Lo primero que debemos hacer es manejar los términos con propiedad.
“Palestina” como estado pudo haber existido en cinco ocasiones bien documentadas: en 1937, en 1947, en 1967, en 2000 y en 2008. Hasta sobra decirlo: los mandatarios árabes locales nunca quisieron un Estado palestino. Ni entonces ni ahora. En 77 años, nada ha cambiado para ellos y mucho menos hoy, atrincherados en la superioridad moral que les otorga Occidente, jaleados además con gusto por el antisemitismo internacional. En nada ha variado su obcecado repudio a la mano tendida periódicamente por Israel. Muy al contrario, los habitantes de Cisjordania y de Gaza han ido deslizándose por la pendiente del yihadismo hasta sumergirse entre los movimientos más fanáticos del mundo musulmán. En esos ambientes, las manos tendidas suelen acabar amputadas.
En 1947, antes del reparto de territorios por la ONU para erigir dos estados, uno judío, otro árabe en la Palestina del mandato británico, sus líderes árabes cayeron inesperadamente sobre la oportunidad de convertirse en los dueños de unas tierras que nunca les pertenecieron. Así empezó todo.
La primera guerra con la que pretendieron “echar a los judíos al mar para alimentar a los peces” de 1948 les salió mal. Fue la Guerra de Independencia de Israel. Setenta y siete años después, aún no han digerido que Israel está allí para quedarse. Por lo tanto ellos han seguido por la misma senda, perdiendo, una a una, todas las oportunidades que les ha brindado generosamente la Historia.
Para seguir hablando con propiedad, “Palestina” como nación, no existe. Nunca existió. Los “palestinos” nunca fueron un pueblo, no tuvieron jamás una lengua propia, ni una cultura diferenciada de la de sus vecinos árabes, ni unas tradiciones particulares ni una Historia en común. Tampoco tuvieron un Estado propio en algún pasado, remoto o reciente, que pudieran reclamar. Si hubieran aceptado la partición de la ONU de 1947 y hubiesen, a la par que los judíos, proclamado su propio Estado, hoy serían una nación entre las árabes, con una identidad forjada desde arriba, desde dentro, como lo hizo su vecino, el reino hachemita de Jordania, por ejemplo, que pocos años antes de su proclamación, era en su mayoría una amalgama de tribus nómadas.
'Palestina' fue el nombre que los romanos dieron a Judea y a sus territorios adyacentes para desvincular, de una vez por todas, al pueblo judío -fiero, rebelde, reincidente e indoblegable- de su territorio
Para proseguir hablando con precisión, la denominación “Palestina”, tan manipulada para plasmar hoy los “anhelos milenarios” del “pueblo palestino”, fue el nombre que los romanos dieron a Judea y a sus territorios adyacentes para desvincular, de una vez por todas, al pueblo judío -fiero, rebelde, reincidente e indoblegable- de su territorio, a la vez que lo condenaba a la esclavitud y al destierro. Si algo reemplaza el nombre de Palestina es justamente el nombre de Judea (Judíos-Judea) en las antiguas tierras del Reino de Israel.
Llegamos así a que el relato según el cual el “pueblo palestino” era el morador de unos territorios que “invadieron” y “colonizaron” los judíos en masa, principalmente debido al Holocausto, cuando “sustituyeron” a los “pobladores autóctonos” tras dilatada violencia y extrema crueldad, proceso que coronaron con la “Nakba”, el gran desastre, la supuesta expulsión fundacional de la “identidad palestina” es un producto malévolo de la reescritura interesada de la Historia. Si los “Palestinos” se empeñan en permanecer detenidos en el lapso previo a la partición de la ONU, entonces hay que manejar los datos de hace tres cuartos de siglo con enorme prudencia.
Cuando en 1948, Israel salió vencedor de su primera guerra: 8.6% de sus tierras pertenecían a judíos; 3,3% a árabes que a partir de entonces accedieron a la ciudadanía israelí; un 16,9% de las tierras fueron abandonadas por aquellos árabes que huyeron para no volver, como suele ocurrir en la Historia con los enemigos que pierden las guerras que han empezado. El resto de las tierras, más de un 70%, eran propiedad de la administración británica y, como acordado, fueron entregadas al nuevo Estado judío como hubieran sido entregadas las suyas al Estado árabe que pudo ser y no fue.
Israel resultó victorioso con bravura que asombró al mundo entero. Era el mismo pueblo que acababa de sobrevivir a las fosas comunes y a las cámaras de gas en Europa
Para poder hablar con conocimiento, la tan frecuentemente invocada “Nakba” fue un desastre como su nombre indica, sí, pero auto-infligido. Los 700.000 árabes que partieron de sus hogares en suelo destinado a ser el Estado judío, se pusieron en marcha con el cuento de la lechera en sus mentes o empuñando sus armas pero desde luego, con la codicia en sus corazones. Israel resultó victorioso con bravura que asombró al mundo entero. Era el mismo pueblo que acababa de sobrevivir a las fosas comunes y a las cámaras de gas en Europa con la complicidad, la indiferencia o el silencio de unos y de otros.
En el calor de la contienda, Jordania se apropió de Cisjordania, el otro margen del río Jordán, y de Jerusalén del Este, y las incorporó a su reino, con la aprobación activa de los notables locales, a quienes entonces, no solo complació el ofrecimiento de ser absorbidos por Jordania y lo refrendaron gustosamente (Conferencia de Jericó, 1948), sino que ni se les ocurrió reivindicar Estado palestino alguno. A su vez Egipto, en otra de las fronteras del nuevo Estado judío, conquistó en el 48 Gaza, rebosante de refugiados árabes huidos de Israel, que lo habían perdido todo.
En cambio, los árabes que permanecieron en el Estado judío son hoy ciudadanos israelíes de pleno derecho y, desde el 7 de octubre, más del 70% se reivindica israelí sin fisuras. El régimen de “apartheid” que se le imputa alegremente a Israel hace de los árabes los iguales de los judíos israelíes hasta el punto de que no solo no desean mudarse a un “Estado palestino” que tantos prometen, reconocen o quieren imponer, sino que su silencio explica muy claramente con quién no están.
De 156.000 árabes que permanecieron en 1948 en el interior del Estado judío, tras el “genocidio” cometido por Israel, hoy suman casi 2 millones con pasaporte israelí
Para hablar, una vez más, con propiedad, ese “genocidio” que no se les cae de la boca a tantas almas envenenadas por un odio milenario sin disimulo, esa palabrota de la que no conocen ni su origen ni su contenido, y de la que solo les interesa su retintín difamador, ese “genocidio” es el primero del mundo que funciona a la inversa: de 156.000 árabes que permanecieron en 1948 en el interior del Estado judío, tras el “genocidio” cometido por Israel, hoy suman casi 2 millones con pasaporte israelí. De 700.000 árabes que huyeron en 1948, hoy, como consecuencia del “genocidio” perpetrado por Israel, suman 5.2 millones de seres. Esas son las cifras.
En cambio, que las Cartas Nacionales o Constituciones de los dos poderes palestinos, Hamas y Fatah -que se entrematan cruelmente entre sí, sin apenas tregua, desde hace casi 20 años en los territorios de “Palestina”- proclamen sin tapujos la erradicación del Estado judío y de sus habitantes no evoque para nadie el término “genocidio” no parece reseñable. Es cierto que Hamás va más lejos que su rival y aboga abiertamente por el aniquilamiento total, la solución final para el pueblo judío, esté donde esté, pero eso nunca estropea una buena causa.
Han tenido muchos años en Cisjordania y en Gaza para convertirse en ese Estado que al menos Israel quiso creer que podría rivalizar un día con Singapur o con Taiwán. Que el estado judío entregase a finales de los 90, tras los Acuerdos de Oslo, Cisjordania a la ANP y después Gaza en 2005, tomándose como es normal, las precauciones necesarias para su seguridad -a tenor de lo visto insuficientes- nunca ha modificado la ecuación ni un ápice ni para los palestinos ni para sus admiradores.
Para los palestinos, el tiempo no pasa. Siguen mentalmente congelados en un mundo anterior a la proclamación del Estado judío, petrificados en un periodo que aún pertenece a la era colonial. Incapaces de subir a su gente al tren del progreso, solo aciertan a hundirla en la oscuridad de sus atroces decisiones. Aparcaron a sus “víctimas de la Nakba” en campos de refugiados en su momento, y los mantienen ya casi 4 generaciones languideciendo de inactividad y de pereza, condenados al analfabetismo y a la autoconmiseración, sufragados y vigilados por la UNWRA, que no son más que ellos mismos, sus propios carceleros, que les obligan a heredar, de generación en generación, el mísero título de refugiado como si de un título nobiliario se tratase, y esa maldición, su única identidad, es una mochila de plomo cada vez más difícil de cargar.
Los palestinos se ven cada vez más abocados a alinearse con lo que va quedando disponible, el fanatismo radical dentro del Islam: los Hermanos Musulmanes, Hezbollah, ISIS, Al Qaeda e Irán
No hay más que ver la desolación, la pobreza, la falta de horizontes de las poblaciones de Cisjordania y de Gaza cuando sus dirigentes, en cambio, nadan en la abundancia y en el esplendor que tanta compasión y subsidio internacional facilita. Para eso, entre otras razones, los encierran allí. Y, mientras, como muy a pesar suyo, la Historia avanza, los palestinos se ven cada vez más abocados a alinearse con lo que va quedando disponible, el fanatismo radical dentro del Islam: los Hermanos Musulmanes, Hezbollah, ISIS, Al Qaeda e Irán.
Sus antiguos socios para consumar la destrucción de Israel han dado el salto, desde hace tiempo, a la modernidad. Egipto tardó 31 años en firmar la paz con Israel y Jordania, 46, pero apostaron por la prosperidad de sus pueblos, mientras los palestinos se seguían hundiendo en el enaltecimiento de la muerte y en el terror. No es por casualidad que en 2001 saliesen en masa a celebrar por las calles de Cisjordania y de Gaza la destrucción de las Torres Gemelas con sus 3.000 desoladores muertos.
Los Acuerdos de Abraham de 2020 tardaron 72 años en llegar pero tejen una telaraña de concordia y progreso entre Emiratos Árabes Unidos, Bahrain, Marruecos, Sudán e Israel, de la cual, de nuevo, los palestinos de Cisjordania y Gaza se han autoexcluido. Arabia Saudí espera ahora su turno impacientemente, para tender la mano a Israel. Si aún no lo ha hecho es para no regalarle a Biden lo que Trump diseñó durante su presidencia, ahora que tiene los visos de volver a la Casa Blanca.
Por eso felicita Hamás a Sánchez, que juega frívolamente con ese fuego e incita a los miembros de su gobierno a hacer las declaraciones explícitas sobre la destrucción del Estado judío
Sorprendentemente, el mundo occidental en particular, oasis de democracias donde los haya, quiere, a pesar de todo, imponerle a toda costa al Estado judío, un Estado palestino que los palestinos aborrecen, en el que el fanatismo islámico con el que tanto les complace coquetear, campe a sus anchas. Abogar por un satélite de Irán en Cisjordania y Gaza, con unas poblaciones radicalizadas en extremo, que desde el pogromo del 7 de Octubre apoyan las monstruosidades de Hamás en un 80%, no puede tener otro objetivo que el de asegurarse la destrucción total de Israel. Por eso felicita Hamás a Sánchez, que juega frívolamente con ese fuego e incita a los miembros de su gobierno a hacer las declaraciones explícitas sobre la destrucción del Estado judío (“Palestina será libre desde el río hasta el mar”) que él mismo aún no se atreve a pronunciar.
El reconocimiento de esa "Palestina" abstracta, imprecisa e idealizada es un gran premio a las violaciones rematadas con desmembramientos de los judíos del 7 de octubre pasado; es la recompensa por las familias quemadas vivas atadas entre sí como fardos mientras ardían con sus pequeños; es un aplauso a las granadas lanzadas por las ventanas de los dormitorios de judíos indefensos de todas las edades; es un vítor a los ametrallamientos salvajes sobre una estampida de jóvenes judíos aterrorizados en una rave al aire libre; es un gran elogio a las amputaciones a machetazos de decenas de chicos y chicas vivos; es una celebración de las brutales violaciones grupales todas rematadas con las agonías de sus presas filmadas en directo por los perpetradores; es, finalmente, el mejor de los premios por la importante contribución de Hamás a la vuelta al Medievo con el secuestro de rehenes que venden sin escrúpulos cuando, para más horror, los devuelven violados, ensangrentados, famélicos, torturados y amputados. Los 128 que aparentemente nos quedan, si aún siguen con vida, los seguirán vendiendo a más alto precio sin escándalo alguno.
Hamás conoce muy bien la enfermedad de su audiencia, que ahora le corresponde histéricamente en los campus cuando no diplomáticamente en las cancillerías, rebosantes ambos de despecho contra la osadía de un Estado judío dispuesto a defenderse. Nada de todo ello es nuevo para los judíos. Hemos pasado infinitas veces por esto.
Nada produce más rabia, más indignación que comprobar cómo los judíos no acaban de estar dispuestos a que los demás decidan lo que es mejor para ellos; nada produce más cólera que ver a los judíos no estar dispuestos a ser ofendidos, acusados, difamados, vilipendiados, insultados, maltratados y cuando necesario, también aniquilados.
Está en nuestra memoria colectiva y en nuestros libros ancestrales. Esos episodios nos los contamos todos los años, los unos a los otros, para estar seguros de transmitirnos lo que nos puede esperar en cada generación.
Hamas será derrotado, como lo será, muy a pesar de los numerosos Sánchez, de los Khan, de los Butler de nuestra cultura, porque nos va la vida en ello, las vidas de todos nosotros.
Cuando los rehenes retornen, como volvieron hace casi 80 años los supervivientes de los campos de exterminio -maltrechos, torturados, esqueléticos, traumatizados por el mal pero también por la indiferencia, el abandono y la soledad- también entonces surgirán los Justos entre los Palestinos, que los habrá, como supimos de los Justos entre las Naciones en la época más negra de la civilización europea, que fueron los que con su código moral, al margen de las masas y de su entrega a la orgía del exterminio, nos devolvieron, con su luz, la fe en la Humanidad.
Por ellos, con ellos, se construirá esa Palestina que sí tendrá continuidad, la Palestina que vivirá, frontera con frontera, en paz, con el Estado judío de Israel.
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