levantan mirándose en las encuestas como la pesada de la madrastra de Blancanieves interrogaba al espejo mágico dieciocho veces al día. Otros más aguardan a que el equilibrista se caiga para ocupar su lugar. Los secesionistas, por más enamorados que estén, se atizan entre ellos porque, en su desarrollo del cuento de la lechera, ya dan por vendido el cántaro y pelean por ver quién se quedará con unas ganancias que solo existen en su sueño: de ahí el brillo afilado de las dagas. Y Sánchez, sudando en el alambre, seguramente recordará la famosa frase del conde de Romanones sobre sus partidarios: “Joder, qué tropa”.

–¿Y eso beneficia a los ciudadanos?

A veces tengo la sensación de que Carretero y los muchachos son casi los únicos que se hacen esa pregunta.

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