Opinión

La gran batalla cultural de 2023

No se trata de conservadores contra progresistas, sino de humanistas contra tecnócratas

El libro que más me hizo pensar este año se titula La suerte de haber nacido en nuestro tiempo (Rialp), tiene 62 páginas y lo firma Fabrice Hadjadj, un intelectual católico francés con nueve hijos y poco tiempo para la filosofía posmoderna que domina el pensamiento de su país. Durante la promoción de este ensayo breve, el autor identificó uno de los mayores malentendidos contemporáneos: “La guerra no es entre culturas. Lo que está sucediendo es que estamos abandonando precisamente la cultura: se desecha el paradigma de la cultura para asumir un paradigma tecnocrático. Ante la desaparición de la cultura, se debe combatir por protegerla frente al control tecnológico. Por ejemplo, desaparecen paulatinamente los espacios de discusión y de debate entre las personas”, explicaba al presentarlo en Alfa y Omega.

No hay que ser católico para estar de acuerdo. Cualquiera que viva en un barrio ha visto desaparecer los bares de siempre, sustituidos por franquicias donde cambian de camareros cada seis meses. Van menguando las librerías, los cines y los teatros, sustituidos por plataformas digitales y por macrocentros comerciales en las afueras. Ya casi no existen las revistas culturales. De manera creciente, nuestro punto de encuentro es Internet, donde la conversación cada vez es más agria, estéril y maleducada. La omnipresencia en nuestra vida cotidiana del business english, que suena más cool, es otra pista de la homogeneización que aceptamos de manera voluntaria. Modas importadas como la cultura de la cancelación o el ataque a pinacotecas contribuyen a enturbiar el ambiente.

Ya nadie aspira a ser culto, todos queremos la vida de turboconsumo que los millonarios exhiben en Instagram

Es complicado no percibir esta guerra contra el conocimiento y el aprendizaje. Uno de sus signos más evidentes son los intentos de eliminar la Filosofía de los programas académicos (también la propuesta de que los estudiantes puedan pasar de curso a pesar de los suspensos). La literatura ha dejado de tener un papel central en la vida pública y ha sido remplazada por los seriales de plataformas como Amazon y Netflix. Hace unos pocos años, al acceder a Google, los primeros resultados siempre eran artículos escritos, que poco a poco fueron siendo apartados en favor de material audiovisual. Ya nadie aspira a ser culto, todos queremos la vida de consumo premium que los ricos exhiben cada día en Instagram.

Batalla cultural a pie de calle

Un comentario de Félix de Azúa en una entrevista de 2014 describe la impotencia voluntaria de nuestras políticas culturales: "Pienso que muchas propuestas aparentemente éticas, en particular aquellas que proceden de las instituciones, son en realidad apuestas estéticas, en el sentido de que no implican ningún compromiso moral sino simplemente un cierto acuerdo de imagen espectacular y narcisista. Lo que está presentando quien hace la propuesta es, por así decirlo, su propia alma, no un programa político, ni un sistema de recursos, ni una forma de solventar de un modo práctico los problemas. Simplemente está diciendo 'yo soy muy bueno' y, además, en el sentido de 'yo soy muy guapo'", argumentaba en la revista Minerva. Es difícil resumir mejor el modelo cultural que propone el sanchismo.

Nuestros conflictos reales no van a debatirse en un plató de La Sexta Noche ni en una mesa de la Feria de Frankfurt donde España fue invitada de honor este año. La partida se juega calle a calle, barrio a barrio, como ilustraba un espléndido artículo de Carlos Fernández que publicamos el sábado pasado sobre los vecinos de Tetuán (Madrid) que colaboran por salvar sus edificios de estilo neomudéjar. “El barrio o el pueblo, donde la política tiene rostro y nombre de pila, donde la comunidad se encarna, se antojan entornos de participación mucho más fructíferos y provechosos que las redes sociales o el partido. Los imposibles de la política lejana se tornan posibles si cambiamos de armas y de escala”. Bien lo saben los vecinos de Gamonal, izquierdistas y conservadores, que unieron fuerzas en 2014 para que el ayuntamiento no convirtiera su barrio en un no-lugar.

A lo largo de 2023 seguiremos hablando de guerras culturales y no de esta guerra contra la cultura. La narrativa que se ha trazado desde lo años 80 es demasiado poderosa como para cambiarle el nombre de repente. Por ahora, solo podemos aspirar a cuestionarla un poco. El primer paso es comprender que el campo de batalla no son solo los medios, ni los partidos, ni las polémicas de Internet, sino las calles, los bares y oficinas que pisamos cada día.

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