La sangre de periodista es igual que la de todos, pero quienes la derraman añaden el valor de la piel, para exhibirla. El asesinato de Shireen Abu Akleh por el ejército israelí; los once informadores muertos en México en lo que va de año; nueve en Ucrania; esa antorcha pálida con nombre de Roberto Saviano que transita en la clandestinidad. Cabría una lista de recientes liquidados por trasmitir la realidad que otros ocultan, pero sería imposible algo similar con los ejecutores.
En España no se mata, se entierra. Lo repite como una coletilla esa basura locuaz de Villarejo: “a partir de ese momento están muertos”. Son crímenes de palabras y se hacen al amparo del Estado. El avance de las nuevas tecnologías criminales lo ha puesto al alcance de todos los que puedan pagárselo y el gobierno se ha convertido en el administrador de la Fonoteca.
La primera piedra del sumidero -no me canso de repetirlo- se colocó en abril de 1991 cuando, para favorecer al tándem González-Solchaga, publicó El País una conversación privada entre Txiqui Benegas, secretario de organización del PSOE, y Fernando Múgica Herzog, influyente militante donostiarra al que ETA asesinaría. La aparición de esas cintas y su divulgación no engañaron a nadie porque era evidente su pretensión de descalificar a la oposición interna cuando el Gobierno de Felipe González entraba en apuros. Hubiera sido una ocasión digna para que los “éticos” del periodismo de trincheras echaran su cuarto a espadas y denunciaran la tropelía de invadir la privacidad. Pero no fue así y las cintas se convirtieron en arma letal.
Vivimos enredados en conversaciones privadas que anuncian o consuman delitos. El CNI escucha, porque para eso está; el Gobierno y la oposición se espían; los grandes empresarios entre sí lo mismo. Hasta los inquietantes manipuladores del mundo del deporte se inclinan por el método. El que no es escuchado ni escucha a nadie, es que carece de poder, no de intenciones.
Acosado por sus socios y su incompetencia el Gobierno de Sánchez ha lanzado su contraofensiva. Una serie de conversaciones grabadas por Basuras Villarejo hace diez años, que aparecen en un digital hasta ahora ignoto –“Fuentes Informadas”- y recogidas en serial de máxima actualidad por El País. Nadie pregunta nada, ni siquiera cuánto durará. El por qué ahora, es obvio. La credibilidad también, y sería una frivolidad compensatoria alegar quiénes fueron los primeros que utilizaron las escuchas para matar de éxito. Políticos inverosímiles como Cospedal o el ex ministro Fernández Díaz estaban muertos por su indecente incompetencia sin necesidad de escuchas. Las conversaciones telefónicas cuando se vierten al papel tienen el mismo efecto que vomitar en público; esparcen los desechos y dejan salpicaduras en todo lo que pillan; sin hablar de ese olor característico a basura macerada.
La desfachatez siempre se consideró una forma rastrera de hacer política, pero las cosas también en esto han cambiado mucho. Hay quien compara esta inundación de escuchas privadas con el Watergate que hundió a Nixon. Una desfachatez en grado superlativo. En primer lugar, Nixon se vio obligado a dimitir porque a la sociedad norteamericana no le cabía en la cabeza la ilegalidad de poner micrófonos en la sede de sus opositores los Demócratas. Aquí es nuestro presidente el que se aprovecha de las confidencias de los adversarios para dosificarlas como armas de combate. Los filtradores los designa el poder y es él quien decide cómo, dónde y cuándo hacerlos aparecer, aunque a veces se les adelante la competencia y haya que echar mano de la Fonoteca.
Son los cómplices, cuando no los edecanes, quienes la manejan gracias a unos medios de comunicación inmunes a la crítica, incluso a la duda. Nadie quiere darse cuenta que la vomitera nos salpica a todos ya sea por nuestra complicidad, nuestro silencio o en nuestra condición de ciudadanos libres de pensar y de decir. ¿Acaso no es desfachatado que Adriana Lastra, dirigente cunera del PSOE asturiano, proclame en Andalucía que sus adversarios del PP son la representación de la corrupción? Gritarlo en Andalucía, después de lo que ha caído, alcanza la provocación y no se entendería sin el vómito de las cintas y mucha lentejuela aldeana.
Sin candidez alguna cabe imaginar tiempos menos vomitivos, donde lo apenas perceptible en el periodismo ansioso y grandilocuente vaya tomando zonas de reflexión menos enredadas. Se acaba de conceder el premio Cirilo Rodríguez del reporterismo español a Plàcid García-Planas, un veterano no envejecido. Resulta significativo que en el escaso espacio que se ha dedicado a este galardón nadie haya mencionado que a García-Planas se debe uno de los libros más desmitificadores de nuestras humillantes historias de la información. Lo escribió a cuatro manos con Rosa Sala, lo titularon El marqués y la esvástica y se publicó en 2014 sin que yo recuerde mención ni reseña. Consiguieron que al menos la compañía de seguros que avalaba un galardón retirara el nombre del prenda como símbolo de la excelencia periodística. A través de la vida y obra de César González-Ruano se va describiendo un paisaje y un paisanaje de la España periodística del siglo XX, donde toda tropelía era posible, incluso la criminal. Una parte del periodismo de nuestra Transición se formó y deformó en la escuela del delito que capitaneó la figura inmarcesible de aquel César atorrante.
Cuando uno escucha los audios grabados por el funcionario Villarejo lo primero que se pregunta es quién ejerce de delincuente y quién de político. Un Estado que cuenta con un jefe de policía como Villarejo constituye un peligro para la democracia, un partido que tiene un contable como Bárcenas, lo mismo. Quienes los pusieron, los mantuvieron y los jalearon son tan responsables como ellos. Somos herederos de un pasado tormentoso al que no cabe blanquear. El bipartidismo imperfecto que tantos añoran es imposible reconstruirlo sobre las raíces podridas de la corrupción. Si a esto añadimos una política errática de supervivencia, acabaremos por creernos nuestras propias mentiras y trataremos de hacérselas pasar a los ciudadanos como verdades de Estado.
Me quedo con una apostilla de los seriales “nixonianos” recién sacados de la Fonoteca, en él se gallea sobre “las grabaciones descubiertas por El País”. ¿Descubiertas? ¡Menos globos! Aquí no hay Gargantas Profundas. Estamos acostumbrados a que traten de engañarnos, pero obligarnos a que les creamos es una ofensa a nuestra modesta capacidad para conocer el carácter letal de las informaciones confidenciales. Habrá que ir pensando en desarrollar una teoría sobre la criminalidad del subalterno. Una teoría, no una ley, por favor. Es el momento, ahora que esto se está convirtiendo en una perrera.
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