Vladímir Putin seguirá en el Kremlin hasta 2030 tras ganar la farsa electoral que se celebró el pasado fin de semana en Rusia con casi el noventa por ciento de los votos, su mayor victoria electoral desde que llegó al poder en 2000. Y en 2030, salvo que alguien haga con él lo que él hace con sus adversarios políticos, volverá a ganar, y así hasta el fin de sus días. Los candidatos alternativos a Putin, a los que este dejó presentarse, o son sus propios títeres para blanquear la farsa o son incluso peores que el hoy presidente para blanquearse a sí mismo. La auténtica oposición democrática no pudo concurrir en los comicios: los que todavía siguen vivos y mostraron intención de presentarse, fueron excluidos del proceso por motivos técnicos o defectos de forma; el resto, o están encarcelados o fueron asesinados a su debido tiempo. Parte del proceso electoral se desarrolló en alguno de los territorios de Ucrania que Rusia ha ocupado militarmente y que Putin dice que le pertenecen, como parte del proceso expansionista que inició hace diez años en Crimea. Es el culmen del cinismo y la desvergüenza.
Estas elecciones han sido, de momento, la última farsa del criminal Vladímir Putin. La campaña electoral comenzó con el asesinato en prisión del opositor Alekséi Navalni, desterrado a una prisión de Siberia antes de darle muerte, el último crimen de los muchos crímenes que el déspota ha perpetrado desde que alcanzó el poder hace veinticuatro años y gobierna Rusia con mano de hierro. En las democracias de nuestro entorno las campañas electorales se inician con mítines más o menos aburridos o con insulsas pegadas de carteles, pero Putin prefiere iniciar las suyas con el asesinato de los disidentes o adversarios; es mucho más eficaz y expeditivo porque elimina a los rivales que pudieran hacerte sombra.
Aunque el Kremlin niega los crímenes que comete, se ocupa de que todo el mundo entienda qué le ocurrirá al que ose criticarlo o, lo que viene a ser lo mismo, al que ose defender la libertad
Desde 2000, decenas de opositores, periodistas críticos o defensores de los derechos humanos han muerto tiroteados, envenenados, accidentados o en cualquier otro tipo de circunstancia extraña, aunque en la Rusia de Putin no es nada extraño sino el pan nuestro de cada día: desde la periodista Anna Politkóvskaya hasta el dirigente opositor Borís Nemtsov, pasando por la activista por los derechos humanos Natalia Estemírova, el denunciante de corrupción Aleksandr Litvinenko o el empresario Borís Berezovski, quien, tras sobrevivir a varios atentados, decidió ahorrarles el trabajo a los sicarios de Putin y ahorcarse. Entre otros muchos. Hay opositores a Putin que todavía siguen vivos fuera de Rusia, entre otros, el ajedrecista Garry Kasparov, a quien el déspota calificó de terrorista por predecir su caída en cuanto Ucrania sea liberada: en lugar de callarse, el ajedrecista afirmó que ser calificado como terrorista por Putin "es un honor". Aunque el Kremlin niega los crímenes que comete, se ocupa de que todo el mundo entienda qué le ocurrirá al que ose criticarlo o, lo que viene a ser lo mismo, al que ose defender la libertad, la democracia y los derechos humanos.
Como apuntaba Kasparov, Putin caerá en cuanto sea liberada Ucrania: y por eso es doblemente importante que ayudemos a Ucrania a salvaguardar su integridad territorial y a defenderse de quien la ha ocupado: por un lado, para salvaguardar las vidas de los ucranianos que todavía siguen vivos; por otro lado, para facilitar la caída de Putin, enemigo declarado de Occidente, de la OTAN y de la Unión Europea. El Papa Francisco animaba recientemente a los ucranianos a izar la bandera blanca, o sea, a rendirse ante los invasores. Evidentemente, Ucrania puede rendirse, pero tal cosa, en caso de que se produzca, será decisión de los ucranianos, derrotados e impotentes para zafarse de Putin y sus ansias imperialistas. Pero proponérselo y enarbolarlo me parece miserable, sobre todo porque implica apoyar el expansionismo ruso y aceptar la invasión de países soberanos y la fuerza bruta como práctica legítima de acción política. Y, de momento, los ucranianos no se han rendido sino que están haciendo justo lo contrario: pelear por sus vidas y pedir ayuda que algunos comienzan a negarles. Porque a los ucranianos no les falta determinación o valentía sino munición suficiente para defenderse.
Y mejor será apoyar a Zelensky en su gigantesca misión de defenderse de los matones que después vendrán a por nosotros; y, si fuera posible, apoyar a la disidencia democrática rusa en su lucha por liberarse de Putin
Desde luego, me opongo a las guerras y sobre todo a los que las inician, pero es mejor resistir con dignidad que vivir la paz de los cementerios o avasallado por el criminal internacional de turno. Mejor haría el Papa en exigir a Rusia que abandone el territorio ucraniano que ha invadido y no le pertenece, que compense económicamente la destrucción que ha ocasionado y que Putin se entregue ante el Tribunal Penal Internacional para pagar por los crímenes que ha cometido. Y mejor será apoyar a Zelenski en su gigantesca misión de defenderse de los matones que después vendrán a por nosotros; y, si fuera posible, apoyar a la disidencia democrática rusa en su lucha por liberarse de Putin.
Las cosas pueden complicarse en las próximas semanas o meses pero no deberíamos bajar los brazos ni renunciar a nuestros principios. Al agotamiento de los ucranianos, consecuencia en parte del relajamiento de la colaboración internacional, puede sumarse la victoria de Trump en las elecciones de EE.UU. Trump podría desentenderse de Ucrania o incluso de las obligaciones defensivas de la OTAN en suelo europeo, justo en un momento en el que Putin amenaza a los países bálticos y a las democracias occidentales. Ganar la guerra en Ucrania es cosa de todos: o se está con las democracias o se está con los dictadores, que además tienen su propio plan y amenazan nuestras libertades. O la Unión Europea toma conciencia, o caerá en la irrelevancia cuando no en su propia defunción como entidad política. En el fondo, nos jugamos todo.
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