Cuando Hernán Cortés rindió Tenochtitlán al nuevo mundo, nunca imaginó que su histórica gesta se iba a convertir, siglos después, en asunto principal de naciones que, una vez civilizadas, han preferido desandar el progreso civilizador para reclamar un falso pasado vestido de dignidad utópica. Los imponderables avances que una conquista trae consigo (idioma, leyes, economía, costumbres) a menudo quedan sumergidos en el debate binario que el totalitario de nuestro tiempo plantea: conquistadores frente a conquistados, víctimas y verdugos, imponiendo un marco mental perverso en el que los malos son los que llegan y los moradores de aquellas vírgenes tierras, damnificados todos de la supuesta causa sanguinaria.
El clima populista, que sí permanece, empero, inalterable al tiempo, reescribe la Historia con precisión iletrada, y por las costuras de su manifiesta y persistente ignorancia, liderada por sus popes demagógicos, indígenas o criollos, obliga a sus pueblos a desconocer de dónde vienen, quiénes fueron sus ancestros, por qué hablan una lengua determinada, profesan una fe concreta o defienden determinadas tradiciones. La historia de España en América es tan fecunda como incompleta, pues sigue en nuestro debe no haber cultivado una permanente educación sobre el papel de los españoles en tierras americanas y las ventajas de aquella conquista, que unió a los hombres de Cortés con diferentes pueblos indígenas frente los aztecas y sus costumbres de sacrificios y orgullo caníbal. De igual forma que aquí en Iberia celebramos sin flagelarnos la conquista romana, por lo que supuso de modernidad en muchos aspectos y también de lo aportado, mutatis mutandis, por la invasión musulmana a partir del 711 d. C., la historia de América, su presente y su configuración política, pero también sociológica, no se entiende sin la aportación de la Madre patria. Sin embargo, no todos lo ven así, empezando por nuestro propio Gobierno, más entregado a la causa antiespañola que a su defensa.
Nos basta con un autocrático megalómano en la Moncloa para seguir la estirpe de esa izquierda, de salón o barricada, que se avergüenza de nuestro pasado
En nuestra cuarentona democracia, los planes de educación, tuvieran el nombre que tuvieran, cuando les acompaña el apellido PSOE, se han caracterizado por el cultivo de conocimientos mínimos y frustración máxima; convierten cada vez más a los docentes en animadores socioculturales, sustituyendo el saber por el sentir, el debate por la doctrina y el esfuerzo por la empatía. La búsqueda del activista futuro requiere de crítica dócil. Saben que los suspensos de hoy son los votos del mañana. Es la perversión de la nueva política, en la que el populista juega con la buena educación de los demás. No hace falta ser un López Obrador haciendo de mariachi chavista, ni un tiranuelo sandinista, tampoco un boliviano pachamama, para destrozar nuestro legado en América. Nos basta con un autocrático megalómano en la Moncloa para seguir la estirpe de esa izquierda, de salón o barricada, que se avergüenza de nuestro pasado en vez de reivindicarlo, con sus aciertos y errores, victorias y derrotas, epopeyas y abusos.
España hizo mucho en la historia para que México fuera hoy México. Pero el Gobierno de España hace todo lo posible cada día para que España deje de ser España. En la historia y en el presente. En los libros de texto y en la mentalidad colectiva. En los discursos y en las acciones. Reitero: nuestras leyes educativas son el mejor aliado de la hispanofobia, el acicate que los enemigos de la nación, aquí y allende el Atlántico, necesitan para justificar por qué se independizaron y por qué se quieren independizar. De igual forma que en 1714, Cataluña vivió una guerra entre españoles que lucharon por dos candidatos diferentes en la sucesión al trono (los borbónicos se impusieron finalmente a los austracistas), la independencia de Hispanoamérica fue una guerra entre terratenientes españoles, y su continuidad criolla, y los leales a la Corona, que defendían, entre otras cuestiones, la protección a los pueblos indígenas.
Odiar el pasado
Sin embargo, y a pesar de obras de colosal esfuerzo didáctico, profundidad intelectual y datos contrastados como las de Elvira Roca Barea, Marcelo Gullo o Stanley Payne, los hispanófobos niegan esta realidad que los textos consagran, sabedores de que la crisis de los Estados-nación empieza por cuestionar la legitimidad pretérita de estos, discutiendo lo que pasó hasta negarlo y reescribiendo la verdad historiográfica, que será reemplazada por la verdad política. Así, se evita conmemorar grandezas históricas. No hay fasto posible donde no hubo nación impulsora. Y un pueblo que odia su pasado, se odia a sí mismo.
En la sociedad de la causa fácil y el victimismo doliente, los jóvenes educandos saben quién es Ibai Llanos, pero no Francisco Pizarro
Felipe II desistió de tener hagiógrafos por convicción. Hoy son requeridos ante los embates de una leyenda negra que hemos asumido más internamente que fuera. Necesitamos recuperar el orgullo nacional que otros países tienen respecto a su pasado. Es una obligación moral conmemorar las acciones de personajes históricos que llevaron el nombre de España por los confines oceánicos. En la sociedad de la causa fácil y el victimismo doliente, los jóvenes educandos saben quién es Ibai Llanos, pero no Francisco Pizarro, Bernal Díaz del Castillo, Isabel la Católica, Pedro de Alvarado o más al norte continental, Bernardo de Gálvez o fray Junípero Serra. Y sin conocimiento no hay enseñanza posible. Es el triunfo del independentismo celaá.
Por ello, es imprescindible reclamar, desde las instituciones, academias, parlamentos, textos y tribunas mediáticas, el legado de aquellos que construyeron el mundo en una parte de él. Y hacerlo sin complejos ni vergüenzas. Enseñando lo que pasó, lo que debió mantenerse y lo que se pudo evitar, subrayando que los acontecimientos históricos deben leerse según el contexto en el que se produjeron y no actualizándolos a nuestros prejuicios ideológicos y cuitas morales. Si ahora se ponen las bases para impulsar una Ley de Educación que dure varias décadas y contemple a sus correspondientes generaciones, si desistimos además de subvencionar a los satélites de la siniestra Memoria Histórica, que ni es histórica ni es democrática, y la sustituimos por otra que, que con afán riguroso y de concordia, reconozca a las víctimas de toda corte y condición, si en definitiva, empezamos por respetarnos a nosotros mismos, nuestros hijos escucharán la Historia que a sus padres contaron y no los cuentos que les impone el Estado.
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