Opinión

La abeja reina

La historia de un niño que es una niña y que no comprende lo que le ocurre, pero que sí sabe cuál es su deseo más íntimo: que le llamen Lucía

La veo una tarde reciente en la sala de maquillaje del canal de televisión en el que trabajo. Mientras yo amarro mi flequillo con los últimos toques de laca antes de entrar en directo, ella toma asiento para que le borren, tras la enésima promoción de la película, los trazos pintados en un rostro que -más allá de sombras, rímel y colorete- deja entrever el cansancio que provoca el éxito cuando irrumpe como un huracán.

Su ópera prima ha llevado a la cineasta Estíbaliz Urresola a lo más alto cuando ni siquiera había empezado a escalar la montaña. La entrevisté por primera vez en Sevilla, horas antes de la gala de los Goya en la que estaba nominada a mejor corto de ficción por Cuerdas. Era mediodía en un hotel de la capital andaluza y -con el rumor de fondo del ajetreo de los artistas, de los nervios, los flashes, las cámaras- sentada junto a mí en un rincón apartado me confesó que estaba agotada y con fiebre. Le delataban aquellos ojos tristes por las décimas, en los que no había espacio para el disfrute en un día marcado precisamente para eso y, pese a su estado, sacó fuerzas para hablar. “En unos días viajo a Berlín para presentar 20.000 especies de abejas”. Fue la primera vez que escuché ese título que ahora suena sin cesar y que ocupa carteleras y críticas cinematográficas. Una cinta que ha llegado a los cines con los mejores avales: un Oso de plata para su protagonista en la Berlinale y la Biznaga de oro en el Festival de Málaga.

Aprovecho mi reencuentro con la directora, ya en San Sebastián, para felicitarle y darle la enhorabuena por su trabajo, por los premios, por el reconocimiento, mientras le retiran los restos de pintura de la piel. Su respuesta amable y cariñosa viene acompañada de un gesto de cercanía al entregarme una mano que sostengo al tiempo que -entre espejos, algodones y bombillas cálidas- pronuncia, humilde, la siguiente frase: “Ojalá pienses lo mismo cuando la veas”.

Es la historia de un niño, Aitor, desbordado por las preguntas y por la falta de respuestas. “¿Tú crees que cuando estaba en la tripa de ama algo salió mal?”

Eso es lo que he hecho esta misma semana, verla para poder opinar. Y lo cierto es que me ha conmovido hasta el tuétano. Una película que cuenta de forma delicada y valiente una realidad a la que no se le presta la atención que merece. Es la historia de un niño, Aitor, desbordado por las preguntas y por la falta de respuestas. “¿Tú crees que cuando estaba en la tripa de ama algo salió mal?”. La historia de un niño que no duerme, que no vive y que preferiría morir para volver a nacer siendo chica. La historia de un niño que es una niña y que no comprende lo que le ocurre, pero que sí sabe cuál es su deseo más íntimo: que le llamen Lucía. Es, también, la historia de una madre perdida que no maneja las herramientas para llegar a ese nombre ni para pronunciarlo… y la de una abuela, la de toda una generación, que no entiende de transiciones más allá de la que vino tras la muerte de Franco.

Una ficción demasiado real, obligada y necesaria para que dejemos de mirar hacia otro lado; para que abordemos, al margen de polémicas y leyes o de leyes polémicas, un asunto invisible. Porque es cierto que tenemos todavía mucho que aprender, como sociedad, sobre un camino que nadie elegiría si no fuera porque es el único posible. Recuerdo el testimonio de Melisa, una chica a la que entrevisté en el programa hace menos de un mes. Con veintidós años ahora, me contó que había comenzado su transición a los dieciséis. “Yo lo empecé un poco más tarde que mucha gente y la verdad es que ha habido muchos altibajos, ha sido como una montaña rusa en la que subía y bajaba, pero en la que, al final, bajaba más que subía.” La noté nerviosa, se atusaba el pelo y le faltaban las palabras. Cómo no estarlo al compartir, en directo y ante miles de espectadores, un proceso tan profundo, tan cuestionado y tan difícil de expresar. “Yo lo he pasado muy muy mal (…) Ahora estoy encantada de haber llegado a este punto, aún me queda mucho, pero es mucho lo que he recorrido también”.

Un viaje en solitario que nadie, salvo ella, conoce en lo más hondo de su piel pero que yo imagino con sus noches en vela y a oscuras, lidiando con los temores más recónditos. Porque no nos damos cuenta de que, muchas veces, es más sencillo recibir la aceptación ajena que la nuestra propia incluso cuando nadie más puede llegar a entenderla. Porque no hay enjambre sin abeja reina, no hay abeja reina sin enjambre.

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