En la introducción a la novela Junky, William Burroughs observa que una persona comienza a depender de los narcóticos cuando nada la motiva hacia otra dirección. “Nadie decide ser adicto. La mayoría consume por ninguna causa específica. La droga gana por defecto.” Vasto cuaderno de bitácora de un consumidor serial, Junky es el más directo de los relatos de Burroughs. De apartamentos abyectos en Nueva York a bares queer en Nueva Orleans, el protagonista, alter ego del autor, oscila entre períodos de consumo y abandono de una panoplia de drogas. La conclusión siempre es la misma: la adicción es sufrimiento y destrucción.
Podría afirmarse que Albert Speer, ministro de Armamento y Producción Bélica del Tercer Reich, vivió una experiencia parecida. De lo contrario, no hay manera de entender cómo un arquitecto con solida formación intelectual y miembro de una familia de clase media alta sirvió al nazismo hasta los minutos finales de la guerra. Speer fue único en su especie. Conoció a Hitler en 1933 y rápidamente se convirtió en pieza clave de su círculo íntimo. Durante los siguientes doce años mantuvieron una relación vigorosa y extraordinaria.
Speer imaginó que un padre sustituto se haría cargo de su bienestar a fuerza de regulaciones, vigilancia y castigos. Así, unió su destino al del Reich porque nada lo motivaba en otra dirección
En sus memorias, escritas en la prisión de Spandau y presentadas en 1969, Speer confiesa que adhirió al Reich por frivolidad y también por superstición. No utiliza esas palabras pero, a su manera, revela que, a pesar de su cultura y educación, sus decisiones fueron una respuesta a la mediocridad general prevalente en Alemania durante el período de entreguerras. Como las mayorías de ayer y de hoy, Speer imaginó que un padre sustituto se haría cargo de su bienestar a fuerza de regulaciones, vigilancia y castigos. Así, unió su destino al del Reich porque nada lo motivaba en otra dirección. Codicia y pereza son las sustancias más adictivas.
Para quien está decidido a escribir un libro no hay ambiente más propicio que la quietud de un calabozo. Henri Pirenne y Boecio confirman la máxima. Durante su estadía en Spandau, de 1946 a 1966, Speer pudo permitirse el lujo de disponer de una habitación propia en donde redactar sus recuerdos sin interferencias ni ruidos molestos. En la tranquilidad de la celda escribió: “Alrededor de 1931, Hitler declaró: Alguien tendrá que hacer las cosas de manera muy simple. Hoy el pensamiento se ha vuelto demasiado complicado. Una persona sin cultura, un campesino, por ejemplo, resolvería fácilmente todos los problemas de Alemania porque su mente no está contaminada y porque dispondría de la fuerza necesaria para ejecutar sus ideas. Para nosotros ese pasaje tenía categoría de oráculo y funcionó como presagio de la llegada de Hitler al poder.”
Vivir en espléndido aislamiento es la consigna central del individualismo. Sin embargo, conforme crece la población aumenta la obsesión persecutoria
Robert Gascoyne-Cecil, tres veces primer ministro del Reino Unido, solía repetir: “Pase lo que pase será para peor. Por lo tanto, lo más conveniente es que suceda lo menos posible.” Si la mejor organización social para el individuo -único sujeto político de existencia real- es aquella que no invade su privacidad, ¿qué motiva la frenética actividad parlamentaria y el constante incremento de las regulaciones sino la manía por un control panóptico? Vivir en espléndido aislamiento es la consigna central del individualismo. Sin embargo, conforme crece la población aumenta la obsesión persecutoria. Las alguna vez prometedoras democracias de occidente ya son una esquela amarillenta perdida dentro de un libro olvidado. La transición del Estado homicida imaginado por Orwell a la sociedad policial anticipada por Huxley fluye por las fisuras abiertas entre una vida inane y una existencia vacía.
El desbordamiento demográfico global crea la puesta en escena para el asalto final a la libertad de expresión. Sólo en los últimos trescientos años la población mundial se multiplicó doce veces. Pretender que un número inconcebible de personas se comporten del mismo modo obedeciendo la misma orden -ley es metáfora romántica- es la clave ontológica del colectivismo totalitario. El dominio digital, aún a pesar de su capacidad de generar estados de profundo estupor mental, desafía al antiguo régimen análogo. Las elites pierden el control absoluto y reaccionan como el adicto abstinente. Insatisfechos con el patrullaje en las redes sociales, ahora pretenden encarcelar a quien publique noticias consideradas inapropiadas y creencias dañinas y cargadas de odio. Nadie sensato se asombrará cuando comiencen a penalizar metonimias, metáforas o el uso insinuante de la puntuación. Para quien ve amenazada una vida de abusos y privilegios pagada con el dinero de otros no hay medida, ni aún la más absurda, que no pueda ser puesta en vigor. ¿Después de todo, qué es un junky sino alguien que obtiene una cantidad inusual de placer haciendo algo que no puede abandonar sin consideración del daño causado a otros y a sí mismo?
Despojado a punta de pistola
Si oligarquía es el régimen de unos pocos y corruptos -la deformación de la administración de los mejores-, burocracia es la tiranía de una minoría desenfrenada sobre una mayoría apática, más preocupada por la pantalla de un móvil que por el cerco tendido alrededor de su cerebro y propiedad. El cruce entre oligarquía y burocracia es la anomalía vigente y dominante. El objetivo de sus promotores es extender, más allá de la propia existencia, la suma total de los atropellos cometidos. La ausencia de límite de tiempo a los mandatos garantiza la perpetuidad del sistema. La transmisión del legado conduce a otros a seguir el ejemplo y la certeza de impunidad permite eludir el padecimiento que provoca renunciar a una vida virtuosa. La hiperactividad de la burocracia estatal solo beneficia al burócrata de Estado a costa del contribuyente, curioso nombre dedicado a quien es despojado a punta de pistola. El hacedor de leyes debería ser sustituido por el destructor de leyes.
La corrección -social, política- es el modo en que la hipocresía florece conforme se marchita el pensamiento crítico y los ordenamientos sociales gravitan hacia su propio colapso
El desencanto de las nuevas generaciones es comprensible. Los bajos niveles de participación en las contiendas electorales marcan un incipiente cambio de época. El abismo abierto entre el dominio análogo y el digital conduce a gobiernos, universidades y grandes corporaciones a envilecer progresivamente sus rendimientos para complacer a mayorías tomadas por el sentimentalismo y distanciadas de la razón. Tradicionalmente, la risa fue factor disruptivo y desafío al déspota de turno. Hoy día encarna, el verbo es excesivo, todo lo contrario. Su abundancia histérica e insustancial convoca a Jorge de Burgos, el bibliotecario de la abadía benedictina del Nombre de la Rosa, quien recuerda que el décimo grado de humildad consiste en no ser de risa fácil y pronta, pues está escrito que el necio ríe a carcajadas.
No sorprende. Al fin y al cabo, la corrección -social, política- es el modo en que la hipocresía florece conforme se marchita el pensamiento crítico y los ordenamientos sociales gravitan hacia su propio colapso. Por el momento, la impunidad de los adictos está garantizada. Sin embargo, deberían tomar nota: no es posible promover barbarismo sin ser tocado por el hacha del bárbaro.
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