Opinión

Kaliningrado del caudillo

Polonia huyó de la influencia rusa y se abrazó a Occidente y a la OTAN, algo que Putin interpreta hoy casi como un insulto personal.

El gobierno de Polonia ha decidido cambiar el nombre de la ciudad de Kaliningrado y llamarla, a partir de ahora, Krónewiec. Caramba, no pongan ustedes esa cara; ya sé que estamos en campaña electoral y que ahora mismo lo único que existe en el mundo es el agua, la que unos roban, la que otros dicen defender y la que otros más saben cómo conseguir seguro: sacando a San Isidro a la calle, que eso no ha fallado jamás, ¿verdad?

Pero esto de Kaliningrado debería interesarnos. Vivimos en un país en el que, cada vez que hay un vendaval de cierta consideración, le cambiamos el nombre a los pueblos, rebautizamos las calles, nos ponemos a pelear por los colores de las banderas y, a poco que podamos, cambiamos la geografía, como si todo eso sirviese para algo y no lo fuesen a deshacer los que vengan detrás, a la vuelta de unos años.

Pero esto de Kaliningrado es serio porque puede haber muertos. Quiero decir: puede haber todavía más muertos de los que ya ha habido, que son bastantes. Lo del nombre es un pretexto y puede ser un detonante.

Es una ciudad extraña. Yo canté allí, en la curiosa catedral (un edificio que parece hecho por quince arquitectos a la vez, todos enfadados entre sí), hace muchísimos años. Esa catedral es casi lo único que queda de una vieja ciudad que debió de ser hermosísima; yo me la imagino tan bella como Heidelberg o como Cambridge o Salamanca, pero las bombas de la guerra mundial la destruyeron casi por completo… y la reconstruyeron los soviéticos, entre cuyas incontables virtudes y bondades no se encontraba precisamente el buen gusto para la arquitectura.

Por Königsberg paseaba Kant, que no salió de allí en toda su vida; los vecinos ponían los relojes en hora cuando lo veían cruzar la calle, porque aquel hombre era un cronómetro

El caso es que esa ciudad, situada a orillas de una laguna marina que podría parecerse a la de Venecia, fue fundada hace casi 800 años por un rey de Bohemia (para entendernos: la actual República checa) que se llamaba Ottokar II. La bautizó como Königsberg (“la montaña del rey”) y allí se hablaba alemán; no en vano acabaría siendo la capital de Prusia. Pero la ciudad estaba cerca de muchos países que, antes o después, acabarían apropiándosela por un tiempo más o menos breve. Así los polacos la llamaron Królewiec, como queda dicho; los lituanos, que también están muy cerca, dijeron que aquello se llamaba Karaliaučius; y los checos, que también andaban al quite, dijeron que su nombre era Králowec.

En aquella ciudad próspera, pacífica y eminentemente universitaria (como Heildelberg, Cambridge o Salamanca) se hablaba alemán, polaco, lituano, checo, dialecto prusiano y lo que fuese menester, porque estaba en el medio de muchos caminos. Por Königsberg paseaba Kant, que no salió de allí en toda su vida; los vecinos ponían los relojes en hora cuando lo veían cruzar la calle, porque aquel hombre era un cronómetro. Allí vivieron matemáticos ilustres como Goldbach (el de la famosa conjetura que tantos sesos ha devanado) o Hilbert. Los famosos siete puentes de Königsberg dieron pie a una especie de acertijo, también matemático, que desafía el ingenio del más pintado.

Y entonces llegaron los soviéticos, con sus incontables virtudes y bondades; la invadieron, se la apropiaron y la llamaron Kaliningrado. Hoy la ciudad y sus aledaños siguen perteneciendo a Rusia, no hay forma de entender por qué; es un enclave ruso, una “isla” rodeada por todas partes de tierras polacas y lituanas.

Entre abril y mayo de 1940, la policía política soviética, la NKVD (repleta, repleta de bondades y virtudes), asesinó a casi 22.000 militares, profesores, investigadores, policías, artistas y escritores polacos.

Por eso resulta extraño que el gobierno polaco haya decidido renombrar a Königsberg, Kaliningrado, Karaliaučius o como rayos quieran ustedes llamarla, con el antiguo nombre de Królewiec. La ciudad no pertenece a Polonia, con lo cual es lo mismo que si el gobierno portugués decide que Burdeos, en Francia, ya no se llama Burdeos sino Lisboa la Nova. Pues muy bien. Pueden ustedes decir lo que quieran, ¿verdad?

Y aquí llega el nudo de la cuestión. ¿Por qué los rusos llaman Kaliningrado a la ciudad donde nació Kant, la antigua capital de Prusia? Pues es un homenaje a Mijaíl Kalinin. ¿Y quién era este Kalinin? Pues uno de los más notorios integrantes del santoral soviético (lleno de bondades y virtudes, no sé si lo he dicho ya); uno de los tipos que autorizó, como miembro del Politburó, la espantosa matanza de las fosas de Katyn, ideada por el psicópata Laurentii Beria y firmada por Stalin. Entre abril y mayo de 1940, la policía política soviética, la NKVD (repleta, repleta de bondades y virtudes), asesinó a casi 22.000 militares, profesores, investigadores, policías, artistas y escritores polacos. Diríamos que el cogollo pensante de la nación polaca, que Stalin se acababa de repartir con Hitler; lo que quería era exterminar definitivamente a Polonia. Los cadáveres fueron enterrados sigilosamente en el bosque de Katyn. Cuando aparecieron, los soviéticos (bondadosos y virtuosos) echaron inmediatamente a los nazis la culpa de aquella masacre que habían cometido ellos. Uno de los responsables directos fue, pues, Kalinin. Ese santo varón que hoy da nombre a Königsberg.

Cuando cayó la URSS, Gorbachov inició (1990) una larga y lenta investigación sobre aquel crimen de lesa humanidad. El resultado fue que el Parlamento ruso, la Duma, reconoció en 2010 que aquella atrocidad sí había sido cometida por orden de Stalin, Beria y Kalinin. Y pidieron perdón por ello, 70 años después. ¿Saben ustedes quién fue el que dijo entonces que todo aquello era verdad, que los asesinos habían sido los soviéticos y homenajeó a los asesinados? Vladimir Putin. ¿Y saben ustedes quién es el que ahora, apenas trece años después, dice que todo eso era mentira, que los soviéticos (bondadosos, virtuosos) no hicieron nada y que la culpa fue siempre de los nazis? Pues Vladimir Putin. El muy sinvergüenza se echó atrás.

Königsberg fue sometida a un minucioso proceso de “rusificación” durante décadas; proceso que ha continuado hasta hoy, cuando Putin está claramente tratando de recuperar los brillos de la antigua y desdichada URSS

Por eso ese malnacido, cada vez más nervioso por las crecientes dificultades (bélicas y políticas, de orden interno) que le está planteando su guerra contra Ucrania, ha tomado como un “acto de hostilidad” que los polacos digan que para ellos, aunque solo sea simbólicamente, Kaliningrado ya no se llama Kaliningrado sino Królewiec, porque se niegan a admitir que la ciudad de Kant, de Goldbach y de los siete puentes lleve el nombre de un criminal que colaboró en la matanza de 22.000 polacos. Cosa que Putin admitió públicamente hace trece años. Y que ahora niega.

Königsberg fue sometida a un minucioso proceso de “rusificación” durante décadas; proceso que ha continuado hasta hoy, cuando Putin, que ya no sabe cómo salir de la guerra que tan estúpidamente comenzó, está claramente tratando de recuperar los brillos de la antigua y desdichada URSS. Tan llena de bondades y virtudes como él, sin ir más lejos.

Polacos y rusos se han llevado siempre mal desde que ambos pueblos existen. Eso sigue sucediendo hoy. Tras el colapso soviético, Polonia huyó de la influencia rusa y se abrazó a Occidente y a la OTAN, algo que el enloquecido dirigente del Kremlin interpreta hoy casi como un insulto personal. Pero esta sería la primera vez que ambas naciones se enfrentan por un nombre. Por un símbolo. El ambiente está tan cargado de electricidad que puede bastar una minucia como esa para que todo estalle en un segundo. Y lo que se puede llevar por delante esa deflagración es demasiado espantoso como para pensarlo siquiera.

Si se me permite la broma, yo seguiría las sabias enseñanzas de los chicos de nuestro castizo Abascal y rebautizaría la ciudad como Kaliningrado del caudillo; aún hay algunos pueblos en España que llevan ese remoquete vergonzoso. Aunque en este caso, como es obvio, el caudillo sería Putin, antiguo agente (de segundo orden) del KGB y nostálgico de las glorias soviéticas. Tan bondadosas, tan virtuosas.

Y ahora sigamos con la campaña electoral, que es para lo que estamos. Si vemos que cualquier noche se enciende el cielo, siempre podemos echarle la culpa a Kant.

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