Tras los preliminares en forma de declaraciones vacilantes y defensivas de los miembros del Gobierno anterior y de arengas políticas mezcladas con flagrantes mentiras de los acusados y sus testigos de descargo, el juicio del 1-O ha entrado en la parte sustantiva, es decir, la de los testimonios que dan fe de hechos incontestables constitutivos de delito. Las declaraciones de los máximos responsables del Cuerpo Nacional de Policía y de la Guardia Civil, así como del comisario de Información de los Mozos de Escuadra, junto con el escalofriante relato de la secretaria del Juzgado de Instrucción número 13 de Barcelona, han empezado a poner a cada uno y a cada cosa en su sitio. De lo expuesto por estas autoridades se desprende sin sombra de duda que las figuras penales de rebelión, sedición, malversación y desobediencia van cobrando cuerpo. Como es notorio, por otra parte, que lo que todos los españoles vieron en sus televisores sucedió y sucedió tal como lo vieron, a saber, la innegable evidencia de que el anterior presidente de la Generalitat y sus consellers, con la inestimable colaboración de la entonces presidenta del Parlament y de los cabecillas del Òmnium Cultural y de la ANC, organizaron un alzamiento tumultuario y violento contra el orden constitucional, aprobaron leyes vulneradoras del marco jurídico vigente y desviaron recursos públicos a fines ilícitos, se extiende la convicción de que la sentencia será condenatoria y de que todos o la mayor parte de los que se sientan en el banquillo pasarán unos cuantos años entre rejas, inhabilitaciones y multas aparte.
Los que sacaron al tigre a pasear con la tonta ilusión de que se volvería vegetariano, deben ahora meterlo en la jaula y cerrar la puerta con carácter definitivo
La escrupulosa y sumamente cauta manera en que Manuel Marchena está conduciendo el proceso elimina cualquier posibilidad de que el anunciado recurso al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo tenga éxito y dado que ningún Gobierno de la Nación en su sano juicio cometerá el suicido de indultar a los golpistas, el horizonte de Junqueras, Forcadell, Forn, los Jordis y resto de la banda, se oscurece progresivamente a medida que transcurren los días. Este episodio lamentable, causado por la irresponsabilidad y la ciega ambición de poder de un hatajo de felones, ofrece, sin embargo, una magnífica oportunidad de devolver a España al camino de la sensatez y la estabilidad, que sería lamentable desperdiciar. En efecto, una vez pronunciado el veredicto, es de esperar que los separatistas saquen a las masas a la calle para protestar nada menos que contra el Estado de Derecho.
Estas algaradas durarán unas semanas y se agotarán en su propio absurdo, tras lo cual correrán los meses y los años en los que los condenados irán comprendiendo gradualmente en sus celdas la estupidez que han cometido y su falta de capacidad de cálculo de la fuerza a la que se enfrentaron, una Nación con cinco siglos de existencia y un sistema judicial independiente que aplicará rigurosamente la normativa en vigor. El resto de los secesionistas, habida cuenta del fiasco y de sus consecuencias, se guardarán mucho de repetir la jugada y se adaptarán, eso sí con retórica inflamada, a las nuevas circunstancias. Sus bases sociales, que constatarán tristemente que lo único que les ha traído esta disparatada aventura es frustración y un notable ridículo, se revolverán contra los que les engañaron, les hicieron perder dinero, tiempo y energías en volumen considerable y arrastraron a Cataluña por el fango del fracaso, del empobrecimiento y del desprestigio.
Otra lección: el nacionalismo identitario no se apacigua con dádivas; no admite otro tratamiento que el combate implacable en el campo de las ideas
Se trata simplemente de que funcione el imperio de la ley y de que aquellos que se lo han saltado sufran el castigo que el Código Penal establece para sus fechorías. No hay mejor terapia para los delirios neuróticos que un buen choque con la realidad y su inescapable contorno. Asimismo, es bastante plausible que este desenlace de cuarenta años de concesiones, renuncias, oportunismos y cobardías, asiente en el ánimo de los dirigentes de los partidos constitucionalistas -e incluso del PSOE- una saludable verdad, la de que el nacionalismo identitario no se apacigua con dádivas y diálogo, sino que no admite otro tratamiento que el combate implacable en el campo de las ideas y la neutralización política privándole de cualquier instrumento institucional, financiero, educativo o de creación de opinión que le permita practicar su contumaz ingeniería social.
Todas estas benéficas secuelas pueden emanar del juicio del 1-O y de la sentencia que lo culmine, siempre que, naturalmente, los que desde la Transición hasta hoy se han complacido en sacar al tigre a pasear con la tonta ilusión de que se volvería vegetariano y a la vista de los mordiscos que les ha propinado, lo metan en la jaula y cierren la puerta con carácter definitivo.
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