Algunos se acordarán. La transición española fue durante décadas el modelo más exitoso de democratización en el mundo. Los propios españoles, pese a nuestro secular autoodio, nos orgullecimos del encomiable logro de conseguir una constitución de consenso, elecciones libres y alternancia en el poder en tan solo unos años. Hasta que llegó Podemos como corolario inevitable del guerracivilismo resucitado por Rodríguez Zapatero y el último acuerdo entre españoles fue relegado a los manuales de ciencia política extranjeros. Con la bendición y luego el entusiasmo decidido del PSOE de Pedro Sánchez.
La vía española a la democracia fue replicada con éxito en Chile una década después de nuestro experimento. Pero también allí, la corriente de opinión dio un giro radical a partir del cambio de milenio y lo que había sido un triunfo colectivo pasó a ser un corsé para las ambiciones de los partidos de la izquierda. Aprovechando el estallido social de 2019, el proceso constituyente anunciado por la presidenta Michelle Bachelet en 2015 se materializó en una reforma de la constitución chilena que permitió la elección de una convención constitucional ya bajo el mandato de un Sebastián Piñeira muy socavado políticamente. El resultado fue la estrafalaria convención que llamó la atención en todo el mundo. Sobre todo, de la izquierda más o menos alternativa, que enemistada como sigue como el pensamiento la interpretó como el arquetipo de una nueva corriente en el constitucionalismo llamada a ser emulada por democracias consolidadas como la española.
Ocho años después, los chilenos acaban de desechar la segunda propuesta de una nueva carta magna, tras el rechazo abrumador de la primera, sometida a plebiscito en septiembre de 2022. Esta última intentona ha sido capitaneada por la derecha, tras la elección de una mayoría conservadora en el consejo constitucional a principios de año. Aunque en su momento el líder del Partido Republicano, José Antonio Kast, había declarado que no quería tocar la Constitución vigente, demasiados habían invertido demasiado capital político en convencer a la ciudadanía de que la reforma constitucional es indispensable. La contención en el ejercicio del poder necesaria para el correcto funcionamiento democrático cotiza a la baja, y la derecha chilena sucumbió a la presión de su electorado para contrarrestar los excesos identitarios y el desparrame asambleario de intenciones del texto rechazado el año pasado. Pero una vez más, y de manera nada sorprendente, concitar un consenso amplio no ha sido posible.
El poco debate político que existe entre cesiones a los independentismos, nombramientos nepotistas y ataques al Poder Judicial parece haber regresado a coordenadas pasadas, pero sin la intención de abordar ningún problema de fondo
La política contemporánea lo manosea todo sin ofrecer resultados. En este año que termina y en el que hemos vivido en permanente campaña electoral, hay que destacar también el revival de marcos superados como si el primer cuarto del siglo XXI no hubiese transformado radicalmente la sociología de Occidente. Promesas de gasto irrealizables por un lado y bajadas de impuestos por otro, como si el invierno demográfico no estuviese a la vuelta de la esquina y las pensiones no resultaran ya—no mañana—insostenibles. El Twitter “facha” lleva años declamando con razón que la nueva síntesis política reúne un cierto estatismo en lo económico y conservadurismo social, justo lo contrario de lo que desde el gobierno se dice combatir, el neoliberalismo, esa iglesia sin fieles. El poco debate político que existe entre cesiones a los independentismos, nombramientos nepotistas y ataques al Poder Judicial parece haber regresado a coordenadas pasadas, pero sin la intención de abordar ningún problema de fondo.
En su lugar, se ha impuesto una pirotecnia de pólvora mojada. Jamás la distancia entre objetivos proclamados y la eficacia de la acción política ha sido mayor, como han destacado varios comentaristas. Se pretende atajar nada menos que el calentamiento global mientras los trámites administrativos más básicos se hacen cada vez más engorrosos y no hay día que no se descarrile un tren de cercanías. El constitucionalismo moderno aspiraba a proteger la búsqueda de la felicidad de cada individuo, el progresismo actual se regodea en la ficción de que basta con reconocer un derecho para ver sus efectos prácticos mientras aplaza la gestión cotidiana.
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