Opinión

La carga de la prueba

Muchas veces decimos -o nos dicen- que ocuparse con seriedad de ciertas cuestiones es perder el tiempo, algo que nos rebaja, pero la degradación suele tener más que ver con el enfoque que con el tema. Conviene recordar de vez en cuando qu

Muchas veces decimos -o nos dicen- que ocuparse con seriedad de ciertas cuestiones es perder el tiempo, algo que nos rebaja, pero la degradación suele tener más que ver con el enfoque que con el tema. Conviene recordar de vez en cuando que eso a lo que llamamos perder el tiempo es de hecho una de las mejores ocupaciones a las que se puede entregar el humano, y que todo puede ser una pérdida de tiempo para quien cree que la vida tiene un único objetivo concreto. La expresión “perder el tiempo” encierra en sí misma una visión de la vida utilitarista, acelerada y grandilocuente. Estamos llamados a grandes cosas, hay mucho que hacer, no te atrevas a desperdiciar ni un minuto. En el fondo nada de eso es verdad; o no ha de serlo necesariamente. Descubrirlo puede ser una liberación. Ya no hay que pedir perdón por los libros que aún no hemos leído, las oportunidades que dejamos pasar o las metas que jamás alcanzaremos.   

Ningún tema de los que ocupan la actualidad es indigno de reflexión y escritura, por mucho que parezca irrelevante, porque en casi todos ellos se pueden encontrar las grandes cuestiones de nuestro tiempo, que suelen ser las mismas cuestiones de siempre. Alrededor del caso Rubiales han ido apareciendo algunas de ellas. Por ejemplo, la facilidad con la que los humanos tendemos a describir la realidad fijándonos no en lo real sino en las ensoñaciones de nuestra mente. O la difícil relación entre la prueba y el crimen. Examinar el asunto Rubiales es, en el fondo, examinarnos a nosotros mismos. Y no sólo en el aspecto moral.

La realidad como algo externo al sujeto, nuestra capacidad de conocerla y los límites de ese conocimiento forman parte de uno de los mayores problemas filosóficos a los que nos enfrentamos. La imposibilidad de establecer un canal directo entre nuestra mente y el mundo junto a la necesidad de elevarnos sobre el escepticismo o el relativismo radical nos sitúan en una posición complicada. Queremos ser objetivos, y al mismo tiempo sabemos que la objetividad absoluta es imposible. En esta lucha constante por mantenernos a flote aparecen de vez en cuando episodios inesperados ante los que no sabemos qué decir. La semana pasada leíamos en El Confidencial un titular que podría incluirse en una antología sobre epistemología posmoderna: “Madrid inunda las calles contra Rubiales y pide su dimisión”

La línea siguiente comenzaba así: “800 personas, según la Delegación del Gobierno, se concentraron en la plaza de Callao para protestar por la polémica del presidente de la RFEF”.

En los momentos de delirio colectivo el eje que marca la distinción fundamental no es el que etiqueta lo que decimos como verdadero o como falso, sino el que divide a la sociedad entre creyentes e infieles

¿Cómo podrían 800 personas inundar las calles de Madrid? De ninguna manera. Si la noticia es interesante como manifestación de nuestra trágica condición epistemológica no es porque emplee la mentira o se construya sobre la ignorancia; al contrario. La mentira y la ignorancia habrían demostrado un respeto por la verdad. Lo interesante de esta noticia es que muestra cómo al relato producido por un estado mental colectivo y desquiciado no le afecta la proximidad del dato. Las 800 personas no son un hecho incómodo e insuficiente que hay que exagerar, sino una señal del auténtico hecho, que es la marea feminista que inunda las calles. ¿Por qué no se ha exagerado la cifra, como tantas otras veces? Porque no hace falta. Porque da igual ocho que 800 que 800.000. Porque en los momentos de delirio colectivo, el eje que marca la distinción fundamental no es el que etiqueta lo que decimos como verdadero o como falso, sino el que divide a la sociedad entre creyentes e infieles.    

La segunda cuestión no abandona el campo de la epistemología, y además añade la teoría del derecho. Se podría resumir de la siguiente manera: si existen víctimas incuestionables y necesarias, entonces no se puede mantener más que como adorno hipócrita el “presunto” con el que artificiosamente acompañamos al culpable declarado, que habrá de ser igualmente incuestionable y necesario.

Todo el mundo vio lo que pasó, leemos y escuchamos incesantemente estos días. Unos para afirmar que no pasó nada. Otros para asegurar que se produjo una agresión que debería ser castigada con la cárcel. ¿Y qué es lo que vimos realmente? Un abrazo y un beso, entre otras muchas cosas. Lo que pasa es que entre esas muchas cosas no estaba -ni podía estar- el factor clave: el consentimiento. No estaba porque no se puede ver. Pero al mismo tiempo es un elemento imprescindible para el juicio. Y entonces tenemos que ir a la palabra, con todo lo que ello implica; que es mucho.  

Versión para fanáticos

“No tendría por qué dar explicaciones”, decían estos días los verdaderos creyentes. Pero ésa es precisamente la cuestión fundamental. Los ojos no pueden ver el consentimiento. El consentimiento o bien es un pacto íntimo entre sus dos protagonistas, o bien no puede ser otra cosa que una explicación al mundo. Y como no podía haber pacto, vinieron las explicaciones. Primero en una dirección. Luego en otra. Los fanáticos se quedaron con la última versión, la que les convenía, y desde ese momento pretendieron que no se pudiera decir nada más.

La palabra al fin se había encarnado en consigna. 

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