Opinión

La Justicia y la perra gorda

Hay demasiada gente carcomiendo, en uno y otro lado, para que este asunto naufrague y se quede en nada

Se ha renovado el Consejo General del Poder Judicial. Muchos creíamos desde hace tiempo que no llegaríamos a verlo; quizá nuestros nietos, pero no nuestra generación. La foto de Esteban González Pons y el ministro Félix Bolaños, ambos exhibiendo sus mejores sonrisas de plástico y tomándose de las manos junto con la vicepresidenta de la Comisión Europea, la checa Vera Jourová (garantía de que las manos de los otros dos no estaban untadas de veneno), nos llenó los ojos de lágrimas. Y despertó nuestra memoria juvenil, porque la foto se parecía mucho a otra que también nos emocionó: la de Yasir Arafat estrechando la mano de Yitzhak Rabin, ambos con aspecto de gran felicidad,mientras Bill Clinton obsequiaba a los dos líderes con palmaditas en la espalda. Aquella foto, la de los acuerdos de Oslo, se tomó en septiembre de 1993, hace casi 31 años. Fue el símbolo de la paz futura. Y, como hoy está más claro que nunca, no sirvió para nada.

¿Y por qué no? Porque, como hoy sabemos, ninguna de las dos partes tuvo nunca la menor intención de cumplir aquellos acuerdos. Quizá sí la tenían los dos líderes que se estrecharon la mano (ambos murieron asesinados), pero tanto Arafat como Rabin tenían junto a ellos, en sus propios bandos, a numerosos extremistas decididos a hacer lo que fuera para que aquello saliese mal. Y lo consiguieron, vaya si lo consiguieron. No es necesario ser ningún lince para advertir que hoy, en esa hermosa imagen de la renovación del CGPJ, sucede algo muy parecido. Ese acuerdo, creo yo, o tiene trampa o, conociendo a los firmantes, no tardará mucho en aparecer la trampa. La hará uno de los dos o, más probablemente, los dos. Así que no nos hagamos demasiadas ilusiones. Como con los acuerdos de Oslo, lo único que en realidad tenemos es una bonita foto. Poco más.

Este es el momento de citar la inencontrable, mal documentada y demasiado olvidada ley de Einstein-Molina-Corleone sobre la perdurabilidad política, que dice así: “En una democracia formal, el poder ejecutivo tiende a expandirse en el espacio y en el tiempo hasta ocupar todo el ámbito del Estado, y durante un periodo pretendidamente infinito”. Esto, desde luego, vale para quien ocupa el poder lo mismo que para quien aspira a ocuparlo.

El Legislativo, pues, se puede controlar con relativa facilidad. Solo hay que llegar a pactos con los otros jefes. No hay que convencer a nadie más: esto no es Gran Bretaña, qué nos habíamos creído

No deja de tener su lógica, si bien se mira. Cuando te sientas en el sillón de la Moncloa, tu principal preocupación es que nadie te arranque de allí ni con agua caliente. Eres el Poder Ejecutivo. Confías vagamente en el Legislativo, que es el que te da la mayoría para gobernar, pero sabes muy bien que el Congreso está formado por una multitud de personas anónimas y disciplinadas que están allí para votar lo que sus jefes (tú entre ellos) les dicen que voten, y ninguna otra cosa. Están investidos por el sagrado poder de la democracia, son representantes de los ciudadanos, sí, pero su verdadera función es la de aprietabotones. Ni se les ocurriría pensar por su cuenta o votar fuera del tiesto: los jefes (tú entre ellos) les fulminarían si lo hiciesen. Por más que tengan derecho tanto a pensar como a votar lo que quieran. Nunca lo harán. El Legislativo, pues, se puede controlar con relativa facilidad. Solo hay que llegar a pactos con los otros jefes. No hay que convencer a nadie más: esto no es Gran Bretaña, qué nos habíamos creído.

¿Y el Poder Judicial? Ah, cuidado ahí, esa gente es peligrosa. Esa gente que habla raro y escribe con tantos gerundios podría llegar a juzgarte a ti, por más jefe que seas; así que más vale que los jueces sean de los tuyos, que piensen como tú o al menos que voten lo que tú les dices, les sugieres o les inspiras. Para conseguir eso se hace lo que sea necesario. Trampas, por supuesto; caminar en equilibrio, pie tras pie, sobre la línea bamboleante de la ley. Pero conseguir eso es muy importante porque, al final, la ley la interpretan ellos, los jueces, así que más te vale tenerlos de tu lado.

El pulso por el control del CGPJ

Esto es igualmente válido si no estás en el Poder Ejecutivo, pero sí a sus puertas. Hace seis o siete años, cuando el presidente del gobierno era Rajoy, una exigua mayoría de los miembros del Consejo General del Poder Judicial era levemente conservadora. Luego cambiaron las cosas y Sánchez consiguió el poder ejecutivo. Eso fue hace ahora seis años, en junio de 2018. En diciembre había que renovar el CGPJ. Pero no hubo forma. El partido conservador se ha agarrado durante estos últimos cinco años y medio a todo lo que ha podido, ha usado todos los agujeros de la ley (que, como los quesos, tiene muchos) para impedir que esa ley se cumpliese y se renovase el máximo órgano de la Judicatura, porque tenían bastante claro que podían perder esa exigua mayoría. Y eso sí que no. Antes morir que perder la vida, como cantaba hace cuatro décadas el grupo Sindicato Malone.

Cuando Feijóo por fin ha dado un golpe de autoridad en su propia mesnada y se ha impuesto sobre los más ardientes de los que dicen ser sus partidarios

El acuerdo que han firmado Bolaños y González Pons termina, pues, con una anomalía legal y con un flagrante incumplimiento constitucional. Ese mismo acuerdo, el mismo salvo dos comas mal puestas y alguna cosa más, estaba ya listo en 2022. Pero a Sánchez y a Feijóo les pasa lo mismo que a Rabin y Arafat: tienen entre los suyos a gente muy poderosa que les tiene asidos por la zona escrotal. Ambos lo saben bien porque llegaron a la jefatura de sus partidos después de sendas revueltas internas, armadas a base de cuchillos cachicuernos, en las que hubo de todo menos piedad. Ninguno de los dos quiere correr riesgos, al menos no demasiados. Así que el acuerdo de 2022 ha tenido que esperar hasta ahora, cuando Feijóo por fin ha dado un golpe de autoridad en su propia mesnada y se ha impuesto sobre los más ardientes de los que dicen ser sus partidarios. Por eso se ha firmado este acuerdo que, al menos sobre el papel, es un himno a la democracia, al equilibrio de poderes, al respeto por la ley y a la pitagórica armonía de las esferas.

Pero, como todos sabemos ya muy bien, en política una cosa es lo que se hace y otra muy distinta lo que se dice que se hace. La dulce y bondadosa foto de Pons, Bolaños y Jourová no podía repetirse en el Congreso, ese corral de comedias en el que, como habría dicho Calderón, todos fingen lo que son aunque ninguno lo entiende. Así, en vez de alegrarse por el acuerdo y desear que este sea el principio (aunque sea lejano) de una buena amistad, Núñez Feijóo arremetió (tuvo que arremeter, había que calmar a la hueste) contra Sánchez y le provocó cuanto pudo; trataba de hacer ver a su propio público que el acuerdo era un triunfo suyo, de ellos, de los suyos, cuando hay que estar ciego para no ver que un acuerdo como este solo es posible si no hay vencedores ni vencidos, aparte del propio Estado y de los ciudadanos. Ahí fue cuando Sánchez dijo una frase que ya solo entendemos los viejos: “Para usted la perra gorda”, y se limitó a repetir que el acuerdo era bueno para todos. Perra gorda. Esa expresión (o el término “perrona”) la usaba mi abuela Delfina. Yo nunca las vi.

Lo mejor de todo ha sido la reacción de los extremistas: todos se han manifestado contrarios al acuerdo constitucional

La ley de Einstein-Molina-Corleone sobre la tendencia del Poder Ejecutivo a merendarse los otros dos poderes (y también al cuarto, los medios de comunicación) parece haberse detenido, aunque solo sea un momento. Veremos lo que dura la pausa, que seguramente no será mucho. Lo mejor de todo ha sido la reacción de los extremistas: todos se han manifestado contrarios al acuerdo constitucional. Los secesionistas, porque la Constitución les importa un pimiento y lo único que les interesa es que Sánchez siga dependiendo de ellos; es decir, que les finja amor a ellos más que a ningún otro, que siga mercadeando con ellos y con nadie más, y que ni se le ocurra tomar por costumbre este “disparate” de llegar a acuerdos de Estado con los conservadores para fortalecer la nación. Han llegado a agitar el espantajo de una “gran coalición” a la alemana entre PP y PSOE, como si ese fuera el peor de los peligros. ¡Pero si es todo lo contrario! ¡Ojalá lo consiguiesen ambos, y borrarían del mapa a los mercaderes y a los extremistas!

El PP, salvador del PSOE

Lo de Abascal ha sido, como tantas veces, lo más divertido. El jefe de centuria de la extrema derecha, “arma al brazo y en lo alto las estrellas”, ha bramado que el PP se ha convertido en el salvador del PSOE, que ambos partidos “son lo mismo” (viejo eslogan de la extrema izquierda) y que la renovación del CGPJ es una “traición a los españoles”. No nos molestemos en preguntarle por qué, dónde está la traición: no lo sabe. Para él, para sus intereses y los de sus seguidores, lo mejor es estar en guerra para poder quejarse de que la culpa de que haya guerra la tienen los demás. Le parece una traición que por fin, ¡por fin!, se cumpla la Constitución… y todavía hay quien se empeña en incluir a su partido dentro de los “constitucionalistas”. Además, hay un argumento muy fácil de entender: si el acuerdo PP-PSOE le parece tan mal a este hombre… Pues es que está bien, caramba. Ese es un termómetro que falla pocas veces.

Pero, como decía al principio, no nos hagamos muchas ilusiones. Hay demasiada gente carcomiendo, en uno y otro lado, para que este asunto naufrague y se quede en nada, como los acuerdos de Oslo. Esto no ha acabado. Por desgracia.

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