Opinión

King Bibi

Netanyahu gana las elecciones en Israel y vuelve al poder tras año y medio en la oposición

En mayo del 2012, la revista Time titulaba su portada “King Bibi”, con una foto del primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. En marzo del 2019, la revista The Economist ofrecía el mismo encabezamiento, “King Bibi”. Pues bien, esta semana King Bibi lo ha vuelto a hacer, alzándose como vencedor en las quintas elecciones en cuatro años en el Estado Hebreo.

Y, sí, Bibi Netanyahu es lo más parecido a un rey que ha tenido Israel desde su refundación en 1948. Primer ministro entre 1996 y 1999 y de nuevo entre 2009 y 2021, ocupará con toda probabilidad de nuevo el cargo con una coalición que aglutina 65 de 120 escaños en la Knesset, el parlamento israelí. Una mayoría tan sólida como relativamente inesperada.

Bibi es pura “realeza” sionista. Hijo del mítico Benzion Netanyahu, eminente profesor de Historia y quizá el mayor experto que haya existido en el judaísmo medieval en España y en la Inquisición en nuestro país. Hermano del heroico Yoni Netanyahu que, como comando de élite del Sayeret Matkal, participó en la incursión en Beirut en 1973 para cazar a los palestinos responsables de la matanza de las olimpiadas de Múnich.  Yoni murió liderando el asalto que liberó en Entebbe a las víctimas del famoso secuestro aéreo del avión de Air France en 1976.  Bibi también sirvió durante cinco años en el Sayeret Matkal. No es muy común tener un primer ministro que haya participado en operaciones antiterroristas de altísimo riesgo como la liberación de otro avión secuestrado, en su caso el vuelo 571 de Sabena en 1972. Sólo en Israel.

Es capaz de aglutinar el voto de segmentos de la sociedad más prósperos o laicos con el de los estratos menos favorecidos o más religiosos

Por mucho que se repita el cliché, seguidores y adversarios siempre se referirán a Bibi como el animal político más formidable que ha habitado la increíblemente cruel e implacable jungla política que es la vibrante democracia israelí. 

Netanyahu es un comunicador fabuloso, tanto en hebreo como en inglés. Fue pionero en el uso de sofisticada tecnología electoral y, frente al percibido elitismo de alguno de sus contrincantes, usa píldoras audiovisuales que lo acercan al votante medio. Y usando el humor. Netanyahu conecta con el telespectador israelí mirando directamente a la cámara y apelando a sus intereses y sus miedos. 

Bibi sigue el camino que abrió Menahem Begin. Aun siendo ambos judíos ashkenazim (de origen centroeuropeo), el partido derechista Likud moviliza la voluntad política de la población judía de origen sefardí (español) y mizrahi (originaria de países árabes) frente al histórico privilegio del clasismo progresista de muchos judíos europeos de izquierda. También es capaz de aglutinar el voto de segmentos de la sociedad más prósperos o laicos con el de los estratos menos favorecidos o más religiosos. 

Tanto en su etapa de ministro de Finanzas (2003-2005) como en las de primer ministro, se le puede atribuir la masiva e histórica liberalización que transformó un país con orígenes socialistas, colectivistas y estatistas a uno que dio lugar a una verdadera revolución tecnológica y al fenómeno de start up nation. En los últimos 25 años, Israel ha alcanzado un nivel de prosperidad sin precedentes (con una renta per cápita de 52 mil dólares frente a los 30 mil de España). 

Ha calcinado a decenas de estrellas emergentes y las alternativas políticas surgidas alrededor de ellas. Cada una en su momento pareció destinada a hacerle sombra o sustituirlo

En este proceso, el electorado israelí se ha ido deslizando mayoritariamente a posiciones más a la derecha. El Likud es el partido más relevante del fraccionadísimo panorama político de un país de sólo 9,4 millones de habitantes (el 20% árabes). La alternativa al Likud en estas elecciones era el partido Yesh Atid, liderado por el primer ministro Yair Lapid, que puede ser descrito como de centro izquierda liberal. Más a la izquierda, sólo queda la irrelevancia. 

Durante estas décadas, Bibi ha literalmente destrozado hasta la marginalidad al Partido Laborista que desde la izquierda fue la fuerza dominante en el país durante décadas. Ha calcinado a decenas de estrellas emergentes y las alternativas políticas surgidas alrededor de ellas. Cada una en su momento pareció destinada a hacerle sombra o sustituirlo. Hoy casi nadie las recuerda. Las escisiones que surgieron del Likud han acabado irremediablemente reabsorbidas o disueltas. 

Las cuatro elecciones anteriores se plantearon como un plebiscito personal sobre Bibi, creando dos campos antagónicos: el “pro Bibi”, que aglutinaba al Likud, otros partidos nacionalistas y religiosos conservadores, y el campo “anti Bibi”, que se impuso en 2021. Este consiguió formar una coalición de gobierno heterogénea (algunos dirían contra-natura) de derechistas que consideraban que el tiempo de Netanyahu había pasado, centristas, izquierdistas moderados y radicales, y los partidos árabes con lealtades cuestionables al estado y a su propia existencia. Sorprendentemente, la alternativa funcionó razonablemente bien: fue capaz de lidiar con sus contradicciones internas, manejar con éxito una campaña militar contra la Yihad Islámica en Gaza y rotar sin convulsiones de primer ministro entre Naftali Bennet (derecha nacionalista) y Lapid.

El campo de Bibi siempre achacó a esta coalición, precisamente, su falta de coherencia política y que lo único que la mantuviese unida fuera su odio visceral al ex primer ministro. Mientras la coalición exhibía la participación en el gobierno del partido árabe Ra’am como un signo de “normalización”, desde el Likud se resaltaba la deslealtad al estado de los árabes que apoyaban al gobierno y la traición de los partidos que se valían de ellos para mantenerse en el poder.

Pero, fundamentalmente, lo que siempre se enfatizó desde los partidarios de Netanyahu fue que su caída se debió a tres casos de corrupción fabricados por los medios, cogidos con alfileres por la fiscalía y alentados por un poder judicial altamente politizado y escorado a la izquierda.  

Podía presumir ante su electorado de unos históricos Acuerdos de Abraham alcanzados bajo la anterior administración Trump

La maestría de Netanyahu en este quinto intento de retomar el poder ha sido manejar con habilidad el sistema electoral israelí. Este, por un lado, favorece la alta segmentación (aparte de los dos partidos mayoritarios estarán representados dos partidos judíos religiosos, uno sefardí y otro ashkenazi, un partido nacionalista religioso, otro de derechas “anti Bibi”, un partido de emigrantes de la antigua URSS, dos partidos árabes y un partido socialista). Por el otro, el listón del 3,25% del voto nacional para obtener representación parlamentaria favorece y sobre-representa a los que logren concentrarse bajo unas siglas (como hicieron los nacionalistas religiosos) frente a los que acudieron por separado (los socialista y comunistas -estos últimos quedaron fuera- o partidos árabes).

Adicionalmente, frente a la cercanía del gobierno de Lapid a la administración Biden, a la que no se percibe como particularmente pro Israel y ciertamente no suficientemente dura con los planes nucleares de Irán -una amenaza existencial para Israel-, Bibi podía presumir ante su electorado de unos históricos Acuerdos de Abraham. Alcanzados bajo la anterior administración Trump, estos acuerdos generan un cambio tectónico en el convulso vecindario de Oriente Medio, creando para Israel una amplia alianza con países moderados árabes que rompe la falsa centralidad del asunto palestino y ofrece una inmensa oportunidad para la prosperidad regional.

Netanyahu gobernará pues con una coalición coherente de partidos de derecha y religiosos. Lo cual no significa que vaya a ser fácil: históricamente el apoyo de los partidos religiosos siempre viene asociado a concesiones y adicionales privilegios para sus votantes que alienan al resto de la población. Asimismo, la alianza con la derecha más nacionalista podría crear fricción con los EEUU, aliado de referencia de Israel, así como con el resto de los países árabes ahora aliados de Jerusalén. Tarea futura para el más incombustible de los líderes políticos occidentales. Larga vida al rey Bibi.

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