Leyendo se convierte uno en mejor persona. Al menos, en una persona más perspicaz, más sabia. Se llega a conocer el mundo sin haberse levantado del sofá, sin salir del pueblo, sin necesidad de caminar más allá de la ermita o de la bella alameda frondosa donde tantos amores clandestinos se han sellado. Leyendo puede uno penetrar los misterios de las más extravagantes culturas y paladear la gastronomía más exquisita que hubiera logrado sospechar. Se puede navegar en carabela, en galeón o en un simple bote y entablar fieros combates con piratas de preciosas vestiduras, o arañar los azules cielos de abril en un aeroplano construido con madera y sortear las llamas de rugientes dragones. La lectura no solo espolea nuestra imaginación, aviva el espíritu y agudiza el discernimiento; también nos sacude esa pereza aborregada que ineludiblemente consigue encadenarnos con el paso de los años. Esa frase de “lectura obligatoria”, machaconeada en el pupitre de la infancia, es un contrasentido, recordaba Borges; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio?
Si usted ha leído a Balzac, por ejemplo, podrá comprender mucho mejor por qué su padre es tan celoso de su hacienda, por qué no se fía de sus muestras de cortesía y de cariño y por qué finalmente impedirá que usted herede sus propiedades. Y no solo eso: su progenitor se encargará de que usted recoja suculentas deudas y satisfaga cuentas pendientes. Entenderá mejor su tacañería, su terca suspicacia, el anhelo enfermizo de reunir más y más dineros, y no podrá usted evitar, a su pesar, que se le dibuje en la cara una sonrisita de indulgencia al sorprender, en la figura de su padre, a un magnífico personaje del novelista francés.
Le reventarán la puerta del garaje y le destrozarán el jarrón de la suegra, pero usted pondrá los ojos en blanco y se recordará aquello de la juventud y del divino tesoro
Si usted ha leído a Mark Twain dejará de sentirse apesadumbrado cada vez que reciba en la ventana las pedradas de esos pilluelos callejeros. Ya no le molestará tanto que le entren a hurtadillas en el jardín para martirizar al gato o para robarle un rastrillo, o que le pisoteen las tomateras sin ninguna razón. Probablemente experimentará algo parecido a la compasión cuando descubra a esos chiquillos traviesos merodeando por el patio de su segunda residencia. Le reventarán la puerta del garaje y le destrozarán el jarrón de la suegra, pero usted pondrá los ojos en blanco y se recordará aquello de la juventud y del divino tesoro, y lamentará —qué alegría se habrían llevado las criaturas— no haber escondido unas cuantas monedas de oro bajo una tabla suelta del parqué.
Si usted ha leído a Víctor Hugo comenzará a ver con otros ojos a ese párroco tan entrañable, tan afectuoso y bonachón, tan amigable en su charla, aunque de siniestra mirada y tan sospechoso tras esa sonrisa burlona, y se preguntará en la cama al anochecer, temblando de espanto, pero también con cierto deleite, si realmente es un siervo del Señor o si, por el contrario, no se tratará de un criminal fugado de la justicia.
La lectura, esa maravillosa y apasionante fórmula con la que ascender los peldaños que conducen —como por un atajo secreto— al conocimiento de la condición humana.
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