Con el forzoso archivo de toda la causa penal sobre el terrorismo de Tsunami Democràtic, tanto en la Audiencia Nacional como en el Tribunal Supremo, se ha creado una corriente de opinión tan resignada como insuficiente. Defectos formales lo han llamado. En realidad, es un triste error del magistrado Manuel García Castellón. Se ha dicho que nuestra justicia es garantista y que funciona, incluso para aquellos que cometen, siempre presuntamente, delitos tan graves como el terrorismo. Y se añade que cuando nuestro sistema de justicia reconoce y asume errores de bulto como el ocurrido es porque funciona, incluso para aquellos que tratan a los jueces como manipuladores, represores, artistas del 'lawfare' o mafiosos con toga. Ergo… nuestros tribunales son ecuánimes, imparciales y, en efecto, resignados. A Carles Puigdemont se le ha olvidado decir esta vez que García Castellón ha abandonado 'Toga Nostra'.
Sí, quien esté libre de errores en su vida profesional, laboral y personal, que arroje la primera piedra. Pero tampoco es cuestión de ponerse en plañidera, sino de destapar qué se hace mal y por qué. Por qué nuestra judicatura pierde calidad técnica además de prestigio. García Castellón es un magistrado de larga trayectoria. Muy larga. Se jubila en septiembre. Digamos que va cerrando carpetas y que ha servido a la cosa pública como mejor ha podido o sabido. Pero lo hace con un patinazo. ¿Es posible que un procedimiento por terrorismo como el de Tsunami, que nadie discutió en 2017 y que por ese motivo fue asumido por la Audiencia Nacional y no por los juzgados ordinarios de Cataluña, quede en nada por una prórroga de la investigación judicial dictada a destiempo?
La Fiscalía y la Abogacía del Estado lo consideraron terrorismo sin demasiada dificultad… hasta que rectificaron por instrucciones políticas desde La Moncloa, siempre por siete votos que valían una investidura. El Gobierno inventó aquel relato del terrorismo de alta o baja intensidad, no en función de los daños provocados por Tsunami sino de la necesidad política de contar con una mayoría parlamentaria y de justificar la amnistía. ¿Es posible que un error formal del juez haya dado al traste con una de las tres patas con las que se pretendía desde el Supremo impedir la aplicación de la amnistía? Sí. Es posible. ¿Indolencia? ¿Descuido? ¿Torpeza? Ahora, ya es lo de menos. Los jueces andan a mil asuntos, a mil plazos… y a menudo en solitario y con la beligerancia añadida, en este caso, de una Fiscalía tan cambiante de criterio como Pedro Sánchez de opinión.
Pero un magistrado profesional que se precie de serlo no puede, no debe, abocar a personas a un juicio oral redactando apenas cuatro folios de un escrito total de más de 225. Y siendo 221 de ellos un informe textual presentado por la Fiscalía meses atrás que el juez asume textualmente como el grueso de su auto. Transformar unas diligencias complejas en un procedimiento preparatorio del juicio oral, como ha hecho García Castellón contra trece investigados del BBVA con un corta-pega de la Fiscalía, demuestra una simple rutina impropia de una justicia eficaz. Más aún si ese corta-pega contiene hasta las mismas erratas, los mismos signos de puntuación, una idéntica disposición de párrafos… que el trabajo hecho por la Fiscalía. Nadie merece ir a juicio con corta-pegas inquietantes. ¿Esto no se revisa en los juzgados españoles? Peor aún. Invita a sospechar que se ha convertido en una práctica común que desdeña muchas pretensiones legítimas de defensa.
No es casual que uno de los investigados argumente, en su desesperación para evitar el juicio, que “el Juzgado ha abdicado de su deber de ponderar los indicios que considera existente (…) y en lugar de ello ha optado por reposar en el relato del Ministerio Fiscal (…) una carga indiciaria sólida. El deber de filtrado y de análisis de indicios exigible al juez de Instrucción ha sido delegado en el fiscal”. Peor aún… Ese auto “es una traslación literal de referencias y un corta-pega del escrito del fiscal de 17 de mayo de 2024, una traslación que se produce sin añadidos, matices, explicaciones y observaciones”. Hecha una prueba doméstica de comparación informática de ambos textos, el del juez y el fiscal, ha arrojado los siguientes resultados: coincidencias, 100%, discrepancias, 0%, añadidos u observaciones del magistrado, 0%. Eso en periodismo se denomina ‘fusilar’, que es un equivalente a lo que en La Moncloa se niegan a llamar ‘plagio’.
¿Es posible que un error formal del juez haya dado al traste con una de las tres patas con las que se pretendía desde el Supremo impedir la aplicación de la amnistía?
El error con Tsunami era fácilmente evitable. La justicia puede ser más justa o menos justa a los ojos de cada cual. Lo que no puede ser es chapucera. Corto, pego, copio, quito, no añado, no calculo los tiempos… y los derechos se resienten. Así de simple. Algo serio debe cambiar para que la justicia goce de más entidad.
El mismo patrón se repite con el juez titular del Juzgado de Instrucción 41 de Madrid, Juan Carlos Peinado, que investiga a Begoña Gómez por una supuesta corrupción en los negocios y por tráfico de influencias. Peinado es un juez experimentado, combativo… sabe que la Fiscalía ha husmeado por su Juzgado incluso para saber qué iba a decidir el juez antes de que lo plasmase en un auto o una providencia. Sabe que le buscan las vueltas y ha sido víctima de una campaña de descrédito para dudar de su imparcialidad porque su hija fue concejal del PP en Pozuelo (Madrid). Peinado quiere marcar las cartas, que nadie le pille en un renuncio, no generar indefensión. Se sabe en soledad. Calcula, mide sus pasos… pero de repente se conoce que no ha comunicado el contenido de una de las querellas presentadas a la defensa de Begoña Gómez. Tanto celo para citarla, incluyendo el traslado al juzgado de la jefa de seguridad de La Moncloa para dar fe de que la notificación llegó a la mujer del presidente… para luego no notificar la querella. Algo cruje por la cuaderna cuando se produce un error tan básico si se tiene en consideración que por el juzgado de uno no pasa todos los días la mujer de un jefe de gobierno.
Y preocupante resulta también el contenido de la exposición razonada elevada por el juez Joaquín Aguirre al Tribunal Supremo con indicios de un delito de traición contra Carles Puigdemont por sus vínculos con la ‘trama rusa’ de financiación y apoyo del proceso separatista. Aguirre es voluntarioso. Pugna en Barcelona en un ambiente hostil hacia él. Ha sido públicamente insultado. Es un quijote de la justicia. Pero en su día tomó una extraña decisión: abrir una decena de piezas separadas de la misma causa para trocear el proceso y facilitar su investigación. Es una práctica común en procesos de suma complejidad. Pero los tiempos procesales, como los derechos de los investigados, sean quienes sean, son sagrados. La Audiencia de Barcelona le negó la posibilidad de prorrogar dos de esas piezas, precisamente las que podían aportar elementos determinantes de la conexión del núcleo duro de Puigdemont con dirigentes rusos. Pruebas reales sobre pagos con criptomonedas. O geolocalizaciones de teléfonos móviles para conocer quién, cuándo, cómo y por qué, viajó a Rusia. Aguirre debió utilizar mejor sus tiempos. Y el control sobre las piezas separadas.
Ahora envía al Supremo todo un jeroglífico en el que a priori no consigue apuntillar con nitidez el delito de traición. Eso sí, redacta toda una tesis doctoral sobre las guerras híbridas, los nuevos modos cibernéticos de injerencia en las democracias, y teorías diversas sobre cómo unos Estados pueden dañar a otros y con qué métodos novedosos. Hay equilibristas que con cinco bolas hacen maravillas. Pero cuando al malabarismo se suman dos o tres bolas más, el ejercicio resulta fallido a menudo.
Las decisiones jurídicas no deben basarse en orfebrería jurídica, en pretensiones o en arreones disfrazados de tecnicismos. Como los corta-pega. Porque se dan demasiadas oportunidades al delincuente y los errores, errores son. Aunque sean fácilmente evitables. El error no es de un juez, de dos o de tres. El error es que la justicia se castigue a sí misma sin necesidad.
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