De los tres poderes, el más desconocido de todos es el judicial. Todos sabemos que los jueces están ahí, pero se suele ignorar cómo se gobiernan. Para encargarse de cometido tan importante la Constitución del 78 creó un Consejo General compuesto por un presidente y veinte vocales. La Carta Magna no se limitó a establecer el organismo, en el artículo 122 lo regula de un modo no precisamente exhaustivo, pero si suficiente para que la ley orgánica que viniese después se ajustase al espíritu original.
Estipula, por ejemplo, que ocho de los veinte jueces sean nombrados por el Congreso y el Senado entre juristas de reconocido prestigio por 3/5 partes de ambas cámaras. Los doce restantes quedaron pendientes de la ley orgánica, que llegó en 1985 y se reformó ligeramente en 2001. Esta ley prevé que, de estos doce, seis han de ser elegidos por el Congreso y otros seis por el Senado entre 36 propuestos por asociaciones de jueces.
El sistema, como vemos, estaba politizado de raíz desde la misma Constitución, que consagra el principio de que el poder legislativo puede inmiscuirse en el judicial eligiendo a los miembros de su órgano de Gobierno. A lo largo de los últimos cuarenta años, las quejas por el método de elección han sido la tónica general. A nadie le parecía bien menos a los dos grandes partidos, que habían convertido el Consejo General del Poder Judicial en una suerte de bazar persa en el que se intercambiaban cromos cada cinco años. De modo que sí, era necesaria una reforma, pero una que devolviese la autonomía al CGPJ, no que lo enfeudase aún más al Legislativo y, por extensión, al Ejecutivo.
Lo parece, pero de democrático no tiene nada. Los jueces no son legisladores, son los que velan por el cumplimiento de la Ley
Podría argüirse, como hacen algunos, que el mecanismo es democrático, es decir, los ciudadanos expresan sus preferencias políticas con el voto y los beneficiarios de esos votos se encargan de elegir a los miembros del CGPJ. Lo parece, pero de democrático no tiene nada. Los jueces no son legisladores, son los que velan por el cumplimiento de la Ley. Eso implica que han de contar con una competencia acreditada, organizarse de modo autónomo y, sobre todo, ser independientes porque a los primeros que tendrán que controlar y fiscalizar será a los otros dos poderes que crean y ejecutan las leyes.
Ese debería ser el debate y, de hecho, ese es el debate en la calle y en la prensa. Pero el poder tiene otros incentivos, especialmente cuando se aspira a mandar sin cortapisas como el caso de Sánchez e Iglesias, que no sólo quieren resistir esta legislatura, sino todas las que vengan después. Con el poder judicial en la mano se puede dar carta de legalidad a prácticamente cualquier iniciativa de un Ejecutivo que cuente con mayoría absoluta en la cámara. A partir de aquí, no sólo dispondrán de una mano amiga que reparta premios y castigos entre los magistrados, sino que queda abierta la puerta para casi cualquier cosa, incluyendo un cambio en la ley electoral, o que se autoricen referéndums de autodeterminación, o que se ilegalice a ciertos partidos políticos. Todo en la más absoluta legalidad valiéndose tan sólo de los conductos jurídicos adecuados. No haría falta reformar la Constitución, teledirigiendo el poder judicial ésta se convertiría en papel mojado sin cambiar una sola coma de sitio.
Medio país sobre el otro medio
Estamos por tanto ante uno de los mayores ataques que ha sufrido nuestro sistema político desde su fundación hace 42 años, un punto de inflexión que no nos lleva precisamente a una mejora del sistema, más bien todo lo contrario. Abre la puerta a que aquel que disponga de mayoría absoluta en el Congreso (algo no muy infrecuente desde 1977) se convierta en el amo y señor de todo. Medio país se podría imponer al otro medio sin necesidad de consensuar nada. Cualquier Gobierno que venga después no dudará en hacer valer esa prerrogativa y ponérselo todo a su gusto.
Esta iniciativa supone la eliminación por la vía de los hechos de lo poco que quedaba de independencia y autonomía del poder judicial
Esto último, evidentemente, ni lo contempla el actual Gobierno. Su intención es permanecer en el poder sine die y eso no será posible sin retorcer la arquitectura institucional del Estado hasta dejarla irreconocible. Necesitan dotarse de ventajas ahora que pueden. Una vez disfruten de esas ventajas nadie les podrá sacar de ahí porque la Justicia, principal valladar frente a un Gobierno despótico, también dependerá de ellos. Esto va mucho más allá de una simple treta parlamentaria o de una campaña de propaganda para ganar tiempo, supone la eliminación por la vía de los hechos de lo poco que quedaba de independencia y autonomía del poder judicial.
Sorprenderse de que sea este Gobierno el que está perpetrando semejante cacicada sería propio de necios o de desinformados. Han ido dejando miguitas por el camino. La ofensiva judicial comenzó hace unos meses cuando nombraron fiscal general del Estado a Dolores Delgado, en aquel momento ministra de Justicia. El fiscal general siempre había sido casero, pero no hasta ese extremo. Continuaron con las interpretaciones creativas del delito de sedición y las amenazas veladas de ilegalizar a cierto partido que no les agrada. Junto a eso los ataques a jueces concretos que investigan a Podemos son la norma, no el calentón ocasional.
Acceso a la judicatura
Lo siguiente, como apuntaba en estas mismas páginas Guadalupe Sánchez el jueves pasado, podría ser la reforma en el acceso a la judicatura. Hoy es preciso superar una difícil oposición que consume varios años. En el futuro podrían tenerse en cuenta otros elementos accesorios como la afinidad ideológica con los amos del poder, de los tres poderes. En ese punto el envenenamiento ya sería letal de necesidad y no habría vuelta atrás. Pero esa y no otra es la hoja de ruta de un Gobierno en el que el PSOE pone la mayoría de los diputados y Podemos fija la agenda y nutre de ideas a la coalición.
No es extraño. Más allá del usufructo del poder Pedro Sánchez carece de una sola convicción firme tal y como hemos comprobado a lo largo de los últimos años en los que se ha dicho y desdicho con un descaro digno de asombro. Dará por bueno todo lo que le permita permanecer en la Moncloa sin importar el destrozo que su sed de poder ocasione al país. Si la promesa de poltrona es además a largo plazo hará lo que tenga que hacer y será cada vez más difícil detenerle.
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