Opinión

La caja tonta

La gran mayoría de la gente, de los espectadores, piensa que todo en este universo es diversión, fama, luces, cámaras y lo cierto es que pocos saben el sacrificio que hay detrás

La secuencia es siempre la misma desde hace unos cuantos años. Ocurre cuando coincido con alguien por primera vez, cuando surgen esas preguntas que parecen sacadas de un manual de comportamiento.

-¿Dónde trabajas?

-Soy periodista.

-¿En la tele?

-Sí.

-Ah, y… ¿Sales en la pantalla?

Como si el periodismo quedara, de un plumazo, reducido a eso, a salir, a posar delante de una cámara. Como si la televisión fuera únicamente eso, cuando en realidad esa caja tonta cada vez más rectangular, escuálida y fina gracias a los avances tecnológicos, es muchas otras cosas. Un medio tan duro como apasionante -no me canso de repetirlo- con el que mantengo un idilio, con altibajos, desde hace ya diecisiete años y al que en esta semana en la que se ha celebrado su Día Mundial -el lunes, concretamente- quiero desenmascarar a través de estas líneas.

Porque es curioso: la gran mayoría de la gente, de los espectadores, piensa que trabajar en la tele es algo así como participar en una fiesta multitudinaria que no termina nunca. Y lo cierto es que pocos saben la cantidad de veces que te puedes llegar a escapar de la pista de baile y correr a esconderte al baño para que nadie perciba tu llanto. La gran mayoría de la gente, de los espectadores, piensa que todo en este universo es diversión, fama, luces, cámaras y lo cierto es que pocos saben el sacrificio que hay detrás. El mismo -supongo- que en otros tantos oficios no tan reconocidos a pesar de ser, probablemente, mucho más meritorios. (Siempre he detestado toda esa burbuja de falsa popularidad en la que te sumergen los demás por estar empleada en la pequeña pantalla).

Era una sala llena de trípodes, objetivos, un croma verde, multitud de focos colgando del techo, cables por el suelo, máquinas con botones de colores. Un espacio abierto a la magia y la imaginación

Pese a eso, mi amor por un plató viene de lejos. Recuerdo el flechazo. Fue durante una jornada de puertas abiertas en la Universidad del País Vasco. Aquella facultad de Ciencias de la Información amarillenta y fría albergaba el lugar que encendería esa pasión. Era una sala llena de trípodes, objetivos, un croma verde, multitud de focos colgando del techo, cables por el suelo, máquinas con botones de colores.

Un espacio abierto a la magia y la imaginación en el que comprendí que estaba mi futuro. A partir de ese instante, todos mis esfuerzos se centraron en conseguir la media en selectividad que me diera la llave para abrir la cerradura de la carrera de Comunicación Audiovisual. Estudié, trabajé, trasnoché y confié. Solo así se logran los sueños.

Hace ya un tiempo, un compañero que después se convertiría en secretario de Estado de Comunicación, me dijo una frase que no olvido: “Hacemos de lo extraordinario, algo ordinario”. Y tenía razón. Porque es extraordinario compartir redacción con periodistas como Iñaki Gabilondo. Observarle presentar las noticias, cada tarde, en aquel set de Cuatro que se perdía entre los ordenadores donde bullían las informaciones. Coincidir en maquillaje con Esperanza Gracia y preguntarle por tu futuro. Que la bandeja con tu ensalada de pasta chocara directamente con la de Belén Esteban en el comedor. Ver a Jorge Javier Vázquez haciendo entretenimiento en los pasillos de Mediaset pegado siempre a una cámara.

Que Jacob Petrus te diera toda una lección meteorológica delante de una pantalla gigante mientras tú permanecías sentada a pocos metros en el mismo plató. Hacer conexiones desde el malecón de La Habana o el campo de concentración de Auschwitz. Acceder a estancias del Palacio Real que, de otra forma, jamás visitarías. Compartir corrillo con los Reyes, con el presidente del Gobierno. Tener la oportunidad de despedir el año, en directo, desde Vitoria, colándote en la casa de miles de espectadores brindando, en ese instante, en familia. Es extraordinario, sí lo es. Es historia, sí lo es. Y estoy agradecida por eso y por mucho más.

Siento un vacío tan grande que hasta escucho el eco del crujido de mis huesos. Un sonido que se mezcla con el rumor de fondo de la actualidad, apenas perceptible para mis oídos

Han sido también años de esfuerzo, de festivos trabajados, veranos, madrugadas. Años de injusticias, de codazos, de egos exaltados, de jefes mediocres amargados por su falta de talento, de renuncias personales, de lucha. Años de “ahora te pongo, ahora te quito. Ahora me vales, ahora no”. Años sometida al examen diario de la audiencia que llega, puntual, cada mañana como la nota de una prueba final, que te pone un nudo en la garganta hasta que comprendes -lleva tiempo- que el resultado no solo depende de ti.

Años de lágrimas, de estrés, de ansiedad. Basta un extracto de lo que escribí el 26 de enero del 2021 en la trastienda de un plató mientras esperaba mi turno para salir a escena: “Hay cámaras, focos, caras escondidas tras unas mascarillas. Debería estar contenta y, sin embargo, siento un vacío tan grande que hasta escucho el eco del crujido de mis huesos. Un sonido que se mezcla con el rumor de fondo de la actualidad, apenas perceptible para mis oídos”.

Siempre he dicho que algún día escribiré un libro que lleve por título: Cómo trabajar en televisión y no morir en el intento. De momento sigo aquí, en este mundo mágico, plantándome ante los objetivos cada tarde, sin saber hasta cuándo. Feliz, exprimiendo cada día hasta que alguien me diga que es el momento de bajar de la atracción. Entretanto, guardo algo que me dijo Pedro Piqueras frente a la máquina del café de la redacción de informativos T5 una tarde después de que me quitaran de presentar un programa: “El cariño de la gente, ese es el verdadero éxito”. En la caja tonta y, también en la vida.

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