El pasado 27 de febrero, tres días después de iniciar la invasión de Ucrania, el presidente ruso ordenaba poner las fuerzas nucleares del país ‘en alerta máxima de combate’. Lo hacía, según sus palabras, en respuesta a las agresivas declaraciones realizadas por representantes gubernamentales y altos funcionarios de los países de la OTAN. Aunque los portavoces del Kremlin han indicado que sólo usarán dichas armas si la Federación Rusa se enfrentara a una ‘amenaza existencial’, a nadie se le escapa que el anuncio tiene el propósito de disuadir a los países occidentales, empezando por los Estados Unidos, de tomar parte activa en la guerra en curso.
De esta forma abrupta la invasión de Ucrania nos ha traído de vuelta el temor a una conflagración nuclear, arrumbado tras el final de la Guerra Fría. Con la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia la posibilidad de un conflicto nuclear a gran escala prácticamente había desaparecido. El problema de las armas nucleares se había desplazado por así decir a los márgenes del tablero, con la atención puesta en si Irán o Correa del Norte disponían de la tecnología para fabricarlas o si podían caer en manos de algún grupo terrorista. Como escribía Thomas Schelling en 2008: ‘una Rusia un tanto hostil ha sobrevivido a la Guerra Fría, pero nadie se preocupa seriamente acerca de una confrontación nuclear entre la nueva Rusia y los Estados Unidos’.
Et voilà! Ahora ningún análisis de la guerra en Ucrania puede ignorar que el agresor es una superpotencia nuclear. De hecho, la Federación Rusa cuenta con el mayor arsenal atómico del planeta, con unas 6255 ojivas nucleares en 2021, según estimaciones del Instituto Internacional de Estudios para la Paz (SIPRI) con sede en Estocolmo; claramente por delante de los estadounidenses, que disponen de 5.550 cabezas nucleares, o de los chinos con 350. ¡Pocas bromas con eso! Eso sí, resulta llamativo que estemos ante un gigante nuclear con un PIB inferior a Italia, que dividido per cápita lo sitúa en un modesto puesto 53 en la clasificación por países del Fondo Monetario Internacional.
Lo curioso del caso es que el país invadido también era potencia nuclear cuando se independizó en 1991. Por aquel entonces suponía un serio riesgo que el arsenal atómico soviético quedara disperso en varias de las nuevas repúblicas, nacidas del colapso de la URSS y de futuro incierto. Por ello los dirigentes ucranianos accedieron al desarme, entregando a Moscú un arsenal que los convertía en la tercera potencia nuclear del mundo; a cambio los gobiernos de Rusia, Estados Unidos y Reino Unido se comprometieron a garantizar la soberanía y las fronteras del nuevo Estado en el Acuerdo firmado en Budapest en 1994. Con toda razón los ucranianos denuncian que ellos cumplieron, mientras que Rusia ha violado sin escrúpulos los términos del Acuerdo desde 2014. Sin necesidad de jugar a los contrafácticos, es poco probable que Rusia hubiera invadido una Ucrania con ojivas nucleares. Habrá quien tome nota.
El temor a una escalada militar que lleve al enfrentamiento abierto con Rusia obliga a la prudencia, limitando las opciones de que disponen los dirigentes de la alianza atlántica para socorrer al país agredido
Todo lo cual obliga a reflexionar de nuevo sobre el uso del arma nuclear; por más que la guerra haya transcurrido hasta ahora por medios convencionales, se trata de una circunstancia insoslayable que determina su curso. El temor a una escalada militar que lleve al enfrentamiento abierto con Rusia obliga a la prudencia, limitando las opciones de que disponen los dirigentes de la Alianza Atlántica para socorrer al país agredido. Eso excluye el uso directo de la fuerza, o la participación (no encubierta) de unidades militares occidentales, como deberían saber quienes piden el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Ucrania, pero deja abiertas otras vías de asistencia y cooperación militar.
Las enseñanzas de la Guerra Fría podrían ser útiles de nuevo, especialmente las que se refieren a la teoría de la disuasión. Algunas de ellas se encuentran en los trabajos del Premio Nobel de Economía antes citado, pues Thomas Schelling no sólo ha sido uno de los grandes de la teoría de juegos, sino que la aplicó con perspicacia al análisis de los conflictos bélicos y la disuasión nuclear. Una de sus intuiciones básicas es que la capacidad de destruir e infligir daño, que es uno de los atributos más temibles de la fuerza militar, puede ser esgrimida como una especie de poder de negociación para influir en los adversarios. Usado como tal, es la parte más siniestra, menos civilizada de la diplomacia, puesto que no se trata de tomar por la fuerza, sino de coaccionar e intimidar al otro. No menos importante, si el conflicto se contempla como una negociación tácita en la que cada parte trata de influir en la otra, eso implica que sus intereses se solapan hasta cierto punto, aunque ese interés compartido se reduzca a limitar los daños mutuos.
La disuasión nuclear se enmarca dentro de esa ‘diplomacia de la violencia’ según la llama, pues las armas nucleares representan como ninguna esa capacidad de causar daño y destrucción. Convendría recordar por lo mismo que el uso exitoso del arma nuclear está en no tener que usarla, manteniéndola en reserva a modo de amenaza. En eso consiste el papel disuasorio que han jugado desde 1945, pues disuadimos a alguien cuando le obligamos a abstenerse de hacer algo por temor a las represalias. En realidad, le forzamos a no hacerlo por medio de amenazas explícitas o implícitas de que habrá represalias si lo hace; para eso, claro está, las amenazas han de resultar suficientemente creíbles.
¿Cómo distinguir entonces a quien va de farol de quien está dispuesto a llegar hasta el final? Las armas nucleares, con su enorme poder de destrucción, amplifican el problema.
La cosa no está exenta de riesgos y paradojas, pues quien amenaza las más de las veces preferiría no tener que llevar a cabo las represalias anunciadas, que podrían ser costosas y de consecuencias inciertas. Además de contar con los medios para dañar al otro, la disuasión efectiva requiere exhibir la firme voluntad de hacerlo llegado el caso, sin importar el coste. Ahora bien, que haya incentivos para comunicar la firme disposición de cumplir con las amenazas no significa que uno los tenga igualmente cuando llega el momento de hacerlas efectivas. En el cruce de expectativas mutuas, el amenazado puede anticipar los costes del que amenaza, que no escapará sin daño, ¿cómo distinguir entonces a quien va de farol de quien está dispuesto a llegar hasta el final? Las armas nucleares, con su enorme poder de destrucción, amplifican el problema.
La disuasión mutua entre las dos grandes potencias, basada en lo que Churchill llamó el ‘equilibrio del terror’ o la destrucción mutua asegurada, ilustra a la perfección el uso diplomático del armamento nuclear, aunque sea la fea diplomacia de la coacción. Si consideramos la toma de rehenes como perfecto ejemplo del uso negociador de la capacidad de infligir daño, bien podría decirse que ambas superpotencias tomaban de ese modo a la población del adversario para la mutua contención. Esa es la parte más conocida de la historia de la Guerra Fría.
Pero hay otro aspecto del legado de la Guerra Fría aún más destacable. Como explicó Schelling en su discurso de aceptación del premio Nobel, ‘el más espectacular acontecimiento de la segunda mitad del siglo XX fue uno que no sucedió’. Se refería con ello a que el arma nuclear no ha vuelto a explotar en una guerra desde 1945, en buena medida gracias a que ese empleo está considerado tabú, porque significaría traspasar una línea roja de la mayor trascendencia política y militar. No fue usada por los estadounidenses en Corea o Vietnam, ni por los soviéticos en Afganistán, contra enemigos que no disponían de ellas. Esa inhibición se basa exclusivamente en una discontinuidad simbólica, en la percepción generalizada de que las armas nucleares son únicas en su género, completamente aparte de las convencionales, a pesar de la existencia de armas nucleares tácticas de corto alcance.
Schelling veía ese tabú que pesaba sobre las armas nucleares como un acervo común que había que atesorar. Cómo preservarlo en las presentes circunstancias es una de las cuestiones más delicadas que plantea la guerra de Ucrania. Pues requiere disuadir con firmeza al agresor para que no las use, aceptando a la vez los límites que tácitamente nos impone, sin por ello faltar al deber de auxiliar militarmente al país agredido. No es sencillo, pero de eso va la diplomacia de la violencia, de fijar líneas rojas y explotar inteligentemente todos los recursos disponibles en el peligroso juego de la contención mutua.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación