La reciente visita de la presidenta de la Cámara de Representantes norteamericana, Nancy Pelosi, a Taiwan, y la airada reacción de China, que ha interpretado su presencia en la isla como una deliberada e intolerable provocación, ha creado un gran revuelo y han proliferado los análisis sobre la oportunidad de este gesto de apoyo a la pequeña república que Pekín ve como una provincia rebelde. Sin duda, el momento escogido por la diplomacia estadounidense para esta operación no ha sido el mejor, con el Congreso del Partido Comunista que debe reelegir a Xi Ping para un tercer e insólito mandato a celebrar en otoño, lo que le hace especialmente inclinado a mostrar firmeza y determinación. Tampoco resulta muy aconsejable abrir un nuevo frente de conflicto en plena guerra de Ucrania, incrementando así las tensiones de una escena internacional ya bastante difícil. Sin embargo, estas consideraciones tácticas no nos deben distraer de las enseñanzas que en el plano estratégico ofrecen los acontecimientos registrados en el mundo desde la caída del Muro de Berlín y la constatación de que el comunismo como sistema político, económico y filosófico ha fracasado estrepitosamente.
Una primera conclusión, sin duda descorazonadora, es que la idea de que la intensificación de vínculos comerciales, financieros y turísticos a nivel global evitaría confrontaciones políticas e ideológicas y estabilizaría las relaciones entre el Occidente democrático y las grandes potencias de régimen autoritario, China y Rusia, no ha funcionado. En el caso chino, Estados Unidos favoreció la incorporación del gigante asiático a la Organización Mundial de Comercio, su plena imbricación en las cadenas de producción globales, su adquisición masiva de bonos de deuda norteamericana, la aceptación del principio "una sola China" reduciendo el reconocimiento formal de Taiwán al mínimo y su consideración como "socio estratégico". Se creyó, y así lo expresaron explícitamente sucesivos presidentes hasta la llegada de Donald Trump, que la creciente prosperidad de una China que combinase un régimen autoritario de partido único con una economía de mercado capitalista acabaría evolucionado hacia un sistema institucional más flexible, impulsado por una pujante clase media de nuevo cuño que demandaría más libertades políticas en consonancia con la multiplicación de contactos con el exterior y con la apertura a la Iniciativa privada en el terreno industrial y comercial en el interior. Por desgracia, este fenómeno no se ha producido y China ha aprovechado su enorme influencia en la economía global para fortalecerse militarmente, establecer una cadena de países en desarrollo bajo su esfera de control, aplastar los mecanismos democráticos singulares de Hong Kong, apretar el nudo en torno a Taiwan e intentar expandirse en el Mar del Sur desafiando a Japón. Lejos de comportarse de manera pacífica y cooperativa, el Partido Comunista de China ha emprendido un camino agresivo de sustitución de los Estados Unidos como primera potencia mundial. En el caso ruso, la confiada entrega de Europa al suministro de gas, así como la creación de una tupida red de lazos financieros y comerciales -recuérdese que Boris Johnson en su etapa de alcalde del Gran Londres se vanagloriaba de la entrada masiva de dinero de los oligarcas en el sector inmobiliario de la capital británica- tampoco ha servido para amansar al oso moscovita. Ha bastado que Ucrania manifestase aspiraciones atlantistas y europeístas para que Rusia se lanzase a sucesivas anexiones de territorio ucraniano de forma ilegal y violenta, utilizando sin ningún escrúpulo la dependencia energética europea de sus hidrocarburos como arma de chantaje.
La perspectiva de un gendarme mundial de carácter antidemocrático ajeno a los valores que triunfaron sobre los dos totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el estalinismo, aparece muy poco halagüeña
Una segunda lección de nuestro pasado reciente es que el paso del orden bipolar, peligroso, pero estable, vigente entre 1945 y 1989, a una nueva organización global capaz de garantizar la paz, el crecimiento y la armonía entre las naciones, no se ha producido todavía de manera satisfactoria. Por el contrario, parece que nos aproximamos más a un caos hobbesiano que a una tranquilidad kantiana. Tanto la senda hacia un hegemon chino que reemplace al norteamericano, como la caída en una multipolaridad turbulenta, resultan tan inviables como alarmantes. La perspectiva de un gendarme mundial de carácter antidemocrático ajeno a los valores que triunfaron sobre los dos totalitarismos del siglo XX, el nazismo y el estalinismo, aparece muy poco halagüeña y un planeta permanentemente sacudido por choques de intereses nacionales sin un poder moderador que los arbitre y sin un conjunto de reglas que los atempere, genera temor en cualquier conciencia civilizada.
El respeto a los derechos humanos, el libre comercio regido por el juego limpio, la solidaridad internacional, la resolución pacífica de los conflictos y la cooperación constructiva entre los Estados
Una visión sensata de la realidad actual conduce a la certeza de que la gravedad y el alcance de los problemas a los que se enfrenta la humanidad en los terrenos económico, financiero, tecnológico, sanitario, geopolítico y medioambiental, exigen una estructura supranacional basada en el rigor científico, el respeto a los derechos humanos, el libre comercio regido por el juego limpio, la solidaridad internacional, la resolución pacífica de los conflictos y la cooperación constructiva entre los Estados. Este planteamiento no será realizable sin una colaboración leal y respetuosa entre las dos principales potencias globales, la ya establecida y la emergente. Por supuesto, la enorme distancia entre dos culturas políticas y dos tradiciones históricas, una inspirada en el confucianismo y otra en el liberalismo, que se traducen en sistemas políticos y sociales muy distintos, no hace fácil la interacción, pero la alternativa plasmada en el combate permanente y en la rivalidad intransigente, sólo puede transitar hacia el empobrecimiento general y el riesgo real de un enfrentamiento armado de capacidad destructiva pavorosa. Esperemos que la racionalidad y la responsabilidad se impongan tanto en La Casa Blanca como en la Ciudad Prohibida porque el futuro de todos depende de ello. La Historia no ha alcanzado su fin ni lo alcanzará nunca, la Historia sigue fluyendo y lo hará en una u otra dirección según sean los aciertos o los errores de los líderes a los que hemos confiado nuestro destino. La crisis de los misiles soviéticos en Cuba nos hizo ver la trascendencia del factor humano en los dilemas de vida o muerte. La guerra de Ucrania nos ha recordado la imperiosa necesidad de prevenir antes que curar. Ojalá el ruido de sables en Taiwan sea la señal para que las aguas de la relación entre Estados Unidos y China, que hoy bajan agitadas por la visceralidad y la pasión, regresen al cauce de la inteligencia y la serenidad.
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