He asistido a la constitución en el Senado de la XIII Legislatura y he visto la grabación de la del Congreso de los Diputados. Mi impresión es que emerge un cambio en las actitudes políticas de los representantes elegidos, y ese cambio está motivado por el hastío de los electores ante tanto despropósito de algunos representantes partidarios.
Aquella explosión de juventud que vimos al comienzo de las dos anteriores legislaturas, cuando diputados y senadores irrumpieron en el Congreso y el Senado de aquellos años, vestidos y peinados con exquisita informalidad, que se besaban entre ellos, llevando al escaño incluso a sus bebés como muestra de su amor natural, que juraban o prometían no sólo por imperativo legal, sino por causas altamente revolucionarias, todo esto en un ambiente provocativamente festivo, nada tuvo que ver, sin embargo, con lo que vimos el pasado martes 21 de mayo: nada de aquella erupción del pasado.
Las presidencias de Manuel Cruz y Meritxell Batet creo que indican un cambio de época o al menos de tendencia. Sus primeros discursos contienen significados que se oponen a la inanidad ideológica de estos últimos años, cuando el discurso populista dominó el lenguaje político y, encima, el discurso gubernamental, en vez de responder con ideas potentes a la retórica populista, prefería -quizás por táctica electoral- contestar sólo con argumentos débiles, propios de gestores en una junta de accionistas. Lo que se llamó el 'marianismo', la imagen de un escaño mudo y vacío con el bolso de la vicepresidenta, parece estar pasando a la historia con los discursos de las nuevas presidencias del Congreso y del Senado.
¿Por qué los presidentes de las Cámaras tienen que aceptar esas molestas e infantiles fórmulas? Porque hace años el Tribunal Constitucional las aceptó
A Manuel Cruz le dedicaré un comentario más amplio en otra ocasión. Ahora me limito a señalar lo que dijo el presidente del Senado en su primer discurso: “El daño y el desprestigio que nacen del debilitamiento de las instituciones no lo sufren en exclusiva uno u otro partido, una u otra administración; las que se resienten son la convivencia, la estabilidad y salud de nuestra democracia. Esa es una lección que no podemos permitirnos volver a olvidar”.
De la casualidad brotó el sentido germinal de esta época emergente con las palabras de Agustín Zamarrón, el presidente de la Mesa de Edad del Congreso, un médico socialista de Miranda de Ebro. La noticia no fue su imagen personal, sino lo que se desprendía de las palabras que pronunció: “Asumimos la alta responsabilidad que se nos concede. El pueblo español nos pone aquí para que lo representemos como comunidad moral de personas que hacen sus propias leyes y las acatan. Las palabras del diputado Zamarrón significan que las apariencias ya no pueden valer más que la verdad y la virtud.
Sin embargo, muchos comentaristas creen que será una legislatura bronca. Las insoportables maneras de acatar la Constitución de los parlamentarios separatistas, y la insólita tensión entre los magistrados del Supremo con las presidencias de las dos Cámaras, a cuenta de la suspensión de los diputados juzgados, podría, lamentablemente, condicionar el futuro.
El líder de Ciudadanos se equivoca responsabilizando a la presidenta del Congreso de tolerancia con los que juraron la Constitución con fórmulas extravagantes. Ella no podía hacer otra cosa, y lo mismo se viene haciendo desde hace muchos años.
Emerge un cambio en las actitudes políticas de los elegidos, y ese cambio está motivado por el hastío de los electores ante tanto despropósito de algunos representantes partidarios
¿Por qué los presidentes de las Cámaras tienen que aceptar esas molestas e infantiles fórmulas? Porque el Tribunal Constitucional las aceptó. La historia fue así: cuando el Congreso supo que los electos de HB iban a tomar posesión de los escaños -durante años no lo hicieron-, la Mesa redactó una fórmula, que no estaba en el Reglamento, en la que se establecía los términos precisos del juramento o promesa de la Constitución. El presidente Félix Pons, al escuchar el famoso “por imperativo legal”, anunció que los diputados batasunos no habían perfeccionado su condición, y que debían abandonar el Congreso. Entonces ellos recurrieron en amparo la decisión, y el Tribunal les dio la razón, con el argumento inatacable de que el texto del juramento había sido redactado después de que los diputados expulsados fuesen elegidos.
En el Senado ocurrió lo mismo con los tres senadores de HB, sólo que unos días después. Yo tuve que expulsarlos por lo mismo. Pero tenía una gran superioridad: el Reglamento del Senado exigía, desde hacía muchos años, una fórmula precisa de juramento. Pero de nada sirvió. El presidente del Constitucional, Francisco Tomás y Valiente, al comunicarme el fallo a favor de los senadores batasunos, me intentó convencer que sería una muestra de tolerancia de nuestra democracia parlamentaria. No estuve de acuerdo, pero la acaté con cierta esperanza. Esa fue la doctrina desde entonces. El paso del tiempo ha demostrado que con los intolerantes sólo vale hacer cumplir las leyes.
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