Nuestra democracia no tiene fotos para exhibir, o al menos yo no recuerdo ninguna que contenga esas dosis de entusiasmo que la hagan merecedora de enchinchetarla en la pared. En general las que tenemos son fotos tristes o tan grisáceas que apenas se sacan del archivo de los recuerdos. Quizá por eso lo frecuente hoy está en hacerse “selfis”; un sucedáneo que pretende atenuar la mediocridad de lo cotidiano. Sin embargo, las fotos “historiadas” siguen ahí y son estudiadas, analizadas y programadas como en los rodajes de las películas de la Serie B.
Primero fue “la foto de Colón”, enmarcada como si se tratara de una boda entre parejas que se detestan pero que aspiran a repartirse no se sabe qué fortuna venidera. Los competidores, aun haciendo gala de una falsa soltería, denostaron aquel ménage à trois que tenía escaso presente y menos futuro. Trifachito, lo denominó la voz de su amo en su lenguaje siempre menos magnánimo que simplificador, y así quedó la foto de marras. Ahora tenemos “la foto del Liceo” y asistimos perplejos tanto al evento como a las palabras del orador que consagró el prodigio.
Bastan esas dos fotos para retratar una democracia, de frente y de perfil, como en los archivos policiales. Añado para evitar equívocos que, a las personas como yo, la foto de Colón ni gusta ni disgusta, es cosa suya y están en el ejercicio de la tan mentada libertad de expresión. No afecta para nada a mis derechos democráticos y a lo más que llegaría es a evitar ese día un paseo, el de Recoletos, que está, o estaba, entre los más agradables en el Madrid poco acogedor que me tocó vivir. La trascendencia de la foto de Colón debió ser notable para los beneficiarios políticos y económicos, a tenor de la abundancia de análisis denigratorios con sustancioso recorrido político. Fue un “selfi” para adictos.
La foto del Liceo sí que fue pensada, realizada y emitida para que se enmarcara en la historia, y a fe que así será. Si no estuviera fuera de lugar habría que añadir su carácter de autorretrato de época salpicado de símbolos, como a los niños de antes cuando nos fotografiaban vestiditos de Primera Comunión mientras comíamos el chocolate con churros después del ceremonial. Nos advertían: “Sonríe, que ahora va a salir el pajarito”. Y allí estábamos con los chorretones oscuros de la pitanza sobre el traje blanco y la cara de “simplicios” que acentuaba un corte de pelo arrebatado del que sobresalían unos mechones indómitos -lo único natural en aquella farsa- a los que no podían domeñar ni con medio tarro de fijador.
Poca, muy poca luz se ha echado sobre los 250 elegidos para escuchar en directo el recital de Pedro Sánchez. Es pena y al tiempo reflejo de la precariedad mental y política de nuestros veteranos instrumentos de comunicación
Trasladen el momento a la foto del Liceo. Un tipo alto sale a escena para cantar una romanza ante un público dispuesto a asumir su papel de claque; al fin y al cabo, es la primera vez que actúa en el “templo lírico”, como dicen los pedantes. Lee la partitura sin tener absolutamente ni idea de música ni de letra; cita a Martí i Pol, del que no le suena ni el nombre, a Juan Marsé, que se removería en su tumba, pero lo importante es la foto. Esa sí que ha sido pensada para que quedara enmarcada, incluso el instante de zozobra no exento de perplejidad -¿acaso no estaba todo controlado?-, cuando un espontáneo gritó ¡Visca la terra!. ¿La “terra”? ¿Querría decir que la ”terra” es plana, o la tierra para el que la trabaja? Improbable. Un joven que grite en tan solemne ocasión pertenece a otro planeta y debería recibir tratamiento. Por cierto, nadie dijo quién era el infortunado defensor de la tierra, ni cómo logró colarse; quizá su padre, un elegido de la casta de terrícolas le cedió la plaza, porque los asientos estaban asignados desde las más altas instancias de la terra nostra, variante autóctona de la cosa nostra.
Poca, muy poca luz se ha echado sobre los 250 elegidos para escuchar en directo el recital de Pedro Sánchez. Es pena y al tiempo reflejo de la precariedad mental y política de nuestros veteranos instrumentos de comunicación. La lista sería tan iluminadora como la de Falciani y los depósitos financieros en Suiza y con toda seguridad tan representativa la una como la otra. Sabemos que estuvo el Conde de Godó, de donde cabe deducir que los fondos europeos son a día de hoy un asunto de Estado y de saqueo inminente, y que a lo hecho pecho, o como diría el tenorino “es el momento de la política” porque “la pandemia nos ha transformado”.
Abandonar la retórica
¡Más transformaciones no, por favor! Ya hay suficientes para agotar las pacientes tragaderas de la ciudadanía. Asumamos cada cual lo que somos y abandonemos la retórica. Incluso eminentes portavoces de la catalanidad de izquierda -oxímoron de manejo cotidiano- se han esforzado por elevar la categoría del cantante. Nada de tenorino; barítono con deslizamientos hacia el bajo profundo. Como don Manuel Azaña en 1932, escribió Vidal-Folch en uno de los recitativos de El País.
Se perdió la vergüenza incluso antes de que abandonaran la inocencia, pero lo cierto es que el cantante del Liceo ha pedido disculpas a quienes ni las necesitan ni las desean, pero sí ha conseguido algo que parecía ya imposible: hacer un guiño cómplice al empresariado y a la Iglesia catalana para que confíen en él. Eso que intentó sin lograrlo el nada honorable Montilla en su papel de charnego complaciente y hasta servil. El tándem Iceta-Illa lo va a intentar, al menos para eso se estrenó el Presidente en el Liceo y dio esos toquecitos en el atril a fin de que la orquesta afine los instrumentos. Pero ¿y si no hay orquesta? Para eso están los organilleros, que les irán animando. ¿Y si la partitura es imposible? No hay nada en la música que no sea posible. John Cage lo demostró hace ya muchos años; lo importante son los sonidos. Incluso el del silencio.
Por tierra, mar y aire nos han derrotado los sinvergüenzas y como es lógico se enseñorean con su victoria. Estamos condenados al silencio y al confinamiento, y no cabe indulto. Sin drama ni patetismos seguiremos contemplando el campo de batalla; siempre queda la opción de retirarse y abandonar, o asumir la marginalidad, porque no es buen lugar Cataluña para la normalidad democrática, menos aún para la memoria. La balada del recital en el Liceo es para oídos cómplices y obligada voz en falsete. Cuando un líder anuncia un nuevo proyecto de país sé por experiencia quiénes estamos excluidos.
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