Alguna razón, desconocida para los mortales, debe haber para que en ocasiones tasadas, cuando las cosas se ponen más feas, o simplemente la necesidad aprieta, los presidentes del Gobierno hayan nombrado como ministros de Fomento a la persona que en aquel momento gozaba de su máxima confianza política. Recordemos a Paco Álvarez Cascos, quien en aparente degradación, que solo fue eso, aparente, abandonó la vicepresidencia para hacerse cargo del departamento con más capacidad inversora de todo el Gabinete. Acordémonos de Pepe Blanco, cancerbero número uno de Rodríguez Zapatero, quien se hizo cargo de esa misma cartera cuando, tras estallar la crisis financiera, las expectativas electorales del PSOE andaban por debajo del nivel freático.
Álvarez Cascos sustituyó a Rafael Arias-Salgado y Blanco a Magdalena Álvarez, versos sueltos, uno y otra, si comparamos su modo de ser ministros con los métodos de trabajo de sus sucesores, disciplinados y exigentes ejecutores de políticas rigurosamente partidarias. Pedro Sánchez aterrizó en el poder con la lección bien aprendida y de entrada colocó en Fomento a su alter ego, José Luis Ábalos. Por si había dudas. Los tres, Ábalos, Cascos y Blanco se ocupaban del control de las miserias de sus respectivos partidos justo antes de ser nombrados ministros. Conocían mejor que nadie las cuitas internas y las cuentas, no siempre confesables. Pero sobre todo conocían las urgencias. Control del partido y control de la inversión pública. Casualidades de la vida. O no.
España seguirá siendo un país corrupto mientras no se actúe sobre la raíz del problema: la voracidad de unos partidos que se han apropiado del Estado desactivando sus mecanismos de control
Como apuntan José Álvarez Junco y Adrian Shubert en la introducción de la “Nueva historia de la España contemporánea” (Galaxia Gutenberg), uno de los rasgos más negativos de nuestro modelo constitucional es el sometimiento que PP y PSOE ejercen sobre el sistema; “la inexistencia de una auténtica división de poderes (dado el control o la fuerte influencia del Ejecutivo sobre el Legislativo y el Judicial)” y los consiguientes “problemas de financiación de estos partidos, que han originado casos de corrupción muy generalizados a nivel político…”.
Los partidos son vastas estructuras que necesitan considerables recursos para mantenerse en pie y cuyas economías entran en crisis cuando tienen que afrontar un repentino incremento de nóminas tras ser expulsados del poder, ya sea local, autonómico o central. Y cuando este turnismo renovado pone en tus manos la gestión del poder, una de las tareas prioritarias es provisionar la caja de resistencia para cuando vengan mal dadas y las urnas te manden de regreso a casa. De ese trabajo se han encargado casi siempre los más fieles; los que saben dónde están los agujeros y saben lo que cuesta taponarlos.
Esta metodología, tantas veces repetida, es la que que posibilita, y protege, un sistema adulterado por la desproporcionada preeminencia del Poder Ejecutivo sobre los demás. Problema que en la España de hoy alcanza dimensiones patológicas, con un Parlamento convertido en una filial del Gobierno y un Poder Judicial al que se quiere neutralizar. Junco y Shubert vinculan la redundante corrupción política con la monitorización que ejerce el Ejecutivo sobre los demás poderes constitucionales y el resto de contrapesos, estos de inferior rango pero de gran importancia. Y es que el asalto a los organismos reguladores, empresas públicas y medios de comunicación, principalmente públicos, es una suerte de corrupción low cost. No es lo mismo que robar, pero cuando la práctica se generaliza puede ser aún peor.
Corrupción es llenar las administraciones públicas de conmilitones y devolver favores o pagar fidelidades situando al frente de, pongamos, Correos o la EOI a amiguetes sin suficiente cualificación
Luis Bárcenas (caso juzgado) y Koldo García Izaguirre (presunto) se corrompieron para mejorar su nivel de vida. Pero no hace falta corromperse a título personal para ser un corrupto. Corrupción también es usar fondos públicos para sacar ventaja política, desde un ministerio o una empresa pública. Corrupción es devolver favores o pagar fidelidades situando al frente de, pongamos, Correos o la EOI a amiguetes sin cualificación suficiente. Corrupción es llenar las administraciones públicas de conmilitones sin más mérito que la tenencia del carné del partido. Y corrupción es desatender el deber constitucional de visar nombramientos arbitrarios, eludiendo la obligación de seleccionar a los mejores y sin poner coto a la propensión invasiva del Gobierno de turno.
Para nuestra vergüenza, y más allá de que siempre habrá un Bárcenas o un Koldo dispuestos a corromperse, España seguirá sin homologarse con las democracias más sanas de Europa mientras no actúe sobre la raíz del problema: la voracidad de unos partidos que, como dice Rafael Jiménez Asensio, se han apropiado del Estado desactivando sus mecanismos de control.
Koldo no tiene excusa, pero sí explicación. Koldo es el producto inevitable de un modelo fallido.
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