Una vez, hace no mucho tiempo, hablé largamente en mi logia (que se llama Arte Real y está en Madrid) sobre la pena de muerte. De más está decir que lo hice en contra. Pero quise ir más allá de la simple descripción del horror que supone que sea el Estado quien se convierta en asesino; busqué argumentos que fueran capaces de convencer a quienes pudiesen estar a favor de la pena capital.
No fue difícil y el auditorio, desde luego, era propicio a lo que yo dije: hoy en día, en España, es prácticamente imposible que te admitan en una logia masónica si, cuando te preguntan (y te lo preguntan siempre) admites que eres partidario de la llamada “pena capital”, aunque sea en casos de asesinos excepcionalmente brutales. Y eso fue lo más llamativo de mi disertación, a juzgar por las numerosas intervenciones que se produjeron cuando terminé de hablar: constatar el hecho de que eso no sucede en todo el mundo.
Nuestros contactos (muchas veces por redes sociales) con talleres masónicos de otros lugares del planeta, singularmente en América del norte, del centro y del sur, nos hacen ver que la pena de muerte es aceptada allí con toda naturalidad, incluso como algo provechoso y necesario; y no ya por gente ignorante que padece en carne propia la violencia de los narcos, las mafias de todo género o incluso del propio gobierno, como pasa en Venezuela, sino también por los propios masones, que se supone que somos gente ilustrada y alejada de todo fanatismo.
La conclusión a la que yo llegué fue más bien desalentadora: el mundo en que vivimos no es uno sino muchos, y en cada lugar las costumbres, los códigos de conducta y la delgada línea que separa al bien del mal son distintos. Y no se puede hacer nada contra eso, porque esas diferentes maneras de pensar tienen raíces muy profundas a las que no alcanza la superficial “globalización” de las comunicaciones y la cotidiana compartición de conocimientos, que es el signo más visible de nuestro tiempo. No sirve argumentar, como hacía Morris West, que el paso del tiempo dulcifica las cosas; que el asesinato, hace siglos, podía ser incluso un hecho religioso, mientras que hoy lo consideramos un crimen. No. No avanzamos, o no tanto como creemos: ahora mismo, en distintos lugares del mundo, quitar la vida a otros legalmente es algo perfectamente normal; incluso en democracias como la estadounidense o la japonesa, e incluso entre personas buenas y cultas.
Además, los libros de Juan Eslava mantienen una semejanza pasmosa con los cacahuetes, las patatas fritas o las pipas de girasol: cuando empiezas, ya no puedes parar
Pensaba en todo esto mientras hojeaba un libro que acaba de llegar a casa. Se titula A garrote vil. Verdugos, ejecuciones y torturas en España y otros países, lo ha publicado la editorial Arzalia y lo han escrito Isabel Castro Latorre y Juan Eslava Galán.
No hace falta que les explique quién es Juan Eslava. Sí me gusta decir, aunque no le importe a nadie, que me honra con su amistad; es uno de los contados autores de los que he leído la obra completa, porque los libros que me faltaban me los regaló él. Además, los libros de Juan Eslava mantienen una semejanza pasmosa con los cacahuetes, las patatas fritas o las pipas de girasol: cuando empiezas, ya no puedes parar. Por suerte, el gran Juan ha escrito alrededor de cien (casi dos metros de estantería, que se dice pronto) y hay disfrute para mucho tiempo. Pocas veces la habré gozado yo tanto como leyendo El catolicismo explicado a las ovejas, La Biblia contada para escépticos, La madre del cordero o La década que nos dejó sin aliento. Por escoger solamente cuatro, que hay muchos, muchísimos diamantes más.
Pero esta vez, el historiador y escritor (o viceversa) se ha metido en un jardín muy espinoso. Ha escrito lo que dice el título: una historia, profusamente ilustrada, de la pena de muerte y la tortura a lo largo de los tiempos y de los distintos lugares. Juan Eslava, que no es masón ni falta que le hace (porque no a todo el mundo le hace falta eso), está, sobra decirlo, completamente en contra tanto del asesinato “legal” (pena de muerte) como de la milenaria costumbre de aplicar suplicios, crueldades, vesanias y tormentos a otros, ya sea para sacarles información o, en muchos casos, por puro deleite.
En algún momento del libro presume, con evidente sarcasmo, de su destreza en el manejo del garrote vil, método de ejecución típicamente español sobre el que el autor lo sabe absolutamente todo
El libro es una joya de erudición, de eficacia narrativa y hasta de humor; sí, también de humor, porque Juan Eslava no sería Juan Eslava si no se divirtiese escribiendo y no hiciese reír. Este hombre colabora activamente con diversas instituciones y organismos internacionales que luchan contra la pena capital y por la defensa de los derechos humanos; me imagino que los mismos a los que ayudo yo. Pero en algún momento del libro presume, con evidente sarcasmo, de su destreza en el manejo del garrote vil, método de ejecución típicamente español sobre el que el autor lo sabe absolutamente todo.
Pero me interesa algo sorprendente: lo que dice de los ejecutores de la pena capital, a los que todos conocemos por el poco noble nombre de verdugos. Les dedica un “apéndice” de cuarenta y tantas páginas que se titula Florilegio de verdugos españoles con acompañamiento de algunos forasteros y que no es que no tenga desperdicio; es que eso merece casi un libro entero.
En España tenemos una imagen distorsionada del verdugo, y de eso tiene la culpa Luis García Berlanga. Aquella película suya de 1963, que se titulaba así, El verdugo, es un alegato terriblemente mordaz contra la pena de muerte: todo lo mordaz que podía ser en aquella época y en aquella dictadura, que siguió matando hasta el final de la vida del dictador. Pero la película también es extraordinariamente cariñosa con los ejecutores; no podía caerte mal Pepe Isbert, el verdugo jubilado que trata de meter en el oficio a su yerno.
El verdugo se convirtió en un ser impuro, una especie de leproso evitado por sus convecinos. En algunos lugares se le prohibía tocar cualquier género que estuviese en venta
La realidad es distinta. Hace milenios, los verdugos eran, por así decir, clérigos que hacían sacrificios humanos o rituales. Pero ya en tiempo de los romanos el carnifex solía ser un esclavo, incluso un condenado a muerte al que, en pago de sus servicios, se le perdonaba la vida. Dice Eslava: “El verdugo se convirtió en un ser impuro, una especie de leproso evitado por sus convecinos. En algunos lugares se le prohibía tocar cualquier género que estuviese en venta: tenía que ir al mercado provisto de una varita con la que señalaba lo que quería comprar. La mano del verdugo (…) infamaba lo que tocaba. Nadie quería que este personaje maldito contaminara sus objetos de uso cotidiano ni que durmiera bajo su mismo techo”. De ahí que a veces se intentase preservar su anonimato ocultando su rostro bajo una máscara o capucha como los verdugos medievales que pintaba Forges.
Son solo unas pinceladas, quizá también algo berlanguianas, de este extraordinario libro que les recomiendo con toda vehemencia. Es posible que acaben de leerlo con el estómago algo revuelto, como me ha pasado a mí, pero merece la pena. Sobre todo porque no deberíamos olvidar ninguno que la pena de muerte está plenamente vigente nada más que en 28 países, pero que en ellos vive mucho más de la mitad de la población mundial. Que el Estado asesina legalmente en tiranías religiosas como Irán o en tiranías sin más como China o Rusia, pero también en democracias consolidadas como EE UU o Japón. Que, según una encuesta de Gallup, el 52% de la población mundial está a favor de la pena capital, cifra que llega al 66% en EE UU.
Inmigración y aborto
En los países que la mantienen, la cosa funciona así: las leyes establecen en qué casos y por qué delitos puede aplicarse la pena de muerte. Pero… esas leyes pueden cambiar y pueden incluir a más personas o a más casos. ¿Cuál es el resultado? Pues que ninguno estamos a salvo. Puede llegar un gobierno que imponga la pena de muerte por lo que quiera: por no ir a misa, por abortar, por ser inmigrante ilegal o… por ser masón, como ocurría en España hasta hace pocas décadas. Si la pena de muerte no se erradica constitucional y sobre todo socialmente, se puede matar a cualquiera, como decía Michael Corleone en la segunda parte de El padrino.
Y ahora lean el libro, por favor. No se arrepentirán.
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