Sin la figura de Juan Carlos I probablemente la Transición española no habría sido incruenta. Cualquier análisis que hagamos sobre el Rey Emérito que no tenga en cuenta este singular antecedente será, como poco, parcial, por lo general arbitrario y en ocasiones, dependiendo de quién lo propale, abierta y premeditadamente deshonesto. Si eliminar el contexto, obviar las circunstancias que rodean a las decisiones graves es ya de por sí un ejercicio de grosera manipulación de la historia, suprimir hechos trascendentales para así deformar la realidad, depreciar méritos (o deméritos), y abonarse a la desvergonzada práctica de las medias verdades, de la que tan surtidas están algunas recientes autobiografías, es directamente una despreciable estafa.
La mayoría de los análisis sobre la figura del Emérito con los que en estos días los medios bombardeamos a nuestros lectores omiten el contexto. También se da el caso de aquellos que solo tienen ojos y pluma para el panegírico exculpatorio y la exclusiva loa de lo pretérito, pero son los menos. La ordinaria opinión va de la tabla rasa al linchamiento, de la complaciente incomodidad al insulto indisimulado, de la duda equidistante a la imputación directa: “La Monarquía se ha convertido en el mecanismo más perfecto para la corrupción”. Lo ha dicho una ministra del Gobierno. Ione Belarra, se llama. Que se sepa no hay noticia ni de su dimisión ni de su cese. Casi simultáneamente, el diputado de Unidas Podemos Gerardo Pisarello, prosélito declarado del independentismo, pedía un referéndum sobre la Monarquía. De eso se trata.
El Emérito es caza menor, pero sigue sirviendo como útil instrumento de desgaste para los que saben que doblarle el pulso al Estado no será tarea fácil sin antes haber liquidado la Monarquía
Que un partido declaradamente republicano como Unidas Podemos explote en su beneficio la reprensible conducta de Juan Carlos I es un hecho tan inevitable como legítimo. Que lo haga en descarada connivencia con el secesionismo, traicionando el espíritu originario de la República que tanto añoran sus dirigentes, lo que revela es que el republicanismo solo opera como subterfugio para encubrir fines no tan confesables. Lo que la troupe circense y plagada de enanos de Pablo Iglesias persigue, no es la rendición de cuentas del Emérito ante la Justicia, sino la minusvaloración del espíritu constitucional que brotó de la Transición y la negación de los merecimientos de la institución monárquica. En definitiva, la reescritura de la historia y la masiva inoculación en las nuevas generaciones del virus del descrédito hacia lo que un día bautizaron como “Régimen del 78”.
La única oportunidad de Iglesias, sus herederos y sus colegas independentistas pasa por volar los cimientos del Estado, tarea harto difícil si antes no se aniquila la Monarquía. Lo he dicho en muchas ocasiones y lo repito: Juan Carlos I es ya caza menor; el objetivo es Felipe VI. Es caza menor, pero la lectura que se haga de su comportamiento en el inmediato futuro, sea el que fuere, no será inocua; y en clave reputacional, el riesgo es que sus movimientos en España acaben siendo cualquier cosa menos inofensivos, por lo que no se acaba de entender la presión indirecta -y en algunos casos directa- que desde ciertos círculos políticos y periodísticos se ejerce sobre el actual Rey para que acelere el retorno de su padre. Por encima del derecho de hacer lo que le plazca con su real persona, don Juan Carlos se debe a la institución. Mucho más después de haber situado a la Monarquía en el trance más delicado de la reciente historia. Por méritos propios, don Juan Carlos, a pesar de la decisión exculpatoria de la fiscalía suiza, no es dueño de sus actos, salvo que alguien entienda que hay que conceder más valor a los intereses del Emérito que a los generales del país.
Con la soberbia intacta, dispuesto a dar espectáculo y a reivindicarse a destiempo, lo que puede llegar de Abu Dabi no será el anciano rey jubilado y prudente que exigen las circunstancias, sino una bomba de relojería
Juan Carlos I ha sido durante casi 40 años Rey de España, sin duda los más pacíficos y fecundos de nuestro país. Engañó a los prebostes del régimen franquista, organizó con Adolfo Suárez y Santiago Carrillo la legalización del PCE, comprometió su palabra ante los dirigentes de las principales democracias occidentales, a quienes trasladó su irrevocable decisión de devolver las libertades a nuestro país; sin importar el precio. En aquellos años, don Juan Carlos se jugó la vida en más de una ocasión, activó relaciones diplomáticas inexistentes, recondujo las deterioradas, consiguió contratos multimillonarios gracias a los que se crearon miles de puestos de trabajo, y, como se ha recordado esta semana, nunca metió la mano en la caja del dinero público. Cumplió con sus obligaciones. Merece un respeto. Hasta ahí. Lo que ocurrió en el entretanto y lo que vino después, ya es otro cantar. Y es que su problema no es solo que haya muchos ciudadanos que no se creen la versión de los generosos regalos; lo que desfigura su trayectoria y devasta su imagen es que los aceptara; que los millones de españoles que no llegan a fin de mes se hayan enterado por la prensa de que su Rey, montoncito a montoncito, se montaba un espléndido plan de pensiones al margen de Hacienda.
Quien crea que esto se ha acabado se equivoca. No van a soltar la presa. No todavía. Felipe VI lo sabe y a don Juan Carlos alguien se lo debería hacer ver. Porque le están esperando, y no solo Belarra, Echenique y Rufián. También será carne de cañón de un Gobierno que le ha pasado la patata caliente a Zarzuela y juguete roto de una oposición que cuanto más le elogia más complica el resarcimiento del viejo monarca. Y si el que aterriza en Barajas es el que algunos se temen, un Emérito crecido, con la soberbia intacta, dispuesto a dar espectáculo y a reivindicarse a destiempo, ocupando espacio en una agenda política ya de por sí envenenada, lo que habrá llegado de Abu Dabi no será el anciano rey jubilado y prudente que exigen las circunstancias, sino una bomba de relojería.
La postdata: a Iván le buscan las cosquillas
Que a Iván Redondo le están buscando las vueltas desde el PSOE y el Gobierno no es ninguna novedad. Lo que puede ser noticia es que se las encuentren a no mucho tardar. Que se sepa, el extodopoderoso jefe de Gabinete de la Presidencia del Gobierno ni ha solicitado ni obtenido el permiso preceptivo de la Oficina de Conflictos de Intereses para prestar servicios en entidades privadas durante los dos años posteriores a su cese. Según la Ley 3/2015, los altos cargos salientes no pueden trabajar para empresas afectadas por “decisiones en las que hayan participado”, y hay quien se pregunta si la colaboración semanal de Redondo en La Vanguardia no es contraria a la norma, o al menos al espíritu de la misma.
“Voy a intentar con @LaVanguardia devolver a la sociedad lo que he aprendido”, escribía el antiguo lugarteniente de Sánchez en un tuit el pasado 13 de octubre. ¿Es propiedad de Redondo lo aprendido en el Gobierno? ¿Tiene derecho Redondo a poner a disposición de un medio de comunicación los conocimientos adquiridos en su etapa en Moncloa? ¿Es ético tratar al Gobierno de la Nación como a un vulgar cliente que te rescinde el contrato y aprovechar el background acumulado gracias a los recursos puestos a disposición del alto cargo por el Estado -no a disposición de Iván Redondo- para hacer prospección política y engordar tu marca? ¿Es mínimamente estético, cuando te corresponde hasta julio de 2023 un sueldo bruto de 6.910,89 euros, ponerte a vender descaradamente, y sin solución de continuidad, un nuevo producto electoral -Yolanda Díaz- que es competencia directa de tu anterior contratista?
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