Opinión

La Ilustración: fin de trayecto

Asistimos al final del ciclo que Occidente inauguró en el siglo XVIII con la Ilustración. Tal movimiento intelectual se ha considerado como una referencia originaria para las ilusiones de progreso tanto de liberales como de socialistas. U

Asistimos al final del ciclo que Occidente inauguró en el siglo XVIII con la Ilustración. Tal movimiento intelectual se ha considerado como una referencia originaria para las ilusiones de progreso tanto de liberales como de socialistas. Un punto de partida para una imaginaria civilización basada en conocimientos científicos al margen de creencias religiosas. Conocer todo y dominarlo sin Dios. La Ilustración ha tenido éxito ideológico y cultural durante el XVIII y el XIX, desvaneciéndose a lo largo del XX.

Las luces -metáfora eterna- debieron iluminar desde el universo físico hasta el alma humana. Pero algunos perspicaces ilustrados desde finales del XVIII ya dudaban de tales sueños. Así Goya (Caprichos y Desastres de la Guerra) o el físico Lichtenberg, quien escribió: “Se habla mucho de Ilustración y se desean más luces. Pero ¿de qué sirve tanta luz, Dios mío, si la gente no tiene ojos, o, si los tiene, los cierra intencionadamente?”

Kant, mientras Lichtenberg creaba en secreto sus agudos aforismos, promocionaba la Ilustración: “Infancia es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puericia es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena. Sapere aude, ¡Atrévete a saber! He aquí la divisa de la Ilustración.” Parece publicidad con mensaje imperativo. Dado que el saber tiene algo de insoportable, mucha gente prefiere no saber. Las ideologías surgían para rellenar con dosis azucaradas de argumentos el inmenso vacío que el propio avance cientifico estaba desvelando: el mundo no tiene sentido y la experiencia humana, tal vez, tampoco. Saber eso y vivir no es tarea fácil.

Cuanto más se estudiaba el universo, la materia y su comportamiento más dudas surgían. El viejo sueño de las luces de prescindir de Dios para entender el mundo empezaba a parecer amenazante pesadilla

A partir de la Ilustración, las investigaciones sobre lo real conocieron un desarrollo espectacular. Física, astrofísica o biología proporcionaban crecientes y fascinantes saberes. El método científico, asumiendo las restricciones del campo de conocimiento, los marcos teóricos y metodológicos que permiten compartimentar el mundo, pudo establecer verdades probadas. Esas verdades podían ser impugnadas por nuevas investigaciones y se asentaba un conocimiento creciente. Pero cuanto más se estudiaba el universo, la materia y su comportamiento más dudas surgían. El viejo sueño de las luces de prescindir de Dios para entender el mundo empezaba a parecer amenazante pesadilla.

Heisenberg, el del principio de incertidumbre, dijo: “Nuestra comprensión del mundo no puede partir de ningún conocimiento seguro, […] todo conocimiento se cierne sobre un abismo sin fondo.” La ciencia se abría al nihilismo.

En la objetividad científica no había espacio para el conocimiento de la experiencia humana. Lo que mandaba el oráculo de Delfos, “conócete a ti mismo”, no se alcanza con el microscopio. Freud intentó conocer cómo es la subjetividad humana, qué es la psique. Descubrió el inconsciente pero ese no es un saber apetecible y pronto empezaron a decir que Freud estaba superado por otras disciplinas psicológicas. La actual neurociencia certifica empíricamente los procesos inconscientes. Tampoco ahora gusta demasiado este saber.

La Universidad ha renunciado al saber al que invitaba Kant en favor de las competencias. Procura que los estudiantes no sepan demasiado de nada, sólo lo justo para cierto desempeño profesional

Las oligarquías destinan muchos recursos a influir en el comportamiento de la gente. El conductismo, que reduce la experiencia humana a un objeto al que se aplican ciertos estímulos para condicionar respuestas, es su modelo predilecto. Y funciona en general, a costa de crear individuos alienados. Fue empleado por el comunismo y el nazismo. La cultura transmedia de masas, hoy constituida por experiencias audiovisuales constantes, por ficciones, por informaciones sesgadas, por la publicidad, es la gran herramienta conductista. Y en ella va la inoculación del miedo, sin fundamento, a algunas cosas.

Kierkegaard a mediados del XIX escribía: “Por culpa de la prensa, la humanidad se ve envuelta en una atmósfera de pensamientos, de sentimientos y de impresiones; y también de resoluciones y propósitos que no pueden ser atribuidos a nadie”. El danés veía que los discursos de desconocidos dominan nuestro pensar. Los medios hacen que la verdad importe cada vez menos. Y es que la verdad, si tiene algún sentido, es porque es palabra vinculada a sujetos concretos que responden de ella con hechos.

La Universidad ha renunciado al saber al que invitaba Kant en favor de las competencias. Procura que los estudiantes no sepan demasiado de nada, sólo lo justo para cierto desempeño profesional. Es el fin de la Ilustración, el último fundamento -aunque ya era precario en su origen- de la civilización occidental. Hoy las aulas, como anexos de la cultura transmedia, van imponiendo eso que Kant llamó “la puericia”. El miedo atenaza a muchos jóvenes ante la investigación y el cuestionamiento de lo sabido. Temen la disonancia cognitiva que necesariamente se produce en un proceso de exploración donde las ideologías entran en contradicción con las nuevas evidencias que se presentan, especialmente en estudios de comunicación. Para evitar tal incomodidad prefieren no atreverse a saber. Las redes digitales resultan muy conductistas para bastantes jóvenes que optan por el autoengaño. Es duro tener que ser coherente con alguna verdad. A muchos profesores les pasa lo mismo.

La Ilustración también originó propuestas destructivas. En 1868, el conde de Lautréamont escribía: “¡Raza estúpida e idiota! Te arrepentirás de comportarte así. […] Mi poesía tendrá por objeto atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña.” En su momento no tuvo excesivo eco salvo en círculos parisinos dedicados a la agitación. Los dadaístas y sus herederos no han cesado de reivindicar esos textos.

En el siglo XX vimos que los asesinatos masivos de ciudadanos del propio país fueron viables: armenios en Turquía, rusos en la URSS, judíos en Alemania, chinos en el maoísmo, camboyanos bajo Pol Pot. En el siglo XXI hay nuevas oligarquías que son extraterritoriales, mandan en organizaciones supranacionales y plantean la conveniencia de reducir la población: aborto, eutanasia, eliminación del carácter biológico de la mujer, prohibición de la diferencia de sexos, decrecimiento económico, restauración de la naturaleza, hipersexualización de los niños, oscura gestión de pandemias. Resultado: la civilización occidental no tiene garantizada su supervivencia biológica. A todo esto se le conoce como agenda 2030. No es poesía pero cumple con creces el delirio de Lautréamont.

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