El culto de Sánchez a la política como estética y su visión primaria y nostálgica de la fuerza podrían haber sido inspirados por Gabriele D’Annunzio, aquel héroe de la Gran Guerra que conquistó la disputada ciudad portuaria de Fiume. D’Annunzio, renombrado poeta y militar, pilotaba aviones sobre la ciudad para lanzar desde el aire sus propios poemas de propaganda. Sus combatientes entonaban canciones nacionalistas, incluido lo que, según él, era el grito de guerra homérico, Eia, eia, alalà (que puede ser traducido como “La España que hacemos”).
La aventura de D'Annunzio en Fiume fue menos un triunfo militar y político que estético: la creación por parte de un hombre bajito y feo de un culto de adoración hacia su persona. El culto de D'Annunzio a la política como estética y su visión primaria y nostálgica de la fuerza han llegado hasta nuestros días. En la España que hacemos, tenemos el liderazgo de un autocreador mucho menos hábil, el robado de Pedro Sánchez con el teléfono ha sido el último episodio carne de meme.
El presidente coreografió hábilmente su llamada hasta que las cámaras se colocaron en la posición y el ángulo adecuados. Al otro lado del teléfono alguien apuntaba los ingredientes de una pizza. Antes de esto presenciamos boquiabiertos la broma necrófila de trasladar a Franco por los aires, la escenificación de la apisonadora destruyendo armas de ETA o la marcha triunfal con Joe Biden, ¡eso sí que es ascender, muchacho!
A medida que nuestra confianza en la autoridad y en las instituciones democráticas se desvanece, la política parece redoblar los esfuerzos en propaganda, confiando en que la sonrisa bondadosa de Sánchez produzca un arrebatamiento multitudinario. Lo terrible es que este amor religioso al poder, comprado a tan asqueroso precio, es para algunos la maravilla del mundo. Nuestra estetización política tiene como objetivo transformar a los votantes adherentes en un colectivo apasionado de héroes-guerreros míticos que rememoran la imagen de las dos Españas. Como decía Andrés Trapiello esta semana en un debate, “Sánchez en este momento está gobernando con Esquerra Republicana, con Bildu y con Franco. Si está mal hacerlo con estos dos primeros, mucho peor es hacerlo con un muerto. Y rentabilizar al muerto y volver otra vez a revisar todas esas políticas de la memoria histórica”.
La política se puede convertir en una visión moderna de la autocreación con una nostalgia atávica. Es algo así como una leyenda o una proeza teatral
Vemos la escenificación de la vida política como arte, como carnaval ideológico. Pedro Sánchez quiere promover una especie de culto alrededor de su persona, tal y como hizo un dictador español que a su vez se inspiró en la estética de Mussolini, quien a su vez se inspiró en el sueño de Gabriele D’Annunzio. Quizá, como escribió Walter Benjamin, “el resultado del fascismo fue la introducción de la estética en la política”.
El culto religioso que estos hombres crearon alrededor de si mismos vuelve hoy, suavizado y con una estética menos agresiva. Pero no se trata solamente del ámbito estético, o del poderío de la propaganda, sino de la empresa política de la Nueva España. El espectáculo en Fiume fue posible no solo por el estatus de celebridad de D’Annunzio o su habilidad para manipular los medios, sino por el poder de cultivar entre sus seguidores la idea casi religiosa de que serían participes de una “nueva empresa”. En el ámbito identitario, la propaganda invade la imaginación, poblándola con un nuevo proyecto, una reforma integral que cambie la naturaleza del Estado.
La farsa del progreso
El despreocupado desprecio por la verdad y un presupuesto de 115 millones al año en propaganda permite crear una nueva realidad. Nuestro presente ofrece políticos moralmente repelentes pero brillantes frente a las cámaras, todo puede funcionar si el deseo de nuestros compatriotas por un mito moderno supera las necesidades más materiales y la preocupación sobre la deriva democrática. La estetización de la política y la creación de una España nueva, libre de las trabas de la verdad y de la memoria histórica, puede llegar a doblar el tejido de la realidad misma.
La política se puede convertir en una visión moderna de la autocreación con una nostalgia atávica. Es algo así como una leyenda o una proeza teatral. Para estos políticos, el poder es un acto de autocreación del Estado y sus instituciones a su imagen y semejanza. Se puede manufacturar un país, imponer una ubicuidad cultural, promover la desmemoria histórica y la guerra identitaria… Todo esto ya lo inventaron otros. La muerte y la resurrección eran parte de la retórica de D’Annunzio. En ultima instancia, para este hombrecillo que jugaba a ser Dios, la destrucción del pasado era excitante. Ahora la destrucción del pasado se esconde bajo una farsa poética del progreso.
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