Opinión

Juan Carlos: su pecado, nuestra penitencia

Aquí se ha sobreactuado tanto, del rey Felipe VI abajo, que el mejor favor que puede hacerse España es recibir a 'El Campechano' este sábado a la vuelta del destierro con un elocuente silencio

Se suele decir que el gran pecado de esta España menos moderna de lo que se cree es la envidia. Y no digo yo que no, en términos generales, pero me parece que durante los dos últimos años y con la excusa de las andanzas confirmadas del Rey Juan Carlos hemos intentado igualarnos a Europa en otra faceta tradicional coto de nuestros hermanos protestantes del Norte: la hipocresía.

¿Cómo explicar, si no, que aquel verano de 2020 aplaudiésemos el destierro a Abu Dhabi de El Campechano con el mismo entusiasmo que aplaudimos cuarenta años el juancarlismo, solo porque nos facilitaba disimular que sabíamos de sus vergüenzas financieras y de unos cuernos que le habíamos reído obscenamente?… Salvo los republicanos más sinceros, aquí ha habido tanta indignación sobreactuada, del rey Felipe VI abajo -hubiera dado dinero por oír qué se dijeron por teléfono (?) en Abu-Dhabi-, que en la vuelta del padre pecador este fin de semana lleva el actual inquilino de la Zarzuela la penitencia; y con él los aplaudidores de este extraño exilio retransmitido.

Porque, atendiendo al entusiasmo que despertaba el personaje aquí y afuera, a los largos años con decenas de reportajes y horas de televisión sobre el milagro de nuestra Transición del franquismo a la democracia, cualquier observador imparcial diría que a este país le molestó más ver el tomate descrito en unas diligencias judiciales que los hechos en sí; y se preguntaría, por ejemplo, cómo es posible que el hoy monarca nunca antes de la renuncia a la herencia off shore alzara la voz para interesarse por quien y cómo pagaba las largas temporadas de su madre, la Reina Sofía, en Londres; o por qué hubo unos empresarios que costearon dos yates Fortuna protagonistas en distintas etapas de aquellos veranos infinitos en aguas de Mallorca, con Marta Gayá entrando y saliendo a escondidas del Palacio de Marivent.

Preguntas que tampoco quisieron hacerse en su momento, a lo que se ve, ninguno de los seis presidentes que lo fueron bajo el reinado de Juan Carlos I: Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, o cualesquiera de los centenares de ministros de la primera monarquía constitucional española.

Ocho años antes del destierro, en 2012, Hacienda ya acreditó que la Infanta Cristina era la misteriosa propietaria de trece inmuebles inscritos en el Registro con su inconfundible DNI número 14. “Un error”, rectificaría aprisa y corriendo el Ministerio en un comunicado sin el menor sonrojo… y tragamos todos. Vaya por Dios

Ni siquiera Cristóbal Montoro, titular de Hacienda… y mira que lo tuvo fácil cuando un diligente funcionario de la Agencia Tributaria -a la cual el juez instructor del caso Noos, José Castro, había pedido la relación de bienes embargables al matrimonio Urdangarin- descubría al mundo en 2012, ocho años antes del destierro y la indignación popular, un listado donde figuraba que la Infanta Cristina es propietaria de trece inmuebles inscritos en el Registro con su inconfundible DNI número 14. “Un error” diría aprisa y corriendo Hacienda en un comunicado sin el menor sonrojo… y tragamos todos. Vaya por Dios.

Pero, no nos desviemos de lo principal: Responsables de toda acción del monarca -según la doctrina judicial que ha declarado inviolable a Juan Carlos I-, a los presidentes del Gobierno tampoco se les ocurrió, al parecer, preguntar a RTVE por qué Barbara Rey disfrutaba de un suculento contrato a cambio de amenizarnos por decreto aquellas noches de sábado de los años 80 y 90; algo que, por cierto, los entonces directores de medios de comunicación -tan diligentes con otras corrupciones y vicios privados- no publicaron hasta bien entrado el siglo XXI; todo lo más, veladas alusiones entre lineas para lectores y oyentes medianamente informados.

No hubo tampoco, que se sepa, ningún presidente o ministro de Defensa que exigiera al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) explicaciones de qué demonios hacían sus agentes entrando al domicilio de la Rey a borrar no se qué vídeo comprometedor -se les fue la mano y cayó hasta La Sirenita-, cuando ella empezó a cantar al apellido por los platós tras serle rescindido ese contrato.

Se ve también que nosotros nunca supimos captar aquellos mensajes de Barbara Rey en prime time y decidimos posponer nuestro ¡Basta ya! ciudadano ante tanto desfase de El Campechano hasta que nos declaramos indignados en una encuesta del CIS de Tezanos, eso sí, muchos años después

Se ve también que nosotros, pobres súbditos parcos de entendederas, nunca supimos captar ni comentamos al calor de nuestras salas de estar los mensajes melodramáticos de la Rey en aquellos prime time de audiencias millonarias, y por eso decidimos posponer nuestro obligado ¡Basta ya! Ciudadano en la calle, nuestra indignación ciudadana ante tanto desfase de El Campechano. Esta no llegaría hasta unas encuestas del CIS de Tezanos y de otras casas demoscópicas muchos años después… Ya.

Pero es que, para más Inri, entrado el nuevo siglo, cuando lo de Barbara Rey o Marta Gayá era vox pópuli, tampoco a ningún presidente, vicepresidente, ministro o líder de la oposición se le ocurrió preguntar a La Zarzuela o al servicio secreto qué diablos hacía viviendo en La Angorilla -¡¡en el mismo recinto del Palacio de La Zarzuela!!- a cuerpo de reina una escultural guiri rubia de mediana edad y nombre impronunciable -luego supimos que era alemana, Corinna Zu Sayn Wittgenstein, y se hacía llamar princesa-; ni por qué en 2006 Corinna se subió al avión de las Fuerzas Aéreas junto al Rey en un viaje oficial... Y mira que todavía faltaban años, siete en concreto, para que toda la pantomima se viniera abajo cuando el hoy anciano Juan Carlos I se caía con ella presente durante una cacería con en Botswana. Aquello fue el principio del fin.

Ha pasado casi una década pero ya podemos sacar una primera conclusión: Tan falso es que el Pueblo español ha aguantado con El Campechano más que la sábana de abajo, como cierto que somos mal hipócritas. Reímos discretamente, en voz baja, los cuernos de la Reina Sofía y miramos para otro lado ante las evidentes señales de codicia del monarca, y ahora nos partimos la camisa, todos, con tal de que nadie note que fuimos cómplices necesarios. Unos por acción (las élites silentes) y otros por clamorosa omisión (la ciudadanía) abdicando de su deber de protesta.

El Norte europeo, monárquico o republicano, lleva incorporada la hipocresia desde hace siglos con la naturalidad del aquel comisario Renoir en Casablanca -“¡¡Qué escándalo, aquí se juega!!”, declamaba mientras se metía disimuladamente en la chaqueta el sobre que le acababa de entregar Rick (Humphrey Bogart). En España nos cuesta hablar del vil metal y lo resolvemos no hablando; que ese ha sido y es nuestro problema con el anterior jefe de Estado, no la Monarquía.

Este sábado, cuando vuelva, nos haremos todos un favor no volviendo a sobreactuar y recibiéndole en silencio -de desaprobación o respeto, allá cada cual- como lo que es: un anciano que nos estafó, pero que tiene derecho a morir en paz en España

Jamás ocultó su obsesión fatal por el dinero ante las silentes élites política, empresarial y mediática que le acompañaron por medio mundo y le convirtieron en el mejor embajador de la marca España. Esto hizo, probablemente, que interpretara aquellos silencios y genuflexiones a modo de patente de corso comisionista en pago por los servicios prestados aquel 23-F de infausto recuerdo; nada de construir una Casa Real española a imagen de la Británica, que posee desde empresas de productos macrobióticos cultivados en sus palacios a un McDonald's y es uno de los mayores patrimonios del mundo, santo y seña del capitalismo, del trading anglosajón.

No, el Juan Carlos I que hemos conocido a través de las diligencias judiciales estos años más parece un personaje de Torrente que otro de la inolvidable Incluso entrañable Escopeta Nacional (1978) de Luis García Berlanga, que tan bien reflejaba nuestro capitalismo caciquil de cacería, de enchufe y pelotazo, en aquella incipiente democracia con Juan Carlos de protagonista.

Y cuando, muchas décadas después, los medios de comunicación nos atrevimos, por fin, a hablar de “amantes” y no de ”amigas personales”, de números IBAN, de testaferros, princesas de cartón piedra y sociedades off shore con nombres impronunciables e incompatibles con alguien que vivía de apodarse El Campechano, todo se nos vino abajo… Elegimos durante décadas el disimulo para evitar el deshonor y ahora el pasado vuelve de Abu Dhabi para recordarnos que el deshonor ahí sigue.

Así que, este sábado, cuando regrese a España por vez primera en dos años, hagámonos un favor y no volvamos a sobreactuar, ni con golpes de pecho en Twitter ni partiéndonos ninguna camisa, simplemente acogiéndolo en silencio -de desprecio o compasión, a elegir- como lo que es: un anciano que nos estafó, pero tiene derecho a morir en paz en su país.

Porque nuestras risas al juancarlismo desaparecido no se van a borrar con unos abucheos ahora a destiempo; eso solo nos pondría a la altura bochornosa de palmeros como aquel que el otro día rio la gracia al presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez-Galán, mientras llamaba ”tontos” a diez millones de españoles de renta baja clientes de la tarifa eléctrica reducida PVPC… Se llama dignidad. La nuestra.

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