El pasado viernes participé en el homenaje póstumo a José María Álvarez en Cartagena, su ciudad natal, organizado por la Concejalía de Cultura de su Ayuntamiento, junto a Luís Antonio de Villena y David Pujante. El acto fue ágilmente moderado por Andrés Linares. El recientemente fallecido José María ha sido sin duda uno de los más notables poetas en español de nuestro panorama literario contemporáneo. Dado que la situación política en estos momentos provoca una mezcla de asco y depresión, y con el fin de hacer una pausa terapéutica en su examen y análisis, esta semana transcribo algunos extractos de las palabras que pronuncié en la Plaza Juan XXIII de Cartagena en recuerdo de mi gran amigo José María.
“Suele decirse que cada ser humano es único e irrepetible y es probable que sea verdad, pero también lo es que entre nuestros congéneres los hay más únicos y más irrepetibles que otros. José María fue uno de ellos y su singularidad era tan notoria, tan palpable, tan desafiante, que ello le generó no pocas enemistades y una injusta reputación de elitista y ajeno a las penurias de los demás. Nada más lejos de la verdad. Bajo esa brillante y en no pocas ocasiones deslumbrante pirotecnia oscarwildiana de inmisericorde ridiculización de los imbéciles y de desprecio por los mediocres, latía un verdadero amigo de sus amigos y una inmensa piedad por el sufrimiento de los inocentes. José María no sólo fue un inconmensurable poeta, sino un espíritu noble, una mente que se situaba de manera natural, sin esfuerzo alguno, en las regiones más altas del pensamiento y del arte y su poesía asombra por la abundancia de hallazgos formales y de profundidad conceptual que en ocasiones alcanza la extrema lucidez y la belleza absoluta. Quién si no José María podría arrancar un poema con este verso: “La noche tiene labios de raso” o con este otro: “Armado de leopardos y de oro/ al viento las banderas de la Muerte” o este definitivo: “El otoño es como una gasa dorada”. Otra categoría relevante a la hora de clasificar a los hombres, y a las mujeres, por supuesto, es su grado de ser prescindibles. Existen personas claramente innecesarias, superfluas, cuya existencia en el mundo no tiene volumen, es hueca. Algunas de ellas, curiosamente, nos gobiernan, cosas de la democracia. Pues bien, desde esta perspectiva densimétrica, José María era inequívocamente imprescindible. Su ausencia será siempre tan sentida que se transformará en una presencia, su recuerdo viajará más allá de una evocación para ofrecernos une realidad perceptible. No será necesario que el consistorio de Cartagena o el gobierno de la región de Murcia le dediquen un busto melancólico en una recóndita esquina de un frondoso parque porque su obra estará para siempre aleteando en el aire a lo largo y a lo ancho de la geografía de nuestro convulso planeta, porque su escritura forma ya parte de un legado universal”.
Muchas noches reunía en su casa a un pequeño grupo de amigos y recitaba los poemas inaugurales de esa obra monumental que iría creciendo después a lo largo de los años, ese volumen en continua expansión
“Cuando en 1968 tuve que elegir un destino para mis prácticas como suboficial de las milicias universitarias me decidí sin vacilar por Cartagena para estar cerca de José María. Yo tenía veintitrés años y él veintiséis. Muchas noches reunía en su casa a un pequeño grupo de amigos y recitaba los poemas inaugurales de esa obra monumental que iría creciendo después a lo largo de los años, ese volumen en continua expansión, revisitado y corregido infatigablemente en busca de una perfección casi obsesiva, Museo de Cera, al principio subtitulado Manuel de Exploradores, y oigo todavía su voz densa, lenta, recreándose en la sonoridad deslizante de los versos, plena de ricos armónicos, voz de rapsoda, voz de poeta. Le escuchábamos en un silencio de iglesia y caíamos presos de la fascinación de una combinación embriagadora de recital, representación y comunión estética y semiótica. Mecidos por el pausado fluir de los versos de Museo de cera, cobraba todo su sentido la penetrante observación de Lawrence Durrell en El Cuarteto de Alejandría, que en aquella época de fervores juveniles leíamos con la misma pasión con la que nos adentrábamos en los párrafos interminables de En busca del tiempo perdido. Nos instruía Durrell `Vivimos en un universo heráldico y la sabiduría consiste en descifrar los símbolos´”
“Sería interminable el relato de tantas y tantas experiencias impactantes vividas gracias a José María. Cuando preparaba esta intervención hace unos días me vino a la cabeza una escena en la que José María -sería la primera mitad de los noventa del siglo XX- nos regaló en el jardín de su casa de Cartagena un avance de algunos de los poemas de su libro próximo a aparecer El botín del mundo. El suelo estaba cubierto por centenares de velas encendidas y se produjo un momento mágico cuando fue desgranando el poema titulado Un amor del conde. Imaginen el aroma vegetal de ese jardín mediterráneo, la luz titilante de la cera ardiendo en múltiples puntos, el cielo oscuro y estrellado sobre las cabezas de la media docena de comensales allí congregados y la voz cautivadora de José María recitando:
`Cae la noche sobre Transilvania.
La obscuridad es espesa en los caminos
que ya ciega la niebla.
Los bondadosos lugareños atrancan puertas
y ventanas, se ocultan
en sus cubiles, persignándose.
Todos temen
algo que viene de la noche.
Pero ella, no.
Ella lo ansía´
No leeré el resto del poema porque es largo y si lo he hecho con los versos iniciales es para ponerles en situación y para constatar que José María, además de un poeta extraordinario, estaba marcadamente dotado para el teatro”.
“José María nos deja una herencia impagable, su obra, que puede ser calificada sin hipérbole como sobresaliente en el panorama de la poesía española contemporánea, su coraje intelectual y político, que desde un irreflexivo izquierdismo juvenil devino en un compromiso insobornable con los valores de la civilización occidental, su incansable labor académica en varios continentes transmitiendo y defendiendo las ideas que vertebran a las sociedades seguras, prósperas y moralmente sólidas, su combate sin complejos a la mediocridad, al adocenamiento o a la estupidez y, sobre todo, su propia vida, tan plena, tan bien aprovechada, tan llena de pasión por la belleza y la excelencia, un ejemplo paradigmático de la sabia recomendación de otro poeta, inmarcesible como él, que escribió hace dos mil quinientos años una máxima que José María podría haber hecho perfectamente suya:
`Alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible´ “
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