Hace unos meses el Gobierno no tenía ninguna prisa en adaptar nuestro ordenamiento al Reglamento Europeo sobre la Libertad de los Medios de Comunicación, publicado en el BOE el pasado mes de abril. Quizá porque no hacía falta adaptación alguna, salvo asumir que de lo que se trataba, según recalcó el Consejo Europeo en su web, era de introducir en las legislaciones de los Estados miembros “medidas destinadas a proteger a los periodistas y prestadores de servicios de comunicación de las injerencias políticas”, y no de lo contrario. “El Consejo -se podía leer en la nota hecha pública por esta institución- ha adoptado un nuevo acto jurídico que salvaguardará la libertad, el pluralismo de los medios de comunicación y la independencia editorial en la UE”.
No, no parecía que hubiera demasiada prisa. Hasta que pasó lo que pasó. ¿Y qué pasó? Pues que lo de Begoña se empezó a complicar. Lo que pasó es que a algún talentoso asesor se le ocurrió la brillante idea de convertir en oportunidad llovida del cielo el, hasta ese momento, más bien enojoso paquete de medidas aprobado por el Consejo y el Parlamento Europeo. Un paquete fundamentalmente destinado a blindar a los medios frente a posibles infiltraciones y ataques ajenos a la UE (Rusia), pero también pensado para frenar las tentaciones intervencionistas de algunos socios de la Unión (Ver aquí el Índice de libertad de prensa en la UE 2024).
El Reglamento Europeo de Libertad de los Medios de Comunicación puede convertirse en una excelente coartada para meter la mano hasta el fondo del universo mediático español. No para protegerlo sino para tutelarlo
De este modo, el reglamento lleva camino de convertirse en la mejor de las coartadas para meter la mano hasta el fondo del universo mediático español. No para protegerlo sino para tutelarlo. Propósito asequible, debieron pensar, al tratarse de un sector que sobrelleva como puede la paradoja de atravesar uno de sus peores momentos en términos financieros y de credibilidad (lo que incrementa el riesgo de injerencia) y al mismo tiempo ha visto cómo en los últimos años, gracias al abaratamiento de costes en la era digital, proliferaban multitud de nuevas y a menudo incómodas cabeceras.
Es innegable que este fenómeno, junto al mucho más dañino que se despliega en las redes sociales, han contribuido a extender de forma inquietante la epidemia de la desinformación. Y es por tanto imprescindible que las democracias reaccionen ante un proceso que las debilita, por cuanto las crecientes dificultades a las que se enfrenta el ciudadano para reconocer la verdad entre tanta basura informativa (esparcida principalmente, insisto, por las redes sociales), se traduce en un peligroso deterioro del crédito de las instituciones democráticas. Pero ese combate contra la desinformación no es posible plantearlo al margen de los medios y de los periodistas. Mucho menos contra ellos.
Y de los medios públicos, ¿qué?
Con la aprobación del Reglamento sobre la Libertad de Medios, lo que las instituciones europeas precisamente buscan es fortalecer la independencia de la prensa, paso previo a la recuperación de la credibilidad. Solo así, con cabeceras fuertes, de renovado prestigio, será factible ganar la batalla a la desinformación. El intento de estrangular a determinados medios por razones ideológicas es de una inconmensurable torpeza. El empeño en desacreditar a ciertos digitales, en teoría mucho más libres que los que aún llevan a cuestas la pesada mochila de la edición en papel, es un propósito tan estúpido como inútil.
El Gobierno español no parece compartir ni la letra ni el espíritu de la norma aprobada por el Consejo Europeo. Al menos es lo que se desprende de las primeras decisiones adoptadas para su implementación. Una comisión interministerial formada por Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Hacienda, Interior, Cultura, Economía, Trabajo, Transformación Digital y de la Función Pública y la Secretaría de Estado de Comunicación, ahí es nada, será la encargada dedesarrollar los ejes, líneas de acción y medidas del plan de Acción Democrática. La Comisión Nacional de Mercados y Competencia (CNMC), sin jurisdicción alguna en materia de prensa y cuya presidenta es nombrada por el Ejecutivo, será la encargada de elaborar un registro de medios de comunicación, en el que se disponga de información pública sobre su propiedad y la inversión publicitaria que reciben.
Ítem más: dos de los hombres de la máxima confianza de Pedro Sánchez, Óscar López y Antonio Hernando, hasta hace unos días director y director adjunto del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, serán los encargados de repartir, desde el Ministerio de Transformación Digital, 100 millones de euros en ayudas a la digitalización de los medios de comunicación (algo que ya viene haciendo Red.es en los últimos años), en lo que más bien parece un método diseñado para mitigar los daños colaterales provocados por la aplicación del reglamento. Dicho en plata: una forma de compensar a aquellos medios “amigos”, ahora hiperfinanciados por la publicidad institucional, y que pueden sufrir un considerable recorte de sus ingresos cuando se apliquen los nuevos estándares de transparencia y proporcionalidad.
El intento de estrangular a determinados medios por razones ideológicas es de una inconmensurable torpeza, y el empeño en desacreditar a ciertos digitales, un propósito tan estúpido como inútil
¿Y qué hay de los medios públicos? Ni una sola palabra en las 31 medidas del Plan de Regeneración del Gobierno, a pesar de que el reglamento europeo reclama que estos “informen con neutralidad”, sus “dirigentes sean elegidos de forma transparente y objetiva, funcionen al margen de influencias políticas” y, como ocurre en otros organismos, no puedan ser cesados cuando al poder político se le antoje. La televisión pública, en manos adecuadas, presentes o futuras, se libra por tanto del furor regenerador de un Gobierno que, sin embargo, se muestra muy activo a la hora de mover sus peones e influencias para blindar el flanco amigo del sector mediático privado. Por lo que pueda pasar.
De los creadores de ese exitoso invento llamado “La fachosfera”, llega ahora a nuestras pantallas “Pedrolandia”, un mundo feliz en el que no habrá sitio para la manipulación informativa; en el que será los ministros los que definan qué es un medio y qué un dispensador de fango; y qué noticia es verdad y cuál mentira. Un mundo en el que los bulos serán desterrados, salvo los oficiales, y aquellos que se extralimiten en la crítica, una vez concluida la reforma anunciada de las leyes que regulan el derecho al honor y a la rectificación (endurecimiento de las sanciones económicas), correrán el riesgo de ver cómo los tribunales les cierran el chiringuito.
“El régimen actual que protege el honor de las personas y que garantiza el derecho a una rectificación de las informaciones no veraces que se publican se ha quedado obsoleto ante el ecosistema de medios actual”, ha sentenciado Félix Bolaños. No es una aclaración. Es un aviso.
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