Opinión

La España de Giménez

Se ha muerto, a los 81 años recién cumplidos, Joaquín José Víctor Bernardo Giménez-Arnau Puente, es decir Jimmy Giménez Arnau, a quien yo, las pocas veces que lo vi en mi vida, llamaba en broma “señor Giménez”

Se ha muerto, a los 81 años recién cumplidos, Joaquín José Víctor Bernardo Giménez-Arnau Puente, es decir Jimmy Giménez Arnau, a quien yo, las pocas veces que lo vi en mi vida, llamaba en broma “señor Giménez” y él me respondía con un no menos irónico “señor Pérez”.
Toda la vida pensé que este hombre era, más que ninguna otra cosa, un puente. Alguien que contribuyó como pocos a quitar los velos que celaban una vergüenza que no veíamos, o que no queríamos ver, y que ayudó a mucha gente a pasar a otro sitio. Yo creo que eso es lo mejor que hizo en su vida este golfo. Porque era un golfo. Eso no lo negaba ni él.
En la historia de España ha habido bastantes ocasiones en que el poder, las inmediaciones del poder, estaba ocupado por gente mediocre, intelectualmente nula y moralmente repugnante, que debería haber estado en la cárcel o, sin más, sacando piedras del río, porque para otra cosa no valían. Ejemplos hay muchos. Los años finales de Fernando VII, por ejemplo, cuando aquel miserable tirano, traidor a su familia y a su país –su propia madre le llamaba “marrajo”–, acabó siendo de lo más decente que había, en comparación con la caterva que le rodeaba.
O la corte de Isabel II (la nuestra, claro está), a la que llamaban “corte de los milagros” porque estaba agusanada por monjas desquiciadas como Sor Patrocinio, clérigos fanáticos y astutísimos como el padre Fulgencio o el padre Claret (lo canonizó Pío XII, él sabrá por qué), ministros feroces como Bravo Murillo, trepadores de una corrupción inconcebible como el marqués de Salamanca… Y luego toda la recua de garañones del más variado pelaje que esperaban medrar (y medraban) mediante el pequeño sacrificio de satisfacer los inextinguibles furores sexuales de la reina, que se los llevaba a los reservados de Lhardy y, entre cocido y cocido, los exprimía a conciencia. No se cansaba nunca aquella mujer. El restaurante aún existe y los reservados también. Cuando vas, los camareros sonríen: “Ahí, en ese diván, era donde la reina…”. El propio papa Pío IX lo dijo: “È puttana, ma pia”. “Pia” significa piadosa, rezadora. Lo demás no necesita traducción, ¿verdad?

En la historia de España ha habido bastantes ocasiones en que el poder, las inmediaciones del poder, estaba ocupado por gente mediocre

El tercer ejemplo, y el más reciente, eran los Franco y su corte de aduladores. En los últimos años, el llamado caudillo pintaba poco: se limitaba a ver la tele y a hacer quinielas. La que mandaba muchísimo era su mujer, la tremenda Carmen Polo, que llegó a forzar a su marido a que nombrase presidente del gobierno a su favorito, Arias Navarro, en vez de aquel a quien prefería él, el anciano almirante Nieto Antúnez. Por allí pululaban como Pedro por su casa el padre Bulart, capellán y confesor del dictador; el capitán Antonio Urcelay, su ayudante de campo; el médico Vicente Gil, que era bastante más franquista que el propio Franco; el primo de este, el general Francisco Franco Salgado-Araujo, llamado familiarmente Pacón, y desde luego el marqués de Villaverde, el yernísimo, un tipo verdaderamente temible, achulado y prepotente, que robaba cuanto podía (aquel escándalo de las motocicletas Vespa) y que le ponía a su señora, Carmen Franco, Nenuca, la única hija del anciano déspota, unos cuernos que habrían matado de envidia a los mejores ciervos de los montes de Canadá.
Nenuca y el venenoso marqués tuvieron siete hijos. Y entonces apareció Jimmy, hijo de un renombrado falangista de muy buena familia que llegó a ser embajador y que escribía bastante bien. Jimmy, después de pasar el preceptivo análisis de aquella fantasmagórica “corte”, fue destinado a la cuarta nieta de Franco, María del Mar, llamada Merry. Una mujer seria y animosa. Cuando se casaron, en agosto de 1977, el dictador llevaba ya casi dos años bajo una losa de granito de 1.500 kilos, en el lóbrego mausoleo que se hizo construir en Cuelgamuros. Eso facilitó mucho las cosas a Jimmy, que lo primero que hizo fue vender la exclusiva de su boda a una revista del corazón por una verdadera fortuna. Con Franco vivo, aquello habría sido inimaginable. La pareja vivió en El Canto del Pico, un gélido caserón que hay en Torrelodones, cerca de Madrid, expuesto a todos los vientos; su propietario se le había regalado a Franco. Hoy está abandonado y arruinado, pero siempre recordó a la casa de Usher de los cuentos de Allan Poe. Daba miedo aquello sitio. Lo mismo que hoy.
El matrimonio duró, al menos legalmente, 16 años. En realidad solo ellos saben durante cuánto tiempo se hablaron. Tuvieron una hija que prescindió de su padre durante tres décadas. Los nietos de Franco pueden dividirse en dos grupos: los que decidieron sacar partido a la memoria del abuelo (Carmen y Francis son los más llamativos) y los que escaparon de aquello como pudieron, y se ocultaron de cámaras y periodistas. Merry pertenece a este segundo grupo.
¿Dónde está el “puente” del que hablaba hace unas líneas? En que Jimmy, que era un golfo pero que tenía una educación exquisita, era un hombre de su tiempo, un tipo moderno y claramente desenfadado (recuerda un poco a Lord Snowdon), mientras que los fantasmas que poblaban aquella corte espectral permanecían mentalmente anclados en una España que ya no existía. Jimmy Giménez estudió Derecho y también Periodismo, pero su evidente intención era vivir de ser Jimmy Giménez Arnau, esa era su auténtica profesión. Estaba convencido de que escribía muy bien; no era cierto, el que sí manejaba el idioma era su padre, pero el “señor Giménez” regaló a las generaciones venideras un libro impagable: Yo, Jimmy. Mi vida entre los Franco.
Con una diferencia de cinco años (de 1976 a 1981) se publicaron dos libros tremendos sobre Franco y su corte de aparecidos. El primero fue Mis conversaciones privadas con Franco, escrito por su primo Salgado-Araujo (el fidelísimo Pacón) y publicado solo después de la muerte del autor. El segundo es el de Jimmy Giménez. Es mucho más valioso el primero que el segundo, pero ambos dan una idea clarísima de hasta qué punto España estuvo sobreviviendo, durante muchísimos años, sometida a una “corte de los milagros” que hace palidecer a la que rodeó a Isabel II. Parecen todos sacados de las pinturas negras de Goya. Es increíble que un grupo de gente tan obtusa, tan roma, tan envanecida y tan cruel mandase en este país tan largamente. Eso es lo que cuenta con toda eficacia Giménez Arnau. Es demoledor. La España que refleja el “señor Giménez” pone los pelos de punta.
Jimmy tenía un carácter extraño. En él convivían unos modales casi versallescos con unos “prontos” terribles que le hacían liarse a puñetazos (él no diría “puñetazos”, desde luego) con quien a mano viniese. Participó en algunas de las mejores tertulias, radiofónicas o televisivas, de los años 90; poco a poco, es obvio que por dinero, fue cayendo por el barranco de la abyección y terminó en sentinas como Tómbola o Sálvame.
Pero su papel era siempre el mismo: el de provocador. Para eso le pagaban. Disfrutaba cuando el resto de los contertulios eran gente sosegada; ahí se ponía a decir atrocidades, a meterle el dedo en el ojo a unos y a otros, hasta que muchas veces todo acababa como el rosario de la aurora. Yo compartí con él ese tipo de tertulias dos veces. Era muy divertido ver cómo el “señor Giménez”, en el plató y ante las cámaras, se convertía en una hidra, en una fiera corrupia que no tenía el menor duelo con insultar a quienes estaban sentados junto a él; pero media hora más tarde, en la salita donde nos solían poner una copa y algo de picar, volvía a ser el hijo del embajador y, después de haberte puesto de vuelta y media, te hablaba con toda cordialidad, te sonreía con la mejor educación y te daba su tarjeta por si querías llamarle. Un actor. Y un golfo, me parece que ya lo he dicho.
Se ha muerto este hombre que fue un personaje berlusconiano antes de que Berlusconi llegase a infectar la televisión (y la sociedad) española. Era una persona mil veces más inteligente y preparada que la inmensa mayoría de los bufones que pueblan los programas en los que él participaba. Era un provocador y un histrión, pero no era un imbécil que se envanece de su estupidez y presume de ella.
Una cosa es segura: nunca habrá otro como él. Muchos trataron (y tratan) de imitarle, pero nadie lo ha conseguido; para parecer Jimmy Giménez Arnau no quedaba más remedio que ser Jimmy Giménez Arnau, haber visto todo lo que él vio y haber vivido, en lo bueno y en lo espeluznante, todo lo que él vivió. No es nada fácil vivir de ser tu propio personaje. Él lo logró. Y se lo pasó estupendamente, el muy golfo.

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