Vijay Jojo Chokal-Ingamsus, de origen indio, quería entrar en la Facultad de Medicina, pero tenía pocas posibilidades porque era un estudiante mediocre que se había pasado los dos primeros años de universidad haciendo -como él mismo decía- un “un grado de especialización en Budweiser". Pero tonto no era, porque se dio cuenta de que lo que limitaba sus opciones no era tanto sus notas como su raza, porque mientras un afroamericano tenía un 75,5% de posibilidades de ser admitido, un asiático sólo tenía un 18,81, menos todavía que los blancos. Ello se debía a la llamada “acción afirmativa”, la discriminación positiva que, con objeto de lograr la integración de las minorías, las favorecía en cuestiones como el ingreso en las universidades de élite.
Jojo era de tez oscura, porque sus padres eran inmigrantes del sur de India pero, lamentablemente para él, no era negro. Además, aunque su apellido le delataba, su segundo nombre de pila, 'Jojo', sonaba bastante afroamericano y, encima, había vivido en Nigeria. Así que, ni corto ni perezoso, decidió raparse el pelo, inscribirse en una organización de estudiantes negros y alegar en las entrevistas de acceso que era afroamericano. El caso es que con esa estratagema fue admitido en la Universidad de Sant Louis y en la de Pennsylvania. Así lo relata él mismo en un libro titulado, con un cierto recochineo, Almost Black (casi negro). El caso es demostrativo de que las políticas de identidad pueden conducir a una especie de racismo inverso, pues con el objeto de lograr una mayor integración y justicia se produce un desequilibrio no ya con la raza predominante –la blanca- sino con otras quizá también dignas de protección.
Resolvió que las universidades no pueden establecer cuotas por raza, pero sí tomar en cuenta consideraciones raciales junto a otras para favorecer la diversidad y la igualdad de oportunidades
Todo ello viene a cuento de dos recientes sentencias del Tribunal Supremo de Estados Unidos que han resuelto sobre esta política de acción afirmativa o discriminación positiva por motivos raciales en el acceso a la universidad. Lo interesante del asunto es que el Tribunal Supremo se había pronunciado en sentido diferente en otras sentencias anteriores, cuando el tribunal tenía mayoría progresista. Entonces resolvió que las universidades no pueden establecer cuotas por raza, pero sí tomar en cuenta consideraciones raciales junto a otras para favorecer la diversidad y la igualdad de oportunidades. Ahora el Tribunal Supremo estima que las universidades son libres de considerar la experiencia personal de un solicitante -por ejemplo si sufrió racismo- a la hora de valorar su solicitud frente a otros más calificados, pero no puede decidir principalmente en función de la raza, porque atenta al principio de igualdad de la Constitución. Y eso tanto en la Universidad de Carolina del Norte, que es pública, como en Harvard, una universidad privada. Todo esto ha generado una enorme controversia política en el país, al punto que el propio presidente Biden ha atacado al Supremo diciendo que “no es un tribunal normal” y ha repetido compulsivamente la frase “la discriminación sigue existiendo en Estados Unidos”. En cambio a Trump, claro, le ha parecido muy bien.
En definitiva, lo que está en tela de juicio son las políticas de identidad y de discriminación positiva, uno de mis temas favoritos y una de las cuestiones que polariza y encona sobremanera. Las políticas de identidad son, para la izquierda, el repuesto a la lucha de clases, una vez que ésta ya no tiene relevancia al haber desaparecido el proletariado con el sentido que le da el marxismo. Por supuesto, estas políticas no tienen nada de malo; muy al contrario, es muy positiva la defensa de grupos minoritarios situados en inferioridad de condiciones frente a la mayoría, y que sin una labor de impulso no podrán salir de su situación de discriminación. De hecho, como dice Fukuyama en El liberalismo y sus desencantados, las políticas de identidad surgieron para cumplir la promesa del liberalismo, que predicaba una doctrina de igualdad universal e igual protección de la dignidad humana ante la ley, pero que fracasó estrepitosamente en su aplicación práctica en las sociedades liberales, como se pone de manifiesto con la segregación racial en los Estados Unidos hasta bien entrados los años 60 (y sus consecuencias prácticas hasta hoy), la falta de voto femenino en buena parte del siglo XX, la historia del movimiento para ratificar la Enmienda de Igualdad de Derechos (que se refleja tan vívidamente en la serie Mrs. America) o la lucha del movimiento homosexual.
Como señalaba acertadamente el juez Roberts en una sentencia de 2006, “la mejor forma de parar la discriminación por motivos de raza es dejar de discriminar por motivos de raza”
Sospecho, además, que muchos cambios sociales no se producirían si las reivindicaciones no se convierten en ideologías consistentes –aunque parciales y sesgadas- que unan voluntades a favor de la lucha y si no exageran en sus peticiones para obtener finalmente algo menos de lo pretendido. Además, todo el mundo comprende que cualquier política pública es discriminatoria, porque discrimina: elige favorecer un determinado sector, zona geográfica o grupo por medio del presupuesto, y eso significa dejar de hacerlo en otro. El problema es cuando esas políticas no son algo general y coyuntural sino permanente y, además, ponen en cuestión derechos individuales de ciudadanos de otros grupos, produciendo agravios comparativos. Como decían los demandantes, las admisiones universitarias son un juego de suma cero: una ventaja otorgada a algunos solicitantes, pero no a otros, beneficia necesariamente al primer grupo a expensas del segundo. Y como señalaba acertadamente el juez Roberts en una sentencia de 2006, “la mejor forma de parar la discriminación por motivos de raza es dejar de discriminar por motivos de raza”.
El sistema educativo americano es muy diferente del nuestro en su coste, en su sistema y en su organización, pero el principio general está ahí y, de hecho, ya se ha manifestado en España en algunas cuestiones como, por ejemplo, el diferente tratamiento penal del hombre y la mujer en la violencia de género, que se considera de una naturaleza tan estructural que justifica la derogación del principio de igualdad: como somos distintos, leyes distintas. Esta idea es enormemente peligrosa y disolvente, pues una vez devaluado el principio de igualdad, cualquier atropello es posible. Que se lo digan a Jojo, que tuvo que hacerse pasar por negro.
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